Regresa Francisco Franco

"¡Es él! ¡Ha vuelto!"

Hay un poderoso rumor literario que subyace en toda la novela, una voluntad de estilo y recuperación de cierta forma de narrar, propia de los grandes maestros que escribieron y retrataron épocas pasadas.

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Sinceramente, cuando los animosos chicos de Ediciones Insólitas me propusieron leer, en prepublicación, la novela ¡Es él! ¡Ha vuelto!, pensé de inmediato que se trataría de una especie de réplica o diligente imitación de una fórmula de éxito: el que hace años tuvo la novela de Timur Vermes ¡Ha vuelto!, con un argumento de sobra conocido y desarrollado en dos versiones cinematográficas de la obra, la alemana y la italiana (Sono Tornato).

Tuve que cambiar de idea bien pronto, nada más adentrarme en esta novela cuyo elemento principal es una divagación —divertida, gamberra, tal como se afirma en los créditos de la obra—, sobre una conjetura distópica; para algunos de pesadilla y para otros de ensueño: la extraña fenomenología que acompaña al “resurgir” de un caballero anciano, extraordinariamente parecido a Francisco Franco, en un pueblo de la España profunda. Población de la que, tras el paso de algunos años, se convertirá en alcalde. Pues en efecto, Francisco Franco no fue un personaje carismático como Mussolini o Hitler, no fue un dirigente de masas ni líder de ningún movimiento político, ni gran orador ni personalidad arrolladora ni cosa que se le pareciera. Fue un hombre del común, militar por tradición familiar, a quien la historia colocó en unas alturas que no se correspondían ni con su forma de ser ni con su manera de estar en el mundo (bajito como era, después de todo, y, según sus enemigos, en muchos sentidos de la palabra). Desde que en 1938, en Salamanca, fue nombrado generalísimo de los ejércitos y jefe del Estado, la figura pública de Franco parece huir de sí misma para refugiarse en una atonalidad protocolaria: discursos los justos, y mejor “no meterse en política”.

Con esas mimbres, es complicado construir una novela cuyo personaje central debe dar la talla, tanto dramática como tragicómica. Franco se nos representa a los españoles —a todos, de cualquier edad y de todas las generaciones—, como un hombrecillo gris, tan comedido como implacable, que dirigía un Estado sombrío y una nación en blanco y negro. Ha tenido el autor de “¡Es él! ¡Ha vuelto!”, sin embargo, la virtud —el enorme acierto según mi modesto punto de vista—, de construir un personaje y unas situaciones muy acordes con ese espíritu sencillo de lo cotidiano, como menguado por lo ingenuo, de aquellos tiempos: a veces entrañable, a menudo un tanto naif sin caer en puerilidades ni cursilerías. Francisco Franco, reencarnado en don Teódulo Andrade Bahamonde, se presenta, en efecto, transfigurado en una especie de Pepe Isbert que, en otro imposible de la historia, hubiese protagonizado la película Amanece que no es poco (José Luis Cuerda, 1989). En un pueblo que no existe, en una España que nunca ha existido, con unas formas impensables en la vida política actual, don Teódulo se las ve y se las compone —y se las arregla como puede—, con los concejales de la aguerrida formación Unidos Todos y Todas Podremos Más o Menos —a más enredo, sus socios en la gobernanza municipal—; así como contemporiza con los socialistas del lugar y especialmente con su presidente honorífico, un viejo militante “de los de antes”, con quien tiene mucho que compartir y mucho que anhelar en bien de sus vecinos y por el futuro del pueblo donde ambos hacen su vida y se les reconoce como ancianos venerables.

Hay un poderoso rumor literario que subyace en toda la novela, una voluntad de estilo y recuperación de cierta forma de narrar, propia de los grandes maestros que escribieron y retrataron épocas pasadas —aquellas en blanco y negro a las que antes me refería—, como Martín Santos o Sánchez Ferlosio. Hay un homenaje, indudable, a Berlanga y su genial “Calabuch” en el final improbable, evocador y sorprendente de la novela. Hay, en definitiva, mucha carga sutil, en segundo plano, y referencia a los grandes de nuestra literatura y nuestro cine en este tratado venial, amable, “blanco”, sobre los pecados capitales de nuestra sociedad y de ese país al que algunos, todavía, llaman España.

Nos indica la editorial que “Víctor Aguirre” es el pseudónimo de un reconocido autor, al que no le apetece que, entre memorias históricas y otros fanatismos, le den la tabarra por haber escrito esta novela. Ha hecho bien en escabullirse según su buen entender. Yo tampoco habría publicado con mi nombre algo semejante. Ni siquiera lo habría escrito. Aunque, a una cosa me atrevo: a recomendarles esta novela. A poco sentido del humor que se tenga y con otro tanto de gusto por la narrativa literaria, se pasa un rato la mar de agradable. Todo ello muy de agradecer a este emboscado Víctor Aguirre que cualquier día nos sorprende desvelando su identidad. O no. Tampoco es asunto de grave importancia. Lo interesante, en verdad, es que la novela hable por él a sus lectores.


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