La Audiencia Nacional ha decidido conceder la nacionalidad española a un senegalés entre cuyos méritos consta haber sido polígamo. Es una triste noticia, pues creer que esta persona va a cambiar de pensamiento porque tenga un documento administrativo (un pasaporte) donde ponga que es tan español como mis retatarabuelos de Castilla, es confiar demasiado en la bondad humana y en el poder de la ley europea.
El islam acepta y promueve la poligamia, y quien no lo vea así, es muy inocente. Por otro lado, afirmar que todo buen muslime contempla la poligamia como algo digno no es ningún insulto. Se habría de estudiar, eso sí, si un Estado de derecho, y un gobierno ZP con Ministerio de Igualdad, puede consentir la existencia de facto de individuos polígamos sin actuar con contundencia. La poligamia, no lo olvidemos, es la institucionalización del desprecio a la mujer, es considerarla un objeto, algo inferior e intercambiable, un bien de consumo, un ser humano con precio de venta. La mera sugerencia de oficializarla habría de desencadenar terremotos políticos y, por supuesto, señalar a quien lo promueve como alguien con quien jamás se volverán a mantener conversaciones (y, menos aún, que fuera invitado a actos de altísimo protocolo…)
Concediendo la nacionalidad a un polígamo musulmán (aunque ahora, según afirma, no ejerce de lo primero) se hace muy poco en pro de la cohesión de la ciudadanía. Particularmente porque, a título oficial, nunca habrá polígamos, pues no son tan tontos de ir dos veces al registro civil. No obstante, ritos religiosos privados son usuales, y la mujer se somete a la voluntad de su esposo ante Dios, no ante el representante legal de una sociedad que desprecian. ¿Por qué no se comienza a actuar contra estos “matrimonios” y contra quien los bendice?
La poligamia, además, no es sólo musulmana. En determinados países (Senegal, Costa de Marfil, Camerún…), se da, por desgracia, entre cristianos y entre seguidores de cultos sincréticos cristiano-animistas. Es decir, estamos hablando de una estructura social inserta en lo más profundo de unas pautas de vida, previas a la creencia religiosa. Será muy difícil cambiar a sus practicantes si, una vez en Europa, conocen cuál es el modo de burlar la ley, y en sus guetos viven de acuerdo a sus normas. Por tanto, el problema trasciende las religiones, las bodas civiles y la legalidad.
La solución, por desgracia, no está en hacer españoles por decreto, sino en tomar medidas claras que impidan la proliferación del discurso polígamo, tan usual en centros asociativos y religiosos. Quien pide su legalización (y algunos políticos están hartos de que se la reclamen) no es sospechoso de nada, tan sólo es tan poco sociable como quien pide la legalización del robo al rico. ¿Qué diálogo se ha de mantener con quien tiene sus caprichos y sus depravadas visiones de la relación hombre-mujer como exigencias que deben ser asumidas por un Estado de derecho?
Ahora, sin embargo, si en algún momento le pega el punto (Dios quiera que no) nuestro compatriota procedente de Senegal (y tantos otros, y autóctonos, con las mismas pretensiones) ya no pertenecerá a la categoría de inmigrante renegón, sino de español reivindicativo. Si estas nacionalizaciones crecen, ¿qué ocurrirá cuando los españoles deseosos de legalizar la poligamia sean uno, cuatro o diez millones? ¿Habrá algún presidente que la rechazará de plano? Y si se convierte en algo “normal” aunque sea en guetos, ¿cómo creen que van a mirar los hijos de los polígamos a sus compañeras de clase, si pueden comprarlas, repudiarlas o sustituirlas?
La poligamia no es un juego o un exotismo. Es el terror para cualquier ser humano con sensibilidad hacia la igualdad de todas las personas. Y, a mi juicio, no se la ataca con toda la eficacia con que deberíamos. Ni con la suficiente saña.