Luis María Anson y el Corán

Cálcese, don Luis, unas babuchas, envuelva su piadosa cabeza en un turbante, asome, es un decir, por Afganistán y dígales que se lean bien el libro por excelencia

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Entre la muy vergonzosa y suicida oleada de buenismo que viene a sacudir nuestra sociedad cada vez que ocurre un atentado islamista, podemos recordar las comprensivas declaraciones del simpatiquísimo papa Francisco con motivo de la matanza de la revista satírica francesa Charlie Hebdo, y últimamente las del obispo García Magán, presidente de la conferencia episcopal, pidiendo que “no se eche más leña al fuego” ni “caer en demagogias”, con referencia al asesinato –perdón, “fallecimiento”, según la mendaz nota sanchista– del sacristán algecireño y otras víctimas de menor cuantía.

Pero nos faltaba un ideólogo, en este caso, híbrido entre la teología pedestre y la más sorprendente ignorancia respecto a la condición humana. Y ese ha venido a ser Luis María Anson, hace unos días, descubriéndonos los aspectos espirituales, hondos, comprensivos y caritativos del Corán. Se deshace el periodista-teólogo en alabanzas sobre una obra escrita que él sitúa como benéfica normativa de la cual se han desviado en algunos lugares unas pocas mentes fanatizadas que en realidad no constituyen amenaza de fuste.

Don Luis María Anson ha descubierto los aspectos espirituales, hondos, comprensivos y caritativos del Corán

A estas alturas de su vida y de la historia en general, el pío y sesudo académico debería haber caído en la cuenta de que del mejor texto se pueden derivar acciones execrables, que el infierno está empedrado de buenas intenciones, y que, sobre todo, por sus obras los conoceréis, como decía alguien.

Siguiendo el mismo e ingenuo proceso, hemos de ver en las constituciones de la extinta URSS y de las autodenominadas democracias populares una mirífica y noble concepción de la sociedad que quedó una mijita desvirtuada por la deleznable y circunstancial conducta de algunos dirigentes, a ratos. La Constitución de la república de China debe de ser otro canto a la igualdad, la justicia y la equidad de lo que, a lo mejor, el pueblo Uigur, por musulmán que sea, tiene algo que decir.


En su día, los Estados Pontificios, verdadero coágulo geográfico y político que atascó mientras pudo la unidad de Italia, se regían teóricamente por los muy caritativos preceptos evangélicos, lo que no impidió que el Vaticano fuese, en su momento, el gobierno más nepotista, oscuro, corrupto y cruel de toda la península italiana.

Por acercarnos a nuestra querida España –perdón, este país–, yo le sugeriría a nuestro cándido periodista que se leyera las 57 páginas de la reciente Ley de Memoria Democrática. Como ya he comentado antes en otro artículo de este periódico, en todo el cuerpo de la ley no aparecen una sola vez las palabras Frente Popular, anarquismo, socialismo o comunismo. Y, sin embargo, son la amalgama política que ha propiciado dicho empellón legislativo: bajo el redentor llanto por los muertos, desaparecidos y luchadores antifranquistas no hay otra cosa que reivindicar las ideologías que acabaron provocando la guerra y la revolución que buscaban y perdieron. Cualquier Anson bienintencionado o simplemente lelo pensaría, ante el articulado, que está muy bien eso de ser bueno, de hacer justicia al desvalido, de enseñar al que no sabe y corregir al que yerra. Y, sin embargo, qué grado de inquina, frustración, hipocresía y rencor destila esa norma que quiere no ya retorcer el pasado a su gusto, sino conducir nuestras opiniones, nuestro pensamiento y nuestros actos en la dirección que sus creadores han perpetrado, a fin de construir un futuro a su antojo y provecho.

Resumiendo, y en el tema que nos ocupa, espere usted, señor Anson, a que los creyentes de ese libro que usted encomia sean el 51 por ciento en España. Verá la lectura del Corán que se le va a venir encima a un país donde ya no estaremos usted ni yo, pero sí nuestros descendientes, a los que tenemos el deber de informar, prevenir y educar en la libertad y la crítica, lejos de asociar pecado y delito y de que sea el clero quien dicte la norma de convivencia cotidiana.

Así que, para hacer boca, cálcese, don Luis, unas babuchas, envuelva su piadosa cabeza en un turbante, asome, es un decir, por Afganistán y dígales que se lean bien el libro por excelencia, hombre, que lo están haciendo bastante mal, sobre todo con las chicas. A renglón seguido, si sale vivo, reúna a sunníes y chiíes y convénzales de que el Corán es bueno y Alá es uno y único, y que basta ya de despedazarse entre sí desde hace catorce siglos con más denuedo casi que el que emplean en eliminarnos a los idólatras o a los que tenemos dudas sobre tantas cosas.

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