¿De verdad vivimos en democracia?

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Hay gentes, bienintencionadas pero algo cándidas, que se creen que, en nuestro sistema político, quien decide en últimas es “el Pueblo soberano”, “la voluntad popular”. Andan convencidas tales gentes —la inmensa mayoría de la población— de que vivimos en un régimen auténticamente democrático; es decir, que son ellos quienes ostentan los resortes últimos del poder. Y todo…, porque cada cuatro años se le pide al “Pueblo soberano” que deposite una papeleta en una urna.

—¿Y se puede poner cualquier nombre en estas papeletas?, le preguntó un día un hijo a su padre, que intentaba explicarle el funcionamiento de nuestra vida política.
—No, cualquier nombre no. Sólo el de una de las muchas listas que se presentan a las elecciones.
—¿Hay muchas? Yo pensaba que sólo había dos o tres, papá. Si hay tanto donde elegir, ¿significa que todo el mundo tiene derecho a presentarse y a que lo elijan?
—Así es.
—Entonces, El Manifiesto, también se podría presentar a las elecciones, ¿no?… ¡Yuuuupi! Sería magnífico, ¿verdad, papá? Con la de ideas buenas y nuevas que, según tú, tienen tus amigos… ¡Uy, la que armarían! ¿Por qué no se presentan?
—Porque no serviría de nada.
—¿Ah no? ¡Qué pena! Pero ¿no decías que todo el mundo puede presentarse?
—Poder… todo el mundo puede. Pero es como si no se pudiera.
—¡Ahora sí que no entiendo nada, papá!
—Mira, todo el mundo tiene la posibilidad de presentarse a las elecciones. Pero no la de salir en la tele, ni en la radio, ni en los periódicos. De modo que si no sales en…
—¿En eso que llamas el “Gran Circo”?
—Sí, en eso. Si no sales ahí —y mucho—, no eres nadie, no existes.
—Ya. Pero si dejan que todo el mundo se presente a las elecciones, ¿por qué luego van y les prohíben salir en la tele y en los periódicos? No entiendo nada.
—No, hombre, no. Prohibirlo, no se lo prohíben a nadie, pero…
—¡Claro que no se lo prohíben, papá! Si Zapatero y Rajoy salen cada dos por tres...
—Sí… Pero lo que quería decir es otra cosa. ¡Y no me interrumpas tanto! Mira, a nadie se le prohíbe salir en el “Gran Circo”; ni siquiera a quienes, como los de El Manifiesto, casi nunca salen. Prohibir es algo muy feo que sólo hacen las dictaduras. Aquí se hace algo mucho más sutil…
—¿Ah sí? ¿En qué consiste?
—Consiste en que el tinglado está montado de tal modo que, si no tienes una barbaridad de dinero o de poder, nunca podrás salir en sitio alguno. De forma relevante, quiero decir.
—¿Sólo salen en la tele quienes tienen mucha pasta?
—No sólo se trata de dinero. En los Estados Unidos, por ejemplo, siempre hay algún multimillonario ingenuo que se presenta a las elecciones, y nunca pasa nada, claro…
—¿Qué más hace falta para tener alguna posibilidad de ganar las elecciones?
—Formar ya parte del poder.
—Pero, ¡qué dices, papá!… ¡Si quienes están en la oposición no están en el poder!
—Sí lo están. Y tú no seas cabezota, hombre. Piensa un poco. Los de la oposición no están en el Gobierno (aunque siempre acaban volviendo), pero sí están en todo el entramado de influencias, relaciones, tejemanejes… y en algo igual de decisivo, si no más: en el conjunto de ideas, principios, valores… que, junto con los tejemanejes, configuran el Poder, el Sistema en fin.
—¿Por eso tus amigos de El Manifiestoestán encerrados en su web?
—Sí, por eso, porque sus ideas no tienen nada que ver con las del Sistema.
—¿Y qué es exactamente el “Sistema”, papá?
—Eso que siempre te digo: ese gran tinglado en el que estamos todos metidos y que se reduce, en últimas, a una gran idea.
—¿A una idea?
—Sí, todo lo que pasa en el mundo siempre se reduce a una gran idea a partir de la cual se ponen en marcha miles de otras cosas.
