Crónicas de la Oclocracia (y III)

Lenguaje zarrapastroso

Quizá vayamos hacia una pobre koiné de dos mil palabras más otros tantos iconos de teléfono móvil.

Compartir en:

En el año noventa y seis, Mario Vargas Llosa entró en la Real Academia Española con un discurso dedicado a Azorín. Se inspiraba en parte en uno de los más bonitos artículos de Ortega: Azorín, primores de lo vulgar.

Escribía tan bien Ortega, aparte de lo que dijese, que en una de sus inteligentes extravagancias, un enemigo político suyo, buen escritor, cristiano y marxista, es decir, mal cristiano y mal marxista, o sea, Bergamín, sostenía que si en el cielo no se podía leer la prosa de Ortega no valía la pena ir a él. Puede.

Azorín sostiene –los clásicos siempre están vivos, los muy canallas–, que en el lenguaje, el matiz lo es todo.

En el lenguaje, decía Azorín, el matiz lo es todo

En la línea de Josep Pla, que decía tirarse horas para encontrar el adjetivo que encajaba, el exacto, el necesario.

Pero claro está que con el magisterio estético y lingüístico que la mimada plebe va imponiendo en la superestructura, por decirlo marxistamente, los autores nombrados más arriba tienen muy poco que hacer o decir a nuestras empoderadas –antes se decía rampantes– hordas ignaras.

Ni siquiera me refiero al pobre y basto lenguaje que se estila en los programas televisados sobre vidas y milagros de urracas y buitres varios, todos tan analfabetos como codiciosos y sin escrúpulos. Ésos se definen por sí solos, sin mayor comentario. Pero crean escuela.

Hablo del empobrecimiento del lenguaje cotidiano, en todas las capas de la sociedad, en lo cualitativo y en lo cuantitativo. Quizá vayamos hacia una pobre koiné de dos mil palabras más otros tantos iconos de teléfono móvil o juegos en pantallas. Por supuesto, olvidémonos entonces de la precisión, de la belleza de la lengua, del estilo, y de paso, ojo, de ese matiz individual y único de cada uno de nosotros.

El uso del lenguaje grosero, de todas las palabras ofensivas o blasfemas posibles, se ha extendido de manera asombrosa a todas las capas de la sociedad, a la literatura también, faltaría más, y se toma como signo de llaneza y sinceridad lo que antes se reservaba para gente soez, ocasiones extremas y sobre todo a los hombres. Se habla de llaneza y no es más que vulgaridad. Ahora, las chicas, qué bien, en su equiparación de nivel, han accedido por fin a zonas previamente de sucia exclusividad masculina. Parece que mancharse la boca con bastezas es también un signo de igualdad. Escuchen ustedes a cualquier reunión de mujeres y no digamos muchachas, incluso de colegio de pago, o sobre todo de colegio de pago. Una delicia. Igualdad en palabritas que antes casi monopolizábamos los hombres, tal que fumar y la conducción agresiva. Quizá es el precio de la libertad. Puede. Una mijita caro.

Sin olvidar la degeneración del uso cotidiano, comenzando por el extendido tuteo, cosa que hace poco comentaba muy agudamente Jesús Laínz en este periódico. Parejamente se degrada la cortesía, indicaba el autor, ese lubricante tan eficaz y necesario en la jungla diaria. Los franceses mantienen bastante el vous ante el toi, aunque no sé últimamente, porque con el virus hace que no asomo por allí. Los ingleses, por su parte, han mantenido el you general desde hace unos cuatro siglos, pero impepinablemente colocan un sir, o madam, tras cada frase, cuando la ocasión y distancia lo requiere.

La verdad que a mí también me fastidia que un camarero, tatuado o no, una línea aérea o de otros transportes me tutee, cosa que no por extendida resulta menos incómoda, por no hablar de que una banquera norteña supermillonaria pero que vive de mis dineros, que yo no de los suyos –no se olvide–, me tutee a través de la pantalla del cajero, o del probo oficinista joven de ese mismo banco al que a veces hay que pararle amablemente los pies y recordarle que aún no hemos almorzado juntos ni compartimos habitación. De todos modos, el tuteo como simplificación del lenguaje por abajo, está ya en anuncios comerciales y gubernativos. Sobre todo gubernativos, qué esperaban ustedes, con estos mimbres que nos pastorean. Claro que, para eso, lo que le pasó a la hija de un amigo escritor, juez ella, cuando en uno de los juicios el acusado la tuteó de entrada al contestar, a lo que la magistrada le indicó: Háblame de usted. Sorprendido, el ciudadano le respondió Pues de mí te estoy hablando. ¿No? Me cuenta mi amigo que entonces le cayó un buen chorreo al tipo en cuestión. Y no quiero olvidar el choque el otro día en el parlamento andaluz, porque a la presidente la llamaron justamente presidente, en vez de presidenta. Y se enfadó, oye. No sabe la bien pagada chica que el participio presente en español, usado como sustantivo, es común para los dos sexos, a no ser que ella diga la lactanta, la estudianta y la escribienta, claro…

