En 2016 los mecanismos del Sistema fallaron. Donald Trump fue en un principio bienvenido por la dirección demócrata; se le consideraba como un outsider en la campaña electoral que dividiría el voto de los republicanos, igual que Ross Perot hizo en los años 90. Sin embargo, el recién llegado fue capaz de barrer a sus oponentes y proclamarse candidato único. Pese a todo, la oligarquía yanqui pensó que la victoria de Hillary Rodham Clinton era segura y se presentó muy confiada al martes electoral para llevarse uno de los chascos más grandes de la historia de los Estados Unidos. La plutocracia tuvo que tascar el freno durante cuatro frustrantes años en los cuales Trump sólo desmontó una mínima parte de sus políticas y privilegios. En las últimas presidenciales ya no hubo elección. No se corrieron más riesgos.
La destrucción personal de Trump ha comenzado, incluso antes de que deje de ser presidente, con la intención de evitar una posible candidatura en 2024. Se le han retirado sus créditos y todas las grandes empresas internacionales han empezado a boicotear los negocios del todavía presidente de los Estados Unidos. Al mismo tiempo está en curso la purga de los congresistas que le han sido fieles. Por primera vez en la historia, las grandes empresas toman el poder y reprimen sin piedad a sus oponentes. Las Big Tech han proscrito el debate y desterrado de las Redes toda idea que no les sea afín. Los grandes bancos y las multinacionales retiran sus fondos a cualquier congresista o senador sospechoso de rebeldía. Todo pensamiento es criminal cuando se aparta un poco de una cada vez más estricta corrección política. Y, por supuesto, a estos liberals de Berkeley, de Yale, de Harvard, de Stanford, no se les frunce ni una ceja si sus contradictores son eliminados y perseguidos penalmente. Ellos son los buenos y se creen legitimados para extinguir, exterminar y acosar a los que no piensan igual. Éstos son los frutos de la supremacía moral de la izquierda: el pensamiento único y el linchamiento del disidente. Igual que Lenin, los Zuckerberg, Soros, Gates y demás Silicon Bullies se preguntan: “Libertad, ¿para qué?”. Ellos, que son tan listos y tienen tanto dinero, piensan por nosotros.
El problema que tienen los señoritos rojos de la superélite es que hay millones de personas que no aceptan el trágala de los oligarcas y que, con lo que está sucediendo estos días, se dan perfecta cuenta de que los políticos son simples instrumentos de los magnates y las corporaciones, quienes han tomado de verdad el poder, sin disimulo, sin tapujos, sin coartadas morales, de forma desnuda, obvia.
Ya nadie se puede llevar a engaño, en América mandan las grandes empresas, no los ciudadanos
Ya nadie se puede llevar a engaño, en América mandan las grandes empresas, no los ciudadanos… Y menos que nadie Biden, ese presidente gagá. Pero 75 millones de estadounidenses, la gran masa de la clase media y buena parte de la obrera no parecen dispuestos a dejarse avasallar impunemente. Si en algo se han mostrado generosos los legisladores demócratas es en su afán de revancha: quieren vengarse de la humillación del 2016. Después de ajustar cuentas con Trump y los dirigentes republicanos que le han sido fieles, llegará la hora del pueblo, de castigar a la masa de sus votantes, como ya ha exigido la izquierda yanqui.
¿Como domar a los deplorables? El Partido Demócrata es el enemigo natural del redneck, del empleado, del obrero, del pequeño industrial y de todo aquel hombre que es capaz de valerse por sí mismo, que no necesita del Estado ni de ayudas de nadie, salvo de su esfuerzo, para mantener su granja, su negocio, su almacén, su taller. Ése es el votante de Trump. Además, está armado y es profundamente religioso, familiar y firme en sus convicciones. El objetivo indisimulado de los Biden, Harris y Pelosi es acabar con este vendeano[1] de las Américas. Resulta paradójico que los defensores de una sociedad plural, los fanáticos del multiculturalismo, los relativistas académicos, no toleran la existencia de esta capa de la población y la quieren liquidar, como si se tratase de una especie de kulaks americanos. Les odian y les desprecian y no lo disimulan. En septiembre de 2016, en plena campaña electoral, Hillary Clinton les declaró la guerra y llamó a la mitad de los votantes de Trump (o sea, a 32 millones de americanos) basket of deplorables. ¡Vaya con los demócratas! ¿No eran tan amantes de la minorías, de las diferencias?
Acabar con setenta y cinco millones de americanos, domarlos, en definitiva, es algo mucho más difícil que apañar las elecciones internas del Partido Demócrata para quitar de en medio a Bernie Sanders o que movilizar su monopolio informativo y manipular las redes informáticas para darle la presidencia a Biden. Desde luego, la liquidación de Trump es un necesario primer paso. Hay que escarmentar al americano medio en cabeza ajena. Con esto se corre un riesgo, Trump combatiendo a los jueces de la horca en un show trial se puede convertir en un héroe y en un mártir. Tiene mucho más talento y muchísimo más sentido del espectáculo que sus mediocres inquisidores, que los Vyshinskii del establishment. Y los americanos simpatizan intuitivamente con el hombre solo, resuelto, que se enfrenta a los grandes poderes que le acosan, que es precisamente la impresión que nos producen estos acontecimientos de los últimos años. Quizá les convendría más sacarlo del país y desterrarlo en un cómodo exilio antes que arruinarlo y matarlo civilmente. Con los que no habrá tantas dudas es con los dirigentes sociales del llamado trumpismo, para los que ya se anuncia en los medios de comunicación americanos una persecución implacable. Es esencial acabar con todos aquellos que en un nivel local, regional o estatal se han significado con su apoyo al presidente Trump. Sin jefes, el rebaño será mucho más fácil de encerrar en los rediles del Sistema.
