No pretendo ser muy original al revelar que el gran Peret, padre de la rumba catalana, es uno de mis ídolos secretos. Comparto con muchos españoles esta misma filia indestructible. ¡Peret, su guitarra y sus palmeros sobre un escenario! ¿Qué más necesita un español para ser feliz? ¿Qué más que volver a escuchar La rumba del tracatrá, ese epítome supremo de la hispánico-mediterránea alegría de vivir?
Y es que resulta que, poniéndonos algo estupendos, aparte de disfrutar y bailar con ella, podemos también elevar la música de Peret a una categoría histórico-filosófica: el de una “alegría de vivir” que hoy atraviesa una tremenda crisis. Es la alegría rabelesiana que los franceses llaman joie de vivre, asociada a la luz del Midi y con toda una serie de evocaciones típicas: la vida en la calle, los mercadillos, el bullicio matinal, las plazas de abastos, las cajas de libros de ocasión en las puertas de las librerías, las flores en los alféizares y en las fachadas de los comercios, las cafeterías de barrio, la vida comunitaria: todo ello inconfundible signo revelador de que sentimos que la vida tiene sentido.
Un sentimiento que atraviesa hoy, como decía, una tremenda crisis. El invierno demográfico que padecemos y padeceremos pronto aún más es el síntoma de cierto estado del espíritu. En las épocas vulgarmente hedonistas y secretamente nihilistas, los seres humanos ya no quieren reproducirse. Todo tiempo decadente y finisecular ve nacer muy pocos hijos (véase el declinar demográfico del Imperio romano). En vano se aprobarán ayudas económicas más cuantiosas por cada nuevo vástago, como estímulo a la natalidad, cuando los hombres ya no se levantan por la mañana con ganas de comerse el mundo y con una irrefrenable alegría de vivir.
Esa alegría, claro, no es exclusivamente española: está, en medio de terribles sufrimientos, en el corazón de África (véase el vídeo viral de aquellos niños africanos bailando Ierusalema hace unos meses), está en la música cubana, está en Nápoles y los pueblos de la Costa Amalfitana, está a raudales en una canción como I’m outta love, de la gran y minusvalorada Anastacia, sonando en Kiss FM mientras conduces hacia la playa una mañana de verano, está en la pelea final de El hombre tranquilo, cuando un moribundo recupera la vitalidad y sale a la calle al escuchar el bullicio de los espectadores de la descomunal pelea pasando junto a su casa; y es también el disparatado caos total de El guateque (1968), con Peter Sellers braceando en una casa inundada de espuma. Ahora bien: con no ser, claro, exclusivamente española. La alegría de vivir que rezumaba por todos sus poros en la música de Peret tiene mucho que ver, sin duda, con el alma de lo español, que es algo mucho más profundo que la manida Riña a garrotazos.
Y es que, en efecto, en el extranjero se suele asociar a España con un sentimiento de alegría, con una afirmación del sentido de la vida y del mundo que no resulta tan fácil de encontrar en otras latitudes. Es el sentimiento de los Sanfermines descubierto por Hemingway, es la música de Manolo Escobar, es la vida de las terrazas y cafeterías mantenida abierta en Madrid por la obstinación de Díaz Ayuso. Es el gran y recordado Andrés Montes retransmitiendo con Juan Manuel López Iturriaga y Juan Domingo de la Cruz el Mundial de baloncesto de 2006 en Japón, y diciéndonos que, pese a todo, “la vida puede ser maravillosa”. Es la bandera de España, con su maravillosa combinación de dos franjas rojas (símbolo de la sangre, fluido vital) flanqueando una central amarilla (el brillo del sol veraniego, la alegría de vivir). Es el ¡Que viva España! De Manolo Escobar, esa otra gran figura musical española, con Peret, del tardofranquismo. Es la emoción de una tarde de toros y pasodobles. Es la alegría de cuando la gente todavía cantaba en la calle —hoy hemos dejado prácticamente de hacerlo—. Es todo eso tan poco europeo-nihilista y posmoderno que justificaba que, en efecto, Spain is different y por eso atraía tanto en la década de 1960 a un Orson Welles.
Frente al pesimismo metafísico septentrional que alcanza su cénit en Schopenhauer, frente a los rigores del protestantismo, frente al Weltschmerz romántico de los nórdicos, frente a las leyes eutanásicas belgas y holandesas, frente a la melancolía del cine de Bergman, existe en la Europa meridional toda una corriente de afirmación de la vida que posee unas raíces espirituales muy profundas. La ley de la entropía, de talante filosófico septentrional, nos aboca a un inevitable pesimismo. También lo hace, por cierto, el Nuevo Orden Mundial impulsado por la élite globalista sionista-anglosajona, que quiere convertir el mundo, según los deseos del luciferino Klaus Schwab, en una telaraña tecnológica donde los seres humanos seremos meros esclavos de una sociedad desprovista de toda auténtica alegría de vivir.
Hace mucho tiempo que los occidentales sentimos un profundo malestar. ¿Cómo recuperar la alegría de vivir que hemos perdido? Una buena idea, aportada desde España, podría ser volver a 1974 y combinar la vitalidad de Peret en Eurovisión (Canta y sé feliz) con la poesía intimista de una canción tan indeciblemente hermosa como Mercè, de la mallorquina María del Mar Bonet, de quien la Televisión Española de la época retransmitió por aquel entonces un magnífico concierto desde su tierra natal.
Una sociedad que conserva la alegría de vivir puede afrontar cualesquiera circunstancias a las que deba enfrentarse. Una sociedad que la ha perdido en vano intentará hacerlo por cualesquiera otros medios.
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