Mi abuela materna, Joaquina Torres, aún recuerda un poema que escribió su marido, mi abuelo Pedro José, a José Antonio Primo de Rivera. Tuve el placer y el honor de transcribirlo y publicarlo, hace ya algunos años, en la revista Nihil Obstat, la única que “se atrevió”, tras la censura de la cual fui objeto en la revista Xiloca, editada por el Centro de Estudios del Jiloca en Calamocha. Vieron un alegato fascista y no una recuperación, histórica y extraña, de un texto inocuo. Pura ceguera...
No obstante, ahora, con la flamante “Ley de la Memoria Histórica”, tal vez vuelva a intentar la reedición del mismo, pues a lo mejor las conciencias ya están más sensibilizadas para agruparnos todos en la lucha final de la paz y del amor. Y si no lo publican, al menos me gustaría enviárselo a nuestro presidente del gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, e indicarle las características y la historia de tal conjunto de versos. Pero, a fin de no demorarme, se lo contaré desde aquí.
Aquel poema a José Antonio fue un texto colectivo, compuesto, como digo, por mi abuelo, Pedro José Laínez, y otro grupo de prisioneros aragoneses. Lo redactaron en la cárcel en que se había convertido el Monasterio de San Miguel de los Reyes, hoy transformado en Biblioteca Nacional de Valencia; hermoso monumento a las afueras de la ciudad, y enjambre de estilos arquitectónicos datables desde el siglo XI.
Se trataba, evidentemente, de prisioneros del bando nacional, y pudieron pergeñar esos versos, tan humildes, en los momentos de descanso que tenían en la cárcel (pocas horas nocturnas), después de pasar el día –y antes de pasar el día, por tanto– trabajando en condiciones de esclavitud en obras para las tropas republicanas. Obligados a la fuerza, los metían en camiones, realizaban horas de travesía, les daban un pico o una pala, y a lo que les mandaran, sin ninguna aplicación de la convención de Ginebra, sin ningún respeto, sin ningún beneficio del paraíso de los soviets.
Esta historia la he conocido desde niño, y cuando pasábamos cerca de aquel lugar, mi abuela me la recordaba; lo mismo que, al enfilar la actual avenida del Reino de Valencia (antes, avenida de José Antonio), se me explicaba quién era aquel apuesto personaje cuyo retrato aparecía en mi libro de párvulos. Sin embargo, la guerra civil y sus desastres, para quienes hemos nacido al borde de la extinción del régimen franquista, era una cosa remotamente lejana: nuestros padres no la vivieron, y nosotros la pensábamos olvidada para siempre.
Triste es que personajes fascinados por otros tiempos nos induzcan a sacar trapos sucios, viejas rencillas, antiguas querellas, por mor de pacificar lo pacificado. Pero a mí, vaya por dónde, me ocurre al revés. Recordar me altera, me calienta la sangre. Imaginar a mi abuelo maniatado y con alguien dándole culatazos es algo que nunca había pensado y ahora, gracias a Zapatero, me enerva. Así que si hay algún tipo de ley, y se aplica, que coloquen por favor, en el antiguo monasterio, bilingüe y bien clarito, una placa. Que en ella se recuerde a los luchadores nacionales que dieron, en muchos casos, su vida, y en todos su tiempo, en pro de lo que creían era lo mejor para su país. Sólo así habrá justicia igualitaria, pues de aquellos trabajadores aragoneses, luego asesinados, muertos por la insalubridad de las cárceles o, tras muchos padecimientos, al final libres, sólo las familias, y muy poco, se acordaban ya.
Porque Zapatero ha de saber, por encima de todo, una cosa: que mi abuelo, como mínimo, valía tanto como el suyo.