La sombra del reino (The Kingdom, Peter Berg, 2007) es una película de aventuras moderna. Pero al mismo tiempo es una película con pesados sedimentos políticos. Siendo más ejemplificador: es la misión de un nuevo Equipo-A (cuatro miembros del FBI) en una tierra lejana, de costumbres peculiares, y donde la población –buena y amiga de los americanos– sufre el azote de una banda terrorista. ¿Irlanda, Córcega, el País Vasco? No: Arabia Saudí. Su retrato de la sociedad árabe es tan edulcorado, tan exageradamente amable, que no falta quien ha visto la mano del dinero saudí tras la producción de la película. Polémica servida.
Debbie Schlussel, en una excelente crítica, “Arabia Saudí compra Hollywood”, ha puesto sobre el tapete algunos hechos de La sombra del reino que, sencillamente, son inverosímiles, por no decir falaces. La misma autora afirma estar investigando una posible financiación saudí de la película, habida cuenta de la imagen tan favorable de este país, y sus habitantes, en el largo. Evidentemente, remito al lector interesado a analizar cada uno de los argumentos de Schlussel: el asombro que le produce ver a un negro dando órdenes en Arabia Saudí, y chantajeando al embajador en Washington; a una mujer con la cabellera al aire, pantalón militar y una camiseta, campando a sus anchas por Riad; a un judío con sellos de Israel en su pasaporte al que no le ponen ninguna traba para entrar en el país… No me centraré en estos aspectos tan obvios, sino en tres elementos que pueden no llamar la atención, pero que resaltan una entente cordiale americano-saudí clarísimos: la música, la mujer y la constitución de los grupos.
La música
La música, prohibida en el Reino de Arabia Saudí, es básica en el film. En dos momentos clave hace acto de presencia: aproximadamente a mitad del metraje y al final. Se trata de una música ambiental, un chill-out exótico, que escancia sus sonidos mientras el espectador contempla una Riad nocturna con todo el lujo de sus rascacielos, la exuberancia de un palacio principesco, o la mezcolanza de barrios populares con otros de gran modernidad. En la primera de las apariciones, alternando con estas tomas, vemos a una familia saudí (la del coronel Faris al-Ghazi (Ashraf Barhom), el “poli bueno”), amorosamente unida: el niño, la niña, la esposa adecuadamente velada, el suyûd del crepúsculo realizado en el hogar... La imagen última de este interludio es una media luna y un minarete en el cielo nocturno.
El segundo surgimiento de esta música “pacificadora” ocurre cuando la peripecia ha concluido y en montaje en paralelo (en retórica fílmica, esto equivale a una comparación literaria), se nos ofrece al grupo del FBI regresado a los Estados Unidos, y a un niño, nieto del líder terrorista asesinado por el mencionado comando en Arabia Saudí. En Washington, el jefe, Ronald Fleury (Jamie Foxx), responde a una pregunta formulada por uno de sus subalternos; en Riad, el niño responde a otra lanzada por su madre. La respuesta es idéntica en ambos: Los mataremos a todos. Síntesis radical, con el beneplácito de la música, de que los únicos buenos en el film son los saudíes, pues los estadounidenses y los terroristas sólo piensan en matar.
La mujer
Por su parte, mujeres sólo hay de dos tipos: si no es sumisa cónyuge, es un marimacho. La pasión amorosa queda reducida, por tanto, a la nada. En el film solamente aparecen niñas, madres, esposas y una cuidadora de parvulitos. Frente a ellas –las mujeres “bien” del discurso islámico– la forense Janet Mayes (Jennifer Garner). Forma parte del grupo de los hombres sin diferenciarse en nada de ellos. Es considerada una más, y es por completo irrelevante la menor referencia a su género: una camiseta, una ametralladora y la inexpresividad continua. Es la mujer rara, pues las normales llevan velo y están en casa (o cuidando niños). No hay cabida, por consiguiente, para una vivencia de la feminidad sin recurrir a los tópicos. Esta anormalidad de la figura de la mujer en La sombra del reino afianza la posibilidad de la “mano” musulmana por detrás.
Los grupos
El pueblo saudí está formado por la familia real y sus súbditos. Ellos se reconocen entre sí y se sienten orgullosos de amar a su patria y de servir a los príncipes. Es una sociedad homogénea, de musulmanes amigos de los americanos, de buenos niños, de principios excelentes.
Frente a ellos, el grupo del FBI está compuesto por un negro, un blanco, un judío y una mujer. Todos mezclados. En comparación con la población saudí (falseada, por supuesto), la estadounidense es un melting-pot racial y religioso. ¡Además, se atreve a mezclar los sexos!
Frente a este par de aliados, ¿qué son los terroristas? Un puñado de desalmados, que matan a americanos inocentes, pretenden tomar el poder en Arabia Saudí y hacen que las relaciones árabo-americanas se enrarezcan. El mensaje es unívoco: todo el país es homologable a los EEUU (neones, cafeterías, ejército de patriotas, familias unidas...), y una pequeña minoría lo ensombrece (sin olvidar el pequeño detalle de que unos y otros “los matarán a todos”).
No he querido a propósito entrar en la trama de la película, pues carece de importancia para los tres aspectos que he deseado mencionar, y fuera del toque orientalista, no se aleja en absoluto del esquema “asesinos matan pobre gente, polis buenos los persiguen”.
En síntesis, La sombra del reino es una especie de telefilm plano, de nuevos rambos, donde el único punto que podía atraer era el hecho de ambientarlo en Arabia Saudí, y de rodarlo allí. Pero nos encontramos con una película de tiros, maniquea y, para postre, desesperanzadora. Además de equiparar la sociedad saudí a las occidentales (cosa radicalmente falsa), iguala la violencia defensiva al ataque global de los terroristas islámicos. Una sensación extraña para una mala película.