Girasoles con tomate

Si algo bueno tiene la “educación” woke es que los artistas más valorados son Rothko, Pollock y Mondrian, no los devaluados machirulos de Ticiano, Rubens o Rembrandt.

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La religión del Clima ya tiene sus iconoclastas. Dos sufragettes planetarias atacaron Los girasoles de Van Gogh, cuadro al que arrojaron un warholiano bote de sopa de tomate al grito de “¿Por qué proteges al arte y no al planeta?”. En este tiempo de la performance permanente, las dos ménades de la Diosa Tierra aplicaron a tomatazos el único principio de su teología — ago quia ineptum est contra un pobre lienzo cuya relación con el apocalipsis climático es más que dudosa. Dado que, según las más serias hipótesis científicas, son las ventosidades de las vacas las culpables de la agonía de nuestra atmósfera, ¿no hubiera sido más a propósito, más condigno, más coherente lanzar el rojo grumo sobre algún Paulus Potter, por ejemplo? El fin mismo de la acción no parece que haya sido objeto de largas meditaciones, pues tampoco resulta muy comprensible que la conservación del arte y la del planeta sean fines mutuamente excluyentes. Quemar billetes de cinco libras en la puerta del Banco de Inglaterra o “tomatear” a los ejecutivos de la Royal Dutch Shell, verbigracia, hubiera tenido una mayor relación causa-efecto, siempre dentro de ese complejo sistema de magia simpática que es el activismo woke. Lo que no parece muy lógico ni simbólico es atacar en efigie a unos indefensos girasoles, hijos inocentes de la Madre Tierra. Pero la coherencia, la lógica, el análisis sensato de lo real y la adecuación de las respuestas a los molestos hechos son anatema para la subjetividad woke, cualidades macho que seguramente ofendan a las empoderadas ojáncanas del Moloch climático.

 La acción de estas damiselas es la consecuencia necesaria del tipo de educación que se da en los centros de enseñanza occidentales, donde hace tiempo que la instrucción ha pasado a convertirse en adoctrinamiento, el mérito en anatema y la seriedad y el rigor intelectual en delitos. Cualquiera que haya tenido el dudoso honor de contemplar los logros de la moderna pedagogía sabe que la performance se ha vuelto una liturgia cotidiana, un aquelarre curricular, un jalogüín docente en todas las instituciones educativas, donde antes los maestros, los libros, la experiencia y la razón explicaban las ciencias y las artes a futuros profesionales, científicos, humanistas y técnicos. Pero como ahora los institutos, liceos y academias tienen como fin fundamental el que los mozos exploren sus braguetas y no sus cerebros, los estímulos de la vida activa ya no se encuentran frente a la débil pero necesaria barrera del espíritu, de la vida contemplativa, de la vocación intelectual. Por eso, lo que las iconoclastas de la National Gallery llevaron a cabo fue la aplicación a la realidad externa de lo que es práctica común en los centros académicos desde hace decenios: el dadaísmo.

Los tomatazos contra Van Gogh son la culminación de cuatro decenios de pedagogía antielitista, antijerárquica, anticlasista, antirracista, antimachista, vanguardista, inclusiva, feminista...

Los tomatazos contra Van Gogh son la culminación de cuatro decenios de pedagogía antielitista, antijerárquica, anticlasista, antirracista, antimachista, vanguardista, inclusiva, feminista, resiliente, no-binaria, transespecista y demás largo etcétera de antis e istas que el lector quiera añadir. De todo menos clásica, humanista y científica. 

No me cabe la menor duda de que estas profetas del nihilismo han superado con mucho a la gran artista de nuestro tiempo, a la mujer que mejor representa las aspiraciones y los logros del hombre (con perdón) contemporáneo: Marina Abramovic, que algo tendrá que inventar para superar a las dos bacantes de Londres. Sólo un sacrilegio superior se me ocurre: lanzar tomate, o zumo de piña, o coca-cola o ácido sulfúrico sobre alguna “obra maestra” de Frida Kahlo, la mejor artista de la historia, eclipsada hasta nuestro tiempo por una falocrática conspiración del silencio. Cierto es que Van Gogh fue una suerte de Frida hirsuta, pelirroja, desorejada y suicida, pero con mejor técnica (lo cual, por otro lado, tampoco era muy difícil). Creo, además, que los churretones de tomate deben permanecer sobre el cuadro, como muestra de lo que podríamos denominar Hysteric Art. Cosas peores se han visto en muchas exposiciones y se han cotizado a precio de oro. La National Gallery tiene que pagar el justo valor de su obra a las dos muchachas, pues su action painting, además, ha servido para hacer que su museo se vuelva trending topic. ¿Y no es ese el fin del arte?

¿Qué puede volver más cercano un museo a la gente que la oportunidad de lanzar un tomatazo a la Gioconda? ¿No era eso lo que defendían Duchamp, Jarry y Picabia?

¿Qué puede volver más cercano un museo a la gente que la oportunidad de lanzar un tomatazo a la Gioconda? ¿No era eso lo que defendían Duchamp, Jarry y Picabia? ¿Hay algo más interactivo e integrador, más al alcance de todos? Además, el Planeta lo agradecerá.

Si algo bueno tiene la “educación” woke es que los artistas más valorados son Rothko, Pollock y Mondrian, no los devaluados machirulos de Ticiano, Rubens o Rembrandt. Por lo tanto, las tomatinas futuras no alcanzarán (en teoría) a los representantes del pseudo arte europeo, de esos Boucher, Renoir o Ingres que cosificaron el cuerpo femenino y que pronto serán desterrados de los museos por ofender a las comisarias de género tanto como antes lo hacían con los confesores de las reinas. Serán Juan Gris, Miró, Tàpies y demás genios de nuestra era los que recibirán el público homenaje del tomatazo. Además, un churretón carmesí en sus obras tampoco se notará demasiado: las volverá más matéricas, más orgánicas, auténtico arte de masas, genuina estética de la democracia.

 

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