Entre los días 13 y 14 de febrero de 1945 —Martes de Carnaval y Miércoles de... Ceniza—, la ciudad alemana de Dresde fue destruida, hace ahora setenta y ocho años, por la aviación aliada; una innecesaria y salvaje acción que ordenó el propio Churchill. Todavía hoy se discute el número de víctimas, con la corrección política empeñada en disminuir al máximo la cantidad, no se vaya a poner en duda la primacía moral del atlantismo. Hay una serie de barbaridades en los estertores finales de la II Guerra Mundial que demuestran una evidente sed de sangre por parte de las democracias vencedoras, como el bombardeo brutal de Pforzheim, diez días después de Dresde, donde murió el treinta por ciento de la población. Los japoneses también sufrieron de manera atroz estas campañas de terror aéreo aliado, que incendiaron leves ciudades de madera y papel, como Tokio, y cuyos daños fueron aún más graves que los sufridos por las capitales alemanas. Como remate a su acción liberadora, el presidente Truman decidió liberar la energía atómica sobre el cuerpo inerme de Japón en Hiroshima y Nagasaki.
Y luego vino el napalm en Indochina, y las bombas sobre Bagdad, y el apocalipsis de Mosul, y... y... y...
Años después vendrán el napalm en Indochina, las bombas inteligentes sobre Bagdad, el censuradísimo apocalipsis de Mosul y un sinfín de localidades arrasadas desde el aire, sometidas a la vindicta americana y sin medios para poder defenderse de ella.
Aquí no vamos a discutir detalles técnicos ni históricos, sino concepciones políticas y hasta estéticas. La guerra aérea es la forma de combate americana. Aunque ideado por los británicos, el bombardeo estratégico es hoy monopolio de los Estados Unidos y su forma ideal de intervenir. América es su aviación. En ella, el imperio del dólar posee el equivalente de las legiones romanas y los tercios españoles. La lección más importante de 1945 fue que desde el aire la guerra cuesta menos muertos a quien lo domina: se pueden destrozar a muy bajo precio las redes de transporte, las viviendas, la alimentación y los servicios esenciales para la vida civil. Si a eso se le une un aliado, como la URSS en 1945, dispuesto a dejar varios millones de soldados en el campo de batalla para vencer al ejército enemigo frente a frente, la guerra resulta asequible, ya que los ataúdes los pone el socio. Además, el ataque aéreo tiene una índole muy técnica y aséptica: quien lo protagoniza –el piloto de un avión o los oficiales que activan o disparan un misil– no se manchan de sangre, no se implican en lo que sucede bajo la tormenta de fuego que desencadenan. Olímpicos, sus pájaros metálicos pasan a miles de metros por encima de los resplandores del Hades. Vuelven limpios a casa, como si no hubiesen matado a nadie. Para un país tan puritano e hipócrita como Estados Unidos, tan reacio al contacto físico, a contemplar de manera directa la enfermedad, la pobreza y la muerte, la guerra aérea es un velo que tapa los cadáveres y las ruinas a los ojos del televidente, un videojuego más.
Como los ingleses, los americanos se han caracterizado por ser muy ahorrativos con la sangre de sus ciudadanos y alegres derrochadores con la de sus aliados. Rusia ha conocido algo de esto en las dos guerras mundiales. Además, Hollywood explota maravillosamente bien sus hechos bélicos y los incrusta en el cerebro de los espectadores: ¿cuántas veces no hemos escuchado a los filisteos de turno decir que sin Normandía Europa no se hubiese sacudido nunca el dominio nazi? Sin embargo, es justo al revés: Stalingrado, Kursk, la Operación Bagratión..., es en Rusia donde se desangra Alemania. Basta con un simple dato: el soldado de la Wehrmacht que combatía a los anglosajones se consideraba afortunado, poco menos que de permiso. Adonde nadie quería ir era al Frente del Este.
La guerra aérea es muy americana, muy calvinista y muy burguesa. No pretende la destrucción del ejército enemigo ni de su industria, sino de sus transportes y de los medios de vida de la población, actúa como un usurero que poco a poco ahoga a su víctima. En buena medida, esto se debe a su visión economicista del mundo, que desprecia el valor militar y va a lo práctico. Un país no puede funcionar sin víveres, carreteras, energía ni ferrocarriles. Que el precio de esa estrategia sea la muerte de civiles no combatientes por centenas de millares poco importa. Todavía nadie ha tipificado el delito de genocidio aéreo.
Por otro lado, el ejército yanqui de tierra no es lo que se dice una fuerza ejemplar, pese a todas las películas que nos inundan con sus hazañas bélicas. En Corea, en Vietnam, en Afganistán, no ha sabido sostener una guerra contra un enemigo resuelto, al que los bombardeos no le dañan demasiado, debido a su atraso económico y a su voluntad de morir por una causa. Al final de la Segunda Guerra Mundial, su pésimo desempeño contrastó con la eficacia soviética: los yanquis avanzaban medrosamente por Francia mientras los rusos cubrían distancias inmensas en un par de semanas. El ejército americano es estupendo en acciones que requieren una enorme potencia de fuego y una acción fulminante, pero carece de las virtudes de constancia y autosacrificio de los ejércitos clásicos: sirve para matar, pero no para morir.
Los bombardeos crean el caos. Y en eso los Estados Unidos son unos magníficos artífices: allá donde intervienen no vuelve a crecer la hierba, como en Vietnam y Camboya –¿se acuerda alguien del régimen de Lon Nol, cuya ineptitud y corrupción, pagada por Kissinger, puso el triunfo en bandeja a los khmeres rojos?–, por no hablar del Oriente Próximo de las primaveras árabes o de ese Afganistán que se iba a democratizar en 2001. Bajo los americanos y su tecnología, el mundo se ha vuelto mucho más inseguro que cuando británicos y franceses imperaban a golpe de mapa, cañonera y bayoneta.
Todos salen ganando, menos los cobayas de la democratización
Quizás por ese empeño en hacer la guerra desde el cielo y no bajar a tierra firme con la firme intención de quedarse. La forma en que Estados Unidos ejecuta ahora sus guerras recuerda más a una expedición de saqueo que a una construcción imperial. América arrasa un país y luego se retira, dejando una estela de corrupción y guerra civil. El resultado del conflicto es lo de menos: Washington ha hecho gasto, ha lanzado unos cuantos misiles, ha probado su fuerza aérea in anima vili y ha pagado a sus proveedores unos suculentos contratos de armamento, que son los que sacan la economía yanqui adelante. Todos salen ganando, menos los cobayas de la democratización, la gente que vive y muere en el suelo.
América reina en los cielos y vuela sobre la tierra como un voluble huracán de fuego.
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