O votáis lo que se os manda o incendiamos las calles.
Pero a los 75 millones de deplorables hay que someterlos de otra forma. Intelectualmente ya se ha hecho de todo: se ha sembrado el odio a la cultura occidental, al cristianismo, a las tradiciones anglosajonas y a toda la herencia europea, por no hablar de la demonización de la memoria confederada. Basta con ver cómo los progresistas ejercieron su evidente monopolio de la violencia y cómo se regodearon hace unos meses con el derribo de estatuas y la quema de iglesias por los squadristi de Biden. Con ello les han dejado un mensaje bien claro a las clases medias americanas: o votáis lo que se os manda o incendiamos las calles. También en lo social se ha discriminado positivamente a los rednecks en todos los campos posibles, pero estas medidas resultan inútiles porque entre los deplorables hay pocos funcionarios y no dependen de los pesebres y comederos del Welfare State. Su mayor fortaleza reside en que son independientes, en que se valen por sí mismos, en que viven de su trabajo y de su iniciativa. Sin duda, lo que los Zuckerberg, Gates, Soros y compañía ordenarán a la administración Biden es que acaben con su independencia, que sometan a servidumbre al kulak de la América profunda. Este es el concepto clave: domar, someter, machacar a las clases medias americanas en lo que constituye su verdadero orgullo, su castillo: la propiedad privada de su modesto medio de producción, la continuidad de su negocio.
El muy oportuno virus de la muy oportuna pandemia es el mejor sistema para arruinar a este sector social.
El muy oportuno virus de la muy oportuna pandemia es el mejor sistema para arruinar a este sector social. Si se les impide el trabajo, se puede causar un desastre en el tejido empresarial americano, ruina que más tarde rematarán los impuestos salvajes del Estado y los créditos leoninos de la Banca, que acabarán por expropiar a las clases medias y dejarlas a merced de la sopa boba de las ayudas públicas.
A la Gran Expropiación habrá que unir un Gran Desarme, la liquidación del derecho de los americanos a portar armas, para lo que valdrá cualquier suceso especialmente salvaje de los que se suele producir uno al año. El desarme de la población puede servir además para una reforma de la Constitución en la que se añadirán de paso medidas que garanticen el cómodo disfrute del poder por los oligarcas. Inerme y empobrecido, el deplorable se convertirá en el ideal humano socialdemócrata: el hombre sin atributos, aculturado, sin criterio propio, sin iniciativa, que sólo puede prosperar con el apoyo del poder político y al que parasitará el politicastro que necesita expandir sus clientela a costa de la economía real.
El principal enemigo de la propiedad privada es el gran capitalismo global; su ideología es la socialdemocracia, porque los estados ya no son depositarios de la soberanía nacional, sino capataces de la élite planetaria, que quiere automatizar la vida humana y regular hasta el menor aspecto de la sociedad con la ayuda de Mamá–Estado y de su régimen homomatriarcal. Los magnates del globalismo son tan enemigos del hombre independiente, inconformista, con iniciativa, como los burócratas soviéticos. Y sin propiedad privada y sin la pequeña empresa no es posible la libertad. Un horizonte de esclavitud global se empieza a divisar desde las ventanas del Capitolio. Frente a este panorama ya no vale el gran mito fundador de los Estados Unidos, una democracia que ya no existe, que ha quedado completamente desprestigiada como sistema político con el amaño electoral de esta campaña, en la que no sólo el sospechoso conteo de los votos deja muchísimo que desear, sino que el monopolio de los medios por uno de los contendientes ha permitido el linchamiento de Trump por una prensa más totalitaria que nunca, que se dio el lujo de censurar a su Jefe del Estado y privarle del uso de la palabra. Ya nadie cree que el inquilino de la Casa Blanca es el hombre más poderoso del mundo, pues basta el capricho de un Zuckerberg para acallarlo. ¿Cómo puede haber ni una sombra de democracia cuando a la alternativa que no gusta a los amos, pero que representa a setenta y cinco millones de votantes, se le priva del acceso a los medios de comunicación?
El Partido Demócrata cree que ha llegado el momento de acabar con el redneck, de destruirlo socialmente, pues lleva ya varios decenios estigmatizándolo, por lo menos desde que se estrenó Deliverance (1972), una de las películas más racistas y denigratorias de la historia del cine, en la que no faltó ninguno de los estereotipos más odiosos del supremacismo progresista. Demonizado por las élites, la liquidación de este amplio grupo social contará con las bendiciones de todo el establishment, iglesias cristianas incluidas. Arrinconado y convertido en enemigo del pueblo por la plutocracia yanqui, al redneck ya no le dejan las élites otra opción que la de rebelarse o la de resignarse a ser un ciudadano de segunda en una América globalizada, hecha para servir de coto privado a los muy ricos. Los próximos años van a ser decisivos en la historia estadounidense; el Sistema ha saltado por los aires, dos concepciones incompatibles de la política se enfrentan a muerte: la de una democracia de clases medias nacionales o la de una oligarquía de multimillonarios. Patriotismo o globalismo. Sólo uno de los dos prevalecerá.
[1] ‘Vendeano’, natural de Vendée, la región francesa que se alzó contra los revolucionarios de 1789 y cuyos habitantes fueron salvajemente masacrados por decenas de miles en lo que constituyó el primer genocidio totalitario de la historia. (N. d. R.)
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