Cuando en la década de los setenta comencé mi aprendizaje de la lengua inglesa, lo hice con un libro que todavía conservo. Era de tamaño un tanto superior al medio folio, de no muchas páginas, y con la cubierta en negro y rojo. Dentro, junto a explicaciones gramaticales y los ejercicios correspondientes, un niño y una niña iban dando a conocer a sus padres, su casa, sus amigos... Estos dos personajes, dibujados con gracia y que fueron mi primer contacto, a los once años, con la cultura de Inglaterra, se llamaban Peter y Molly. Tiempo después, al iniciarme en el alemán y el italiano, con otros métodos, los personajes continuaban con nombres extrañamente vulgares: Hans o Petra, y Paolo o Giuseppe. Y es que los nombres propios son, a pesar de su acostumbrada ausencia en los diccionarios, vocablos patrimoniales de cada lengua. Era bonito que un monigote de pelo rubio se presentara con un Ich heiβe Hans o que una señorita dijera sonriente Mi chiamo Teresa e abito a Roma. Se trataba de introducir al estudiante en un mundo cultural, cercano y nuevo, utilizando seres ficticios con los cuales pudiera mantener una relación casi afectiva. Y lo mismo ocurría con la lengua francesa... Comencé a aprenderla, de manera autodidacta, en la primera adolescencia. El método era un maletín de color gris con discos de vinilo de 45 revoluciones; y las voces y el argumento desprendían un encanto peculiar, una alegría infinita, distintiva de los años sesenta. Igual que en el resto, una familia, esta vez de París, salía de vacaciones por el Hexágono. Poco a poco, se sucedían frases a través de las cuales se aprendían estructuras sintácticas, formas morfológicas, léxico y, de refilón, algunas nociones de la cultura (comidas, ciudades, tradiciones...) de ese país. Pero estoy hablando del siglo pasado y quizá de escritos que rozan el extremismo...
Ayer abrí un libro de francés utilizado por los alumnos de primer curso de Enseñanza Secundaria en Valencia: Étoiles, de la casa británica Longman. La primera lección, siguiendo con lo normal, presenta a unos individuos que serán los compañeros de los niños a lo largo del curso. Pues bien, nunca más una familia Duval, un François, un Michel, una Véronique... El nombre de la francesa (sic) que los guiará en el dominio de la lengua es Saïda Ibrahim, de la castiza rama europea de los Ibrahim. Es un hecho que de golpe llama
Desde una crítica meramente lingüística, me basta con la patrimonialidad de los nombres propios. No es de recibo introducir, al hablar de francés y en francés, antropónimos como Muhammad o Saïda. Ya se hará cuando se estudie el árabe. Potenciemos las soluciones de cada lengua y olvidémonos del multiculturalismo. Saliéndome del ámbito lingüístico, no debemos preparar el terreno para nuestra anulación como pueblo. Parece mentira que Europa –o algunos de sus miembros– se dedique con tanta virulencia a borrar las huellas de su tradición. ¿Qué dirán, cuando hablen de religión? ¿Que el islam es la principal en Francia? ¿Que está tan arraigado como el catolicismo y por eso un personaje va a la iglesia y el otro a la mezquita? Se está confundiendo el respeto con la imposición, un país con otro, una nación con una gran superficie. Afortunadamente, somos muchos los que tenemos una idea precisa de Francia, ¿pero qué dirán mañana los niños de hoy?, ¿qué percepción de Europa se les transmite? ¿Quién quiere acabar con nosotros?