—¿Y cuál es esa gran idea?
—La de que estamos en el mundo para trabajar, producir y consumir. Para enriquecernos, en fin…, o para tratar de hacerlo.
—¿Tan mala es la riqueza, papá?
—¡No, en absoluto! Lo malo, lo atroz, es considerar que la riqueza y el trabajo constituyen el fin primordial de la vida, su sentido; no un medio para facilitar otras cosas: las decisivas.
—Y el dinero… ¿no es decisivo?
—El dinero y todo lo que le está relacionado —la economía, el trabajo— es algo muy importante, pero no es en absoluto lo decisivo.
—¿Y qué cosas son decisivas, papá?
—La belleza, el conocimiento, una vida plena, intensa, arriesgada, grande, fuerte… ¿Te parece poco?
—Pero eso de que el dinero es lo básico en la vida, ¿no lo piensan tanto Rajoy como Zapatero?
—Lo piensan estos dos… y lo piensa todo quisque. Por eso te decía que ésta es la idea que, hoy, nos marca a fuego.
—¿No siempre fue así?
—No, qué va. Pero dejémoslo, que nos enrollaríamos demasiado.
—Y si hoy no comulgas con esta idea, ¿no te puedes presentar a las elecciones?
—Ya te lo he dicho: poder, puedes; pero nunca saldrás: ni en la tele ni elegido.
—Empiezo a entenderlo. Todo el mundo puede elegir lo que quiera y a quien quiera, pero en realidad…
—En realidad sólo se puede elegir dentro de unas ideas muy restringidas y de unos partidos aún más reducidos.
—¿Y dónde quedan entonces la libertad y la democracia?
—Quedan ahí…, en esas bonitas palabras que hacen que la gente se crea que son ellos quienes eligen, deciden y mandan.
—Pero elegir…, la gente elige al votar.
—Elige cuál de las dos grandes facciones del Poder va a formar Gobierno. Esto es todo.
—Pero ¿puede ser de otra forma? —preguntó de pronto, sumándose a la conversación, la madre del muchacho.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que tampoco pueden tener las mismas posibilidades quienes comulgan con la visión del mundo dominante en una sociedad, y quienes ven las cosas de forma diametralmente opuesta. ¿O quieres que ambos ejerzan alternativamente el poder? Unos años los defensores a ultranza del Dinero. Otros, los de la belleza…
—¡Ja, ja, ja! No, claro que no. Lo que pasa es que…
—En el fondo, ¿no ha sido siempre así? El poder es cosa de pocos...
—Sí, siempre ha sido así. Lo que pasa es que sólo ahora se les ha ocurrido a quienes tienen el poder hacer creer que no son ellos, que es “el Pueblo soberano” quien ostenta el poder.
—Ya, pero si no puede ser de otro modo, ¿por qué indignarse tanto, hombre?
—Mira, lo que me indigna no es en absoluto que, estando el poder en manos de una minoría, el pueblo elija la facción de ésta que va a gobernar durante cuatro años.
—¿Ah no?
—No, en lo más mínimo. Que la democracia consista en que el pueblo actúe, por así decirlo, de “árbitro” entre los poderosos, me parece, la verdad, excelente.
—¿Y qué diablos es lo que entonces te sulfura tanto?
—Me sulfuran, para empezar, los principios rastreros y vulgares que guían a nuestros poderosos.
—Y a la gente de a pie…, ¿no?
—Sí, pero los otros tienen mayor responsabilidad. Y me sulfura toda esa inmensa impostura: lo que nos venden como “democracia” ¡no tiene nada que ver con el simple “arbitraje” al que, en realidad, se reduce el invento! Me sulfura que hagan creer a la gente que, en “democracia”, todo es discutible, opinable; que no existe ninguna gran verdad, ningún gran principio (no, el Mercado tampoco…, ¡ja, ja, ja!). Me enfurece que estén pretendiendo un día sí y otro también que lo único indiscutible, sagrado —el Principio último de todo— es… el “Pueblo soberano”.
—Tampoco van a decir que el Principio último es la pasta gansa, ¿no?

—No…, quedaría muy feo, la verdad. Estas cosas sólo las decimos nosotros.

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