El Sacromonte granadino: la abadía que se edificó sobre la impostura

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En la Navidad de 1568, los moriscos granadinos se sublevaron contra la corona española, proclamando rey a Muley Muhammad Aben Humeya, conocido por su nombre cristiano de Fernando de Válor, Caballero Veinticuatro de la ciudad y hombre de enorme influencia no sólo por lo caudaloso de sus posesiones sino por el carisma que le favorecía al ser descendiente de la dinastía Omeya cordobesa. Entre sus apoyos contaba con el del Sultán de la Divina Puerta, el emperador otomano, quien le había prometido hombres y armas y todo el auxilio marítimo necesario para restaurar el antiguo Reino de Granada bajo la fe islámica.
Este hecho, como es lógico, desencadenó una cruel guerra civil que se prolongaría durante dos años y medio. La intervención de los ejércitos imperiales comandados por Juan de Austria puso fin al conflicto. Las consecuencias de aquella guerra fueron devastadoras. A las tremendas carnicerías que se cometieron por ambos bandos -como era costumbre de la época y propio de una guerra de religión - vino a unirse la deportación de unos cuarenta mil moriscos cautivos, los cuales fueron vendidos como esclavos y enviados a zonas del interior peninsular.
 
A partir de ese momento, la vida de los moriscos granadinos (los que sobrevivieron a la catástrofe y pudieron mantenerse en sus ciudades de origen), se convirtió en un devenir azaroso, sometidos a la benevolencia de quienes los apreciaban como buenos artesanos y huertanos, siempre bajo amenaza de ser acusados de traición, práctica de la religión islámica o cualquier otro delito que discurrieran sus delatores. Los moriscos aceptaron aquella situación como último remedio, mal menor para una cultura y una sociedad que no había sido todo lo leal para con la corona española como esperaban las autoridades y, sospechaban fundadamente, estaba condenada a extinguirse.
 
Aparece el impostor
 
Hubo sin embargo afanosos intentos por congraciar a la población morisca, su fe y sus tradiciones, con la ortodoxia católica. El más llamativo de todos aquellos afanes e ingenios ellos fue el protagonizado por el filólogo, traductor y teólogo diletante Alonso del Castillo, un hombre en principio bienintencionado que acabó convirtiéndose en paradigma del impostor. Pasó media vida procurando avenir la fe católica con la musulmana y la otra media inventándose reliquias y prodigiosos sacros hallazgos que avalaran su empeño por hibridar los Evangelios con el Corán.
 
En el año 1588 se trabajaba en la edificación de la catedral granadina, la cual iba surgiendo poco a poco junto al emplazamiento de la antigua Mezquita Mayor. El alminar de esta mezquita, llamado entonces Torre Vieja, también Torre Turpiana , había quedado incluida en la planta del edificio en construcción, y fue por tanto derruido. El 19 de marzo, uno de los obreros, posiblemente morisco, proclamó haber encontrado entre los escombros del derribo una caja de plomo en cuyo interior se guardaba un trozo grande de tela, cortado en forma triangular, un hueso y un pergamino. El manuscrito estaba escrito parte en castellano, parte en árabe y parte en latín. En este pergamino, San Cecilio, primer obispo de Granada (siglo I), narra en árabe un viaje realizado por él a Jerusalén, y cuenta cómo le entregaron aquella reliquia venerable, pues el trozo de tela triangular era, nada menos, una toca de la Virgen María, con la que enjugó las lágrimas, mezcladas con sangre de sus ojos, en la crucifixión de su Hijo. Pero había más. Una profecía de san Juan Evangelista, escrita originariamente en hebreo y traducida al griego por Dionisio Areopagita y cuyo texto presentaba san Cecilio en este mismo manuscrito, traducido por él al castellano (!!); (recordemos que la supuesta antigüedad del hallazgo data del siglo I DC). La parte latina del pergamino apareció firmada por un canónigo llamado Patricio, quien afirmaba haber recibido de san Cecilio las tres reliquias: el paño de lágrimas de la Virgen María, la profecía de san Juan sobre el fin del mundo y un hueso de san Esteban, concretamente el del dedo pulgar de la mano derecha. En el texto se explica que el comentario de la profecía, escrito en castellano, está traducido al árabe " para que aprovechen de él los cristianos árabes que están en España". Más despropósitos no caben, pero la credulidad de la época era mucha, y la inopia de los mandatarios cristianos en el antiguo Reino de Granada, inconmensurable.
 