Pero yo creo que ni por ésas.

Asombra también lo rápidamente que nos hemos hecho al Telegram o al Whatsapp, cómo utilizamos los iconitos, algunos tan graciosos, para contestar o preguntar. Admito yo también su uso. Pero creo importante ser consciente de que estamos utilizando no el lenguaje en sí, sino una sublengua, reducida, simplona, sin los matices, no ya azorinianos, sino los que hacen distinto y único el lenguaje de cada uno de nosotros, el que nos detecta y nos individualiza. Ésa es la diferencia. Vale usar los iconos por la prisa, el humor o lo que sea, pero no perdamos de vista que es un sublenguaje pobre como él solo, donde no hay tonalidades de voz, adjetivos más o menos bien o mal colocados en un orden u otro, construcciones que reflejen la complejidad de un interior nuestro que sin duda irá atrofiándose de no usarse, aborregándose, de no personalizarlo por encima de monigotitos simpáticos.

Por el lado contrario, en lo tocante a las redundancias, la LOGSE hizo de las suyas colocando definiciones novedosas a conceptos que ya existían, pero que al resultar nombrados de otra forma semejaban distintos, y sobre todo mostraban como necesario el cambio de denominación, y por ende, la necesidad de dicho corpus legislativo, cuyas ventajas ya disfrutamos sobradamente. Sin comentarios.

Luego, en la cotidianeidad, reiteraciones y chirriantes perífrasis y paráfrasis asoman cada vez más y más descaradas en cualquier discurso oficial o privado. Por ejemplo, cuántas veces oímos: Es por eso por lo que… en vez de decir Por eso…, o no digamos del innecesarísimo lo que es el… Ejemplo genial el otro día, un honrado capataz, en mi calle, advirtiendo sobre el movimiento de la pluma de una grúa: ¡Eh, tío, que le vas a dar a lo que es el cable! Y hace poco, en la aseguradora de mi coche, al informar sobre un arañazo, la pizpireta oficinista me decía que ya había aperturado el parte. Hace tiempo, en una tienda, me indicaron también que acababan de aperturar. Por lo visto, abrir es vulgar. ¿Y qué se me dice cuando los entendidos de cine, y cursis –no es incompatible–, hablan de haber visionado una película? El lector y yo vemos una película. Ellos la visionan, un respeto. Aunque peor lo tienen en Francia en eso, lo que confirma que en todas partes cuecen habas: el otro día leía visualiser respecto a un artículo –en Le Figaro, no crean–, en vez de poner lire o voir. Monosílabos desplazados por un tetrasílabo, contra una de las normas áureas del lenguaje sobre decir lo máximo con lo mínimo.

La invasión de términos extranjeros, sobre todo británicos, es otro de los aspectos no sólo de memez integral sino ya de colonialismo descarado. No hay resúmenes sino abstracts, no se reciben artículos sino papers, ni reuniones sino meetings, ni descansos en ellos sino coffee-breaks. y tantas y tantas cosas que el lector conoce y sufre tan bien o mejor que yo.

En fin, úsense solecismos y barbarismos en el léxico, anacolutos y faltas de concordancia en la sintaxis, y sobre todo, tutéese a todo el mundo y utilícense palabras gruesas, muy gruesas, en todo momento, no vayan a pensar que somos unos pacatos reprimidos, o unos fachas, por usar el mantra abominable. No nos pase como a unos ciudadanos que allí arriba me aseguraban que en vasco no había tacos, y tenían que cogerlos del guarrete castellano, pues. Un honor, presumían. Casi me pegan cuando les comenté que ello era más bien pobreza del lenguaje, represión de costumbres y miedo reverencial a la escatología y a la Iglesia… Pero a lo mejor hacían bien.

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

Comentarios

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar