Una clínica de estética presente en varias ciudades españolas reparte, de cara al verano, unos pasquines donde anuncia sus tratamientos, tanto en medicina como en cirugía estética: mesoterapia, remodelaciones, liftings faciales, liposucciones, aumentos o reducciones de pecho... Junto al exhaustivo listado, un anverso en blancos y rosas da a conocer algunas de sus ofertas. De elemento destacado, el slogan de la campaña, Sé irresistible, y la foto. Ni el uno ni la otra tienen desperdicio, pues son perversos. Y mi crítica, lo dejo claro de antemano, no va contra la clínica ni su, imagino, profesionalidad. De hecho, esta reflexión no es ni siquiera una crítica, sino la verificación de cómo la mujer es tratada a modo de mera mercancía, no ya en las revistas pornográficas, sino incluso en la consideración que ha de tener de sí misma y en el contexto en un principio tan aséptico de una clínica.
En el anuncio se muestra a una muchacha sentada a horcajadas sobre un hombre. El cuerpo de la chica ocupa en diagonal todo el encuadre, vestido con un bikini rosa; el del modelo, tan sólo un fragmento a la izquierda, si bien sus brazos se extienden como tentáculos hasta el centro, apresando la cintura de la modelo. Las dos piezas rosas del bikini (a diferencia del bañador azul del muchacho, que se intuye bajo una corriente de agua) están mojadas en algunas zonas de forma bastante ambigua. Ambos cuerpos son de los considerados apetecibles y, en principio, la clínica “venderá” tal plenitud vital y corporal como lo normal y al alcance de la mano. Sin embargo hay una serie de detalles en esta hoja publicitaria, al margen de su misma existencia, que la convierten en un ejemplo característico de la sociedad contemporánea.
En primer lugar, el slogan, Sé irresistible, escrito sobre el cuerpo femenino, plantea muchas preguntas: ¿irresistible por qué?, ¿para quién?, ¿cómo? “Porque nos haces ganar dinero, para el hombre que te poseerá, pasando por nuestros cirujanos”, responde un pepito grillo. Sin embargo, la misma fotografía nos contesta que no importa demasiado, pues la modelo no tiene cabeza. Y sería pecado sustraerse a la tentación de leerlo metafóricamente: una chica sin cabeza es aquello irresistible: disfruta, bebe, baila, liga… Todo lo demás es complicarse la vida, y se ha de gozar hasta reventar. A este descabezamiento, se añade el anagrama de la clínica: no sólo semeja el delineado de un pene, sino que está sabiamente colocado sobre el monte de Venus de la mujer, además en una de las partes humedecidas del bañador, como si el logo hubiera eyaculado ante la excitación meramente visual.
El slogan esconde además una idea: para que un hombre te considere has de ser corporalmente ansiada conforme a un prototipo. Sin embargo también crea una enorme reverberación en el hombre. A las chicas les ordena: “habéis de ser así”; a los hombres, por el contrario, la paralela: “las habéis de buscar así”. Sólo en la conjunción de tales deseos, la clínica –todas las clínicas de cirugía estética– saldrán ganando. Si a esto añadimos, en un salto conceptual, el prime time concedido a la moda, o las cifras de la anorexia, habremos de tener muy claro que la manipulación se ejerce con un objetivo concreto: corporalizar al ser humano, crearle una enemistad consigo mismo, focalizar el cuerpo en vez de la mente y del espíritu, hacer indistinguible lo vulgar de lo excelso.
Frente a los adolescentes que sueñan con quitarse un michelín, o los padres que meten a sus niñas en quirófanos para que tengan más pecho, cabría reinstaurar una ética de lo heroico, que no sólo es, evidentemente, una ética guerrera, sino una ética de la aceptación, de devolver a cada uno el orgullo de sí mismo y su singularidad. Liberados de la tiranía del cuerpo, descubrirían la libertad de ser como se es, y de compartirlo.