Consumado el descomunal artificio de la Torre Turpiana, Alonso del Castillo y sus seguidores, alumnos y adeptos de la causa, descubrieron asimismo los huesos del protomártir cristiano de Granada, San Cecilio, así como de sus compañeros de suplicio, Hiscio, Mesitón, Turilo, Panucio, Maronio y Centulio, todos los cuales eran de procedencia africana, detalle que debía quedar muy claro a los devotos cristianos llegados y asentado en el antiguo Reino sólo un siglo antes. "F ueron quemados vivos, pasaron a la vida eterna; quedaron como piedras convertidos en cal y sus cenizas yacen en las cavernas de este Sacro Monte, que deben ser veneradas en su memoria, como exige la razón".
 
Como quiera que los hallazgos no fueron lo bastante contundentes, Alonso del Castillo recurrió a la maravillosa impostura de redactar en caracteres cúficos, imitando la caligrafía y formas lingüísticas de la época, los célebres Libros Plúmbeos, una de las falsificaciones arqueológicas más sagaces que recuerda la Historia. Dichos libros, escritos en pequeñas planchas de plomo ovaladas, comenzaron a aparecer en las colinas próximas al Sacromonte, a finales del XVI. Se les atribuyó una antigüedad tan venerable como su autoría; según Alonso del Castillo y quienes lo acompañaron en la aventura, el redactor de los libros, el también mártir Tesifonte, llamado Abén Athar antes de convertirse en discípulo de Santiago Apóstol, debía haberlos escrito, necesariamente, inspirado por la propia divinidad, igual que Dios mismo hablaba por boca de los profetas en la Biblia. Según se expresaba sutilmente en aquellas láminas de plomo, tituladas Libro del fundamento de la Iglesia, la diferencia doctrinal entre el cristianismo y el mensaje del Profeta era una cuestión de matices. Alonso del Castillo sólo necesitaba convencer a los cristianos de que Dios, el mismo Dios al que rezan los musulmanes y también los judíos, no tiene parientes, ni hijos ni madre, y por tanto Jesús, el hijo de María (Isá Al-Masij) es santísimo varón, un profeta del mismo rango que Adán, Abraham (Ibraim), Moisés (Muça), o Muhammad, pero no hijo de Dios. Lo milagroso del nacimiento de Jesús, el venir al mundo del seno de una virgen, ratificaba su existencia como determinada por especial designio divino, así como la inspiración celestial de los Evangelios y demás dogmas incuestionables de la doctrina cristiana. El propósito no era sencillo, y nuestro inventor de reliquias fue consciente de ello desde el principio, motivo por el cual empeñó todo su saber y ciencia en la redacción y caligrafiado de los Libros Plúmbeos, siendo admirables los efectos que alcanzó esta engañifa. Algunos párrafos de este Libro del fundamento de la Iglesia son tan esclarecedores como casi enternecedores. Para muestra, un botón:
 
"Dijo Pedro [a la Virgen María, sobre los designios de Dios]: Señora, muestra, muéstranos cual es la más excelente criatura Suya. Dijo: Los árabes y su lengua. Y dígoos que los árabes son de las más excelentes naciones y su lengua de las más excelentes lenguas. Eligióles Dios para la victoria de su ley dirigente y su Evangelio glorioso y de su Iglesia fiel, santa, en el tiempo venidero".
 
