No hay país en cuya historia haya habido más golpes de Estado que en el nuestro. En el siglo XIX los llamaron pronunciamientos porque eran los generales quienes los daban. Ahora ya no, pero la costumbre sigue. Nuestra historia reciente transcurre entre dos de ellos: el que se produjo el 14 de abril del 31, cuando la Monarquía ganó las elecciones en el conjunto de la nación, aunque las perdiese en Madrid, y pasó mansamente los trastos de matar (nunca mejor dicho) a la República, y el que hace tres meses dio Pedro Sánchez cuando Rajoy le subrogó, con mansedumbre análoga a la de Alfonso XIII, el inquilinato de La Moncloa. El intruso, de momento, sigue en ella, pues no resulta fácil desalojar en Caconia a los okupas. En el ínterin hubo otros dos golpes, justificado el primero y arbitrario el segundo, el de Atocha, que sirvió el poder en bandeja de móviles –"¡Pásalo!"– a uno de los tres peores jefes de Gobierno de la democracia (completan esa lista Rajoy y Sánchez). El primero, que con sus luces y sus sombras era necesario, fue el del 18 de julio del 36. Esa asonada, sobre la que tanta tinta ha corrido, generó una larga y sangrienta Guerra Civil que habría sido mucho más corta y menos dañina si las Brigadas Internacionales, formadas por una pintoresca mescolanza de héroes, lunáticos y tontos útiles al servicio de Stalin, no hubiese inyectado testosterona en el Madrid de los paseos y de las checas, que estaba a punto de rendirse. Los golpes de Estado tienen ahora mala prensa, pero sin algunos de ellos la Historia universal sería distinta y, seguramente, peor de lo que es. Algunos, digo, no todos. El del 18 de julio contaba, como mínimo, con el respaldo de medio país –ningún observador ecuánime puede negarlo– y el Régimen que trajo consigo fue, tras poner coto a los excesos iniciales, menos pernicioso que el anterior. Rasca el alma pensar en lo que habría sido de aquesta terra (Espriu y Raimon) si el Frente Popular se hubiese encasquillado en el poder. El alzamiento del 18 de julio no lo fue contra la República, sino contra los extremistas totalitarios que se habían adueñado de ella. Hora es de desenmascarar y desmentir a los revanchistas que manipulan la historia pro domo sua y de espabilar e instruir a los jóvenes envenenados por la torticera propaganda de quienes quieren ganar ahora una guerra perdida sesenta años atrás con el fuego graneado de sus embustes y su sectarismo. Iniquitas consummata est.
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