Epístola moral al rey Felipe

Considérelo, Majestad. Desobedezca al gobierno. Rompa la baraja. Preste voz a la voz de su conciencia. No firme esos indultos.

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Pasé el último fin de semana en Segovia dirigiendo un Encuentro Eleusino ‒o sea: filosófico, sapiencial, oracular y, en la medida de lo posible, iniciático‒ sobre la necesidad de releer a los clásicos como posible mecanismo de rescate para hacer frente al lío nacional, internacional e individual en el que nos ha sumido la pandemia. Tirando del Hilo de Oro era el título de ese encuentro, por alusión a una metáfora acuñada por Platón en Las Leyes, y en él, acogiéndonos a la autoridad del filósofo más importante de la historia y a las enseñanzas de la Paideia en el mundo helénico, salió a relucir una y otra vez la necesidad de que los protagonistas de la res pública cultiven la ejemplaridad. A ella dedicó en años muy recientes toda una tetralogía el filósofo español Javier Gomá. Sin ejemplaridad no hay autorictas posible y sin ella la política se convierte en lo que, por desgracia, ya ha llegado a ser, al menos entre nosotros: puro politiqueo, juego de tronos y de trileros, astucia, picardía, latrocinio, esgrima de intereses, timo, estafa, despilfarro, confiscación, apropiación de lo ajeno e intercambio de cromos en ese patio de colegio al que seguimos llamando, con cinismo, Parlamento.

Digo todo esto a cuento de la polémica desatada en torno al sensatísimo comentario de Isabel Díaz Ayuso sobre el difícil papel de nuestro Rey en la ciclogénesis de los indultos que ya se nos viene encima. Se preguntaba la presidente de la Comunidad de Madrid en el acto de Colón por la ominosa posibilidad, casi certeza, de que don Felipe, obligado por la literalidad de la Constitución, tenga que pasar por el aro de firmar y avalar, aunque lo haga cruzando los dedos, la despótica, antidemocrática, abyecta e incalificable decisión monclovita de indultar a un puñado de golpistas, culpables de rebelión, de sedición y de alta traición, poniendo de ese modo término, acaso definitivo, al vano sueño de que España sea un estado de derecho.

¡Oh, qué gran escándalo el suscitado por las palabras de Ayuso entre la práctica totalidad de los comentaristas políticos, de los periodistas, de los editorialistas, de los portavoces de los partidos y de los dirigentes de éstos, incluyendo, por supuesto, a los casadistas, a los arrimadistas, a los pablistas, a los sanchistas, a los revillistas, a los separatistas e incluso, aunque con matices, a los abascalistas! O sea: a casi todo el mundo, menos a la mayor parte de los españoles de a pie, entre los que me cuento.

 Cierto es, según parece, que Isabel Díaz Ayuso, acosada por los medios de comunicación y por los cobardicas cegatos e hipócritas de su propio partido, que ojalá deje de serlo pronto, ha reculado un poco, sólo un poco, pero eso no resta veracidad, acierto ni sentido de la oportunidad a lo que dijo en Colón. A mi juicio, claro.

Más importante que la ley, que cualquier ley, es el espíritu de esa ley. Ley es, por encima de cualquier otra ley, así sea la mismísima Constitución, lo que dictamina el Tribunal Supremo. Y hay una ley, propia, personal e intransferible, codificada por el Derecho Natural, que es la  ley de la conciencia. Ejemplar es el político y no digamos el monarca que la acata por encima de cualquier otra y acomoda su conducta a ella.

 Pondré un solo ejemplo, que por su paralelismo sienta, en este caso, un precedente... El rey Balduino de Bélgica renunció temporalmente a sus poderes el 3 de abril de 1990 para no firmar la ley del aborto que el gobierno de su país quería imponer, e impuso. Eso  es ejemplaridad, alto ejemplo de una testa coronada que anteponía la ley de su conciencia a la del sistema jurídico vigente en el ámbito de su corona. Y es por ese gesto, por ese beau geste, por ese hermoso gesto, por lo que el rey Balduino pasó a la historia y en ella sigue, a diferencia de los que le precedieron, de los que le han seguido y, probablemente, de los que le seguirán.

 Si don Felipe, aquí, hoy, ahora, en cuestión de días, hiciera algo similar, se negara a exculpar a los culpables de atentar contra la unidad de España, que es el palo mayor del frágil velero de nuestra Constitución, y acatase lo establecido por el Tribunal Supremo, incluso al precio de abdicar o, mejor aún, aunque no sé si eso es viable, pues no soy un leguleyo, de renunciar temporalmente a la titularidad de la corona, se convertiría en leyenda viva y, tras su muerte, que ojalá tarde decenas de años en llegar por su bien y por el bien de todos, pasaría a la historia como uno de los grandes reyes de la historia de España. 

No firme esos indultos. Se lo pido en nombre de millones de mis compatriotas y, por extraño que parezca, en el de la Constitución

 De sobra sé que esta columna mía es un brindis al sol que a nada conducirá y que sólo ásperas disidencias me valdrá, pero... Considérelo, Majestad. Desobedezca al gobierno. Rompa la baraja. Preste voz a la voz de su conciencia. No firme esos indultos. Se lo pido en nombre propio, en el de millones de mis compatriotas ‒estoy seguro‒ y, por extraño que parezca, en el de la Constitución.

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