Lo primero que hará el presidente Biden a partir del día 20, en los primeros días de su mandato –que auguramos fugaz–, será enterrar el legado de Donald Trump. Se dará inmediatamente la vuelta a todas sus medidas, para volver en seguida a retomar el plácido y seguro camino de la revolución corporativa globalista que el neoyorquino había venido a turbar.
Nuestro querido El País, ese “diario de referencia/reverencia” del progresismo cuyo cadáver sostienen en muerte cerebral los bancos y el gobierno, lo expresa de un modo muy gráfico en su titular de primera del lunes: “Biden enterrará la era Trump con una avalancha de decretos”.
Esa es la idea, enterrar, damnatio memoriae, arrasar todo lo conseguido en estos cuatro años, sembrar de sal el terreno y, en lo posible, extirpar el nombre de Donald Trump de la memoria de América. No se dan cuenta de que el gran legado de Trump, su gran obra, su mayor contribución ha sido precisamente provocar todo esto, todo lo que ha ocurrido en la campaña electoral, todo lo que ha ocurrido y está ocurriendo desde las elecciones presidenciales.
Porque, seamos sinceros, fuera de una sobresaliente gestión económica, Trump no ha hecho prácticamente nada que vaya a sobrevivirle más allá de unos meses. No levantó el muro, no expulsó a los ilegales, no desmontó antifa o Black Lives Matter, no trajo a casa todas las tropas, no se salió de la OTAN, no metió mano a los monopolios tecnológicos que se están ocupando de su entierro. No, no, no, no.
Se salió del leonino Acuerdo de París sobre el clima y de la OMS, algo que revertirá Biden el primer día. Todo volverá al status quo ante, como en el epílogo de esas pelis de terror en un apacible pueblecito americano, que tras catástrofes paranormales para alimentar mil pesadillas, vuelve a ser un apacible pueblecito americano, con el pequeño Jimmy subiéndose al amarillo autobús escolar en la última escena.
Salvo que no, esta vez no. Gracias a lo que parte del komentariat ha denominado el Trump Derangement Syndrome –la enfermedad mental que hace espumear y perder la cabeza a los enemigos de Trump a la sola mención de su nombre–, los progresistas han descubierto sus cartas de golpe y la rana se ha dado cuenta de que la estaban cociendo.
Lo que es habitual en España –que cada vez que llega la izquierda al poder arrase lo poco que haya aprobado la derecha y nos administre dos tazas más de arroz–, no lo ha sido en la democracia continua más vieja de la tierra. Al otro lado del charco se jugaba con la ficción de la continuidad; el avance hacia el wokismo –la exacerbación de lo políticamente correcto– era gradual, sin sobresaltos, más en los medios, la academia y la cultura que en las instituciones, que iban dos pasitos por detrás.
Pero la reacción a Trump ha disipado por completo esa sensación de normalidad institucional. No hay manera humana de hacer creer a nadie que lo que estamos viviendo sea un traspaso de poderes normal, o que Estados Unidos siga siendo lo que siempre ha sido. Algo se ha roto, una ilusión, un espejismo, y no hay modo de volver a meter el genio en la botella.
Si me apuran, la situación es casi ideal, dadas las circunstancias. Todos se han quitado la careta, se ha hecho evidente el colegueo entre los poderes fácticos en sus intentos de dudosa limpieza por deshacerse de Trump, los trumpistas se han dado cuenta de golpe de que, pese a la incesante propaganda, no son cuatro gatos, al contrario y, sobre todo, los wokes han caído en el más estúpido y fatal de los errores: creer que sin Trump no hay trumpismo.
La fuerte personalidad de Trump, su estilo inimitable y el fanatismo personalista aparente en sus seguidores más leales han hecho pensar a muchos políticos y opinadores que Trump creó el trumpismo y que, muerto el perro, se acabó la rabia.
Pero Trump, necesario como iniciador y aglutinador del movimiento, es a estas alturas y desde hace ya algún tiempo más un obstáculo que un factor de verdadero cambio. Sus gestos de fanfarrón fueron útiles para llevar a la izquierda nacional e internacional al paroxismo y que se delataran, pero ya han superado su fecha de caducidad. Políticamente vivo –Trump 2024– es un estorbo; como mártir caído en la lucha desigual, como leyenda, es mucho más valioso.
Porque, respóndanme con el corazón en la mano: ¿tiene alguna mínima posibilidad el Partido Republicano de volver a su política bushiana de “invade el mundo/invita al mundo”? ¿Puede seguir el GOP cerrando los ojos a la inmigración ilegal masiva? ¿Puede seguir siendo una plataforma política ganadora sostener que el interés de las grandes empresas coincide con el interés de Estados Unidos? No, imposible. Ni siquiera una vuelta a Reagan y su “amanecer en América” es remotamente probable. Estamos en otra fase del juego, totalmente inexplorada.
El trumpismo –quizá no sea la palabra adecuada, pero eso es ya irrelevante– seguirá, se consolidará y, frente a las agresivas políticas de los demócratas, previsiblemente crecerá. Solo que ya no será en torno a un líder que, adorado por muchos, muchos otros encontraban abrasivo e irritante, poco “presidencial”.
© La Gaceta de la Iberoesfera
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