Fuese por ignorancia (algo tan común en la época y tan propio de la bigardía monástica), o por complicidad de algunos jerarcas próximos a la máxima autoridad de la Iglesia, el caso es que los Libros Plúmbeos fueron tenidos durante mucho tiempo como verdaderos, si bien las contradicciones detectadas entre el dogma católico y lo revelado en aquellas láminas, primorosamente inscritas a macillo y cincel, se contemplaban como un problema de transcripción y traducción, no como elementos doctrinales opuestos al inamovible credo de los más celosos guardianes de la pureza de la fe.
 
Lo que queda hoy
 
Lo peor de todo aquel enredo fue que la autoridad eclesiástica de la época aprovechó el enorme fervor popular despertado por la aparición de los Libros para erigir la abadía sacromontana. En ella se veneraron -y se veneran al día de hoy -, los restos de san Cecilio y sus compañeros de martirio, reliquias de muy dudoso origen, y en aras de lo desvelado en los escritos plúmbeos se organizó el sagrado Camino del Sacromonte, con estaciones penitenciales en las que los creyentes oraban hasta el éxtasis, produciéndose, a decir de los cronistas, muchas conversiones, arrepentimientos y prodigios. Todo aquel aluvión de fe y patriotismo granadino, la enorme euforia bajo la que se edificó la abadía, tenían por basamento, en su mismo origen, una monumental impostura. Esta circunstancia marcó hasta siglos después, ya descubierto el engaño, el cariz de las relaciones entre la ciudad y la institución. Se rechazaban los Libros pero no la autenticidad de las reliquias y restos de los mártires, es decir: todo se fundó sobre mentiras y verdades remezcladas. Los sucesivos abades del Sacromonte intentaron por todos los medios, algunos no muy legítimos, dar credibilidad y legitimidad a su santa casa, tarea que les ocupaba tanto tiempo y afanes que llegaron a perennizarse en la vida pública de la ciudad, siempre bajo sospecha de que sus opiniones y nuevos aportes de pruebas sobre lo auténticamente sacro del lugar pudieran ser, de nuevo, elementos tergiversados.
 
Decía Óscar Wilde que si alguien dice siempre la verdad, tarde o temprano acabará por ser descubierto, y eso fue lo que le sucedió a Alonso del Castillo. Intentaba decir su media verdad (la otra mitad era un embuste más grande que las cimas de Sierra nevada), argumentarla, probarla a base de objetos tangibles, de plomo nada menos, para llegar a una verdad rotunda y trascendente, la necesaria búsqueda de la concordia entre los seres humanos por medio de las religiones, o a pesar de las religiones, que los unan en vez de confrontarlos, y en tal camino extravió el norte de su entusiasmo para entrar en la historia como un pillo sin escrúpulos que intentó engañar a la vieja cristianía española y convertirla mediante su patraña, mutas mutandis, a la fe islámica. Los Libros Plúmbeos acabaron recluidos en la biblioteca del Vaticano, y los moriscos de Granada, unos pocos años después, encontraron el destino que tanto temían: el destierro definitivo. Habrían de pasar casi dos siglos para que otro fabuloso impostor, Juan de Flores, prebendado de la catedral experto en excavaciones, en connivencia y apremiado por los canónigos del Sacromonte, tanto el abad don Luis Francisco de Viana y Bustos como el principal de aquella institución, don Cristóbal Conde, urdiera similares patrañas con ánimo de reivindicar la autenticidad de los Libros Plúmbeos, en contra de la repulsa de la Iglesia manifestada en la Bula de Inocencio XI (1682). Fue otro desesperado intento por conferir autoridad espiritual y legitimidad histórica a la propia existencia de la abadía. Estas falsificaciones, conjuntamente con el celebérrimo y pintoresco Evangelio de Bernabé, componen la trilogía de fábulas con que el imaginario popular granadino ha intentado refundar el antiguo espíritu cristiano en un territorio que, lo cierto ante todo, no supo ni quiso saber de la Biblia hasta la Edad Moderna.

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