El concepto nos es conocido desde la épica y la tragedia antigua. Sucede cuando un personaje importante de la obra se da a conocer en su ser real, quitándose el disfraz, la máscara o la careta que llevaba. A veces, simplemente haciendo ver quién es y deshaciendo el equívoco que había mantenido en el error a los demás personajes de la obra. La Odisea de Homero es quizá el ejemplo antiguo más bello y conocido; en Edipo tenemos otro caso, y en la modernidad se puede pensar en Shakespeare, en cuyo Rey Lear hay varios descubrimientos de ésos, llenos de emoción y de altísimo nivel literario, para variar. Recuerde de todos modos el lector que Cervantes tiene en su Quijote varias situaciones en esa línea. La anagnórisis es en la literatura, y en el teatro, sobre todo, un recurso ingenioso a la par de eficaz, y suele contar con la anuencia del espectador o lector, por lo general avisado del engaño, que lo es tan sólo para los demás personajes de la obra. Ello da una especie de omnisciencia a quien ve o lee el texto, y esa tensión a la espera del reconocimiento, con sus consecuencias, añade emoción y contención a la creación literaria de turno.
En política, la anagnórisis tiene y ha tenido dos líneas de resolución. Y es cuando un ser en apariencia mediocre o anodino se revela como triunfante e indiscutible caudillo. La historia está llena de esos conocidos ejemplos, y en la española más cercana podríamos hablar de auténticos líderes populares que las circunstancias convirtieron en grandes jefes. Y me refiero a todos los bandos en liza, desde la guerra de la independencia, las guerras carlistas y la por ahora última guerra civil, tanto en la tropa franquista como en el ejército republicano.
La otra vertiente es por desgracia la que más de lleno nos toca en estos días, y es cuando un político recibe de la ciudadanía el encargo de dirigir los destinos de la nación, aunque se haya encaramado al poder por vías oscuras para propios y ajenos, sobre todo para propios.
La anagnórisis de nuestro actual amado líder ha ido manifestándose paulatina pero firmemente, desde que lo auparon a la presidencia del Gobierno. En nuestro caso, toda España, espectadora y a la vez protagonista de la tragedia —o tragicomedia, si prefieren— comprueba la mutación que sesga el ritmo del personaje, las premisas de su conducta y lo que, distorsionando el lenguaje, podríamos llamar ideología.
Descubrí el otro día una de las claves del éxito sanchista, en un delicioso libro, el de las conversaciones de Goethe con Johann Peter Eckermann, que fue su secretario e hizo el compendio. Hablando sobre Napoleón, apuntaba Eckermann el excepcional poder de seducción que debió de tener Napoleón para que todos los hombres se pusieran de inmediato a sus órdenes y se dejasen llevar por él. Entonces Goethe responde que ello no es así, que su poder de atracción residía en que esos hombres estaban seguros de conseguir bajo Napoleón, y sólo con Napoleón, los fines que se habían propuesto. Y que por ese instinto se le adherían, como se adhieren a quien les infunde similar creencia, porque nadie sirve a otro porque sí, sino porque sabe o cree que sirviéndolo se sirve a sí mismo. Añade Goethe que Napoleón conocía perfectamente a los hombres y sabía sacar de sus debilidades el partido conveniente.
Aceptado el goethiano punto de vista sobre el genial sicópata francés, resulta fácil aplicarlo al nuestro, no tan genial, pero con indudable capacidad para rodearse de una harka que atisba, huele, nota que sólo con un ser como él van a conseguir lo que con alguien de principios más rigurosos no hubieran conseguido. Olfatean además que la ocasión es única, que son en su mayoría una panda de mediocres grandilocuentes que perderán el estatus en cuanto las tornas cambien. De ahí también todos sus esfuerzos en convertir en perenne una situación que políticamente debiera de ser transitoria, cual la política es. No. Ellos, hatajo de medianías encumbradas a ministerios, secretarías, subsecretarías y demás, pretenden fosilizar una situación que les favorece, aun a costa de distorsionar todos los principios de la política, de la ética, de la calidad humana, de la eficacia, del bien de su país, en suma.
Todo eso lo sabe Sánchez, que puede ser, es, perverso, pero nada tonto. Ha ido descubriéndose, desmintiéndose, rectificándose sin tasa. Su anagnórisis ha ido y va acompañada de una manada de medianías que se lo deben todo, que saben que sin él andarían en oficios menestrales, el que llegara a ello. Todo eso lo sabe el amado líder, porque el apego a los cargos se ejerce de manera directamente proporcional a la miseria humana y sobre todo económica que supondría perderlos. El mediocre es fiel por la cuenta que le trae. Quien lo alimenta lo sabe. Y quien aquí alimenta, va descubriendo su verdadera catadura gracias a esas fidelidades perrunas, en una anagnórisis trágica y ruinosa para todos los espectadores.
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