Son de pueblo como el pilón donde tiraban a los forasteros y los mariquitas en las fiestas patronales; cerriles como fray Gerundio de Campazas, que predicaba el infierno a quienes no le soltasen óbolo y perdices; son antiguos como los cuplés de la Fornarina y cutres como los cabarets del Paralelo. Y lo peor de todo: son lerdos como aquella amiga independentista que mantenía, muy convencida, que “Federico Jiménez Losantos odia a los catalanes porque los milicianos le metieron un tiro en la pierna durante la guerra civil española” (sic).
No ven, no escuchan, no abren la boca más que para repetir como loros las mentiras y majaderías con que los amos del cortijo los han embaucado durante decenios. Tan contentos, tan felices en el rebaño.
Por eso no han entendido nada, porque les molesta la verdad de la historia y la realidad del presente. Prefieren vivir en una burbuja de leyendas inventadas por cuatro políticos deshonestos, creen de la pe a la pa el cuento para niños que les están contando porque les han prometido que son los protagonistas de ese cuento, y les hace ilusión; pueril felicidad sin duda, pero estimulante para cualquier alma cándida. Su patriotismo pequeño, de provincias, sin sustancia y narcótico, es el refugio infantil que les protege de la historia y de sí mismos, esa inanidad satisfecha e inocua sobre la que están seguros de poder construir una nación a partir del 1 de octubre.
No han entendido nada.
No comprenden que la soberanía del pueblo español y la unidad territorial de España no es un invento de cuatro fascistas —de eso les han convencido —, sino el resultado de siglos de lucha contra las tinieblas medievales y el despotismo dinástico de las grandes casas reales europeas. No entienden que España se fraguó como nación en el campo de batalla, con el sacrificio y la sangre —y la vida —, de muchos miles de hombres y mujeres dispuestos a darlo todo por el avance de la historia y la dignidad de su patria. Claro que no lo comprenden ni lo aceptan, porque no han entendido nada y porque su patria soñada es tan cortita, tan de casa de muñecas, que ni se les ocurre pensar que para alcanzar algo remotamente parecido a una patria verdadera es necesario darlo todo: sacrificio, sangre y vida.
Nunca van a entender que España no es Castilla y sus leyes antiguas, ni Andalucía expandida en alardes sentimentales, ni Aragón y su imperio mediterráneo, ni Vasconia y aquellos marinos de Pasajes, Sestao y Bermeo que dieron siete veces la vuelta al mundo, conquistaron tierras en los cinco continentes, dominaron el Atlántico y pusieron al océano Pacífico el sobrenombre de “Lago Español”. No lo han entendido: España, hoy, es la plasmación concreta, instaurada por la dialéctica de la historia, de una trayectoria secular y una tradición política marcadas por la voluntad de ser nación. Una nación grande en el concierto de las grandes naciones.
España, aunque no lo hayan entendido —porque no han entendido nada —, está forjada toda ella, región por región, provincia por provincia y pueblo a pueblo, por la herencia espiritual de los reinos cristianos en lucha por la supremacía frente al islam, por el anhelo progresista y antiabsolutista de las Cortes de Cádiz, la fusión cultural con el criollismo americano que levantó veinte naciones en América, el sudor proletario de las revueltas sociales del siglo veinte, el trabajo de seis generaciones que levantaron nuestra sociedad tras el desastre de la guerra civil y, sobre todo en las últimas décadas, la generosidad de cuantos decidieron, un buen año, cerrar las heridas de aquel enfrentamiento entre hermanos y dotarnos de unas leyes para todos, donde todos —incluso ellos, los separatistas —, pudieran vivir en libertad y concordia, sin avasallar los derechos de nadie y sin que los derechos de nadie avasallasen a los demás. Ese es nuestra marco legal, nuestra patria, la única posible: la construida cada día por ciudadanos libres que libremente ejercen su soberanía sobre el territorio empapado con el sudor y la sangre de todos, eso a lo que ellos llaman despectivamente, “Espanya”, distinguiéndola para nombrarla aparte de su patria-ficción “Catalunya”
Jamás van a entender que una nación no se construye a fecha fija y hora acordada, por referéndum, por muy legal y muy multitudinario que pudiese llegar a ser. No, compatriotas de Cataluña: una nación se construye día y día y tras centurias de lucha, con la fuerza del trabajo y la fuerza de las armas. Aunque esto último no sólo no lo van a entender, sino que les parecerá horrible. Los catalanes, dicen, son cultos y pacifistas. Cierto, lo son porque la historia ha sido mimosa con ellos y los ha apartado, casi protegido, de los grandes conflictos que llenaron de sufrimiento a todos los demás en el último siglo. Podrían recordar y hacer memoria —les presupongo gente capaz de utilizar la memoria o acudir a los libros de historia—; recordar por ejemplo cómo, mientras España entera se deshacía en una horrenda guerra civil, mientras en Madrid se resistía y combatía palmo a palmo, hombre a hombre, y caían las bombas y morían los hijos de España en ambos bandos, ellos, en su idílica, pacifista Cataluña, vivían unas largas vacaciones republicanas; y su Generalitat mataba el tiempo asesinando a los afectos del bando franquista, los desafectos a la barbarie frentepopulista y, de paso, a todos los anarquistas, poumistas y gente de mal conformar que querían hacer la revolución. Ellos, para no desentonar con esa tradición desleal hacia el mismo pueblo que siempre los ha apoyado e incluso defendido armas en mano, y siempre los ha considerado parte de “los nuestros”, celebran la memoria de un traidor a la República Española que aprovechó el desbarajuste de la guerra para proclamar la República Catalana e intentar negociar por su cuenta una rendición honrosa. A los milicianos de Madrid y a los del frente levantino, que les dieran plomo. Así de gallardos, valientes y honestos han sido siempre los dirigentes independentistas.
Ni que decir tiene que la República, esa que tanto reivindican y tanto anhelan en su futuro, metió en la cárcel a aquel marrullero charlatán en cuestión de horas. Pero esa verdad incómoda no les interesa. Mejor la inopia. Mejor así: sin enterarse de nada.
Desde luego que no han entendido nada. Una patria no se levanta sobre la base de una traición. Ni de una mentira, o de muchas mentiras. Ni de un discurso ni de muchos discursos. Una patria se levanta con hechos, con realidades; y sus hechos no van sobrados de decoro, precisamente. Si el independentismo catalán es patriótico, la puñalada de Bruto a Julio César fue un accidente doméstico, un traspiés sin importancia.
No han entendido nada. Invocan sus “derechos históricos”, pero son tan burdos y mezquinos en la visión de esa historia que celebran cada 11 de septiembre la lucha del pueblo de Barcelona por “la libertad de toda España” frente al bando anglo-francés, en una guerra de secesión que involucró a Europa y llegó hasta América, donde era conocida como “la guerra de Italia”. Están tan complacidos en su amnesia voluntaria que cada 11 de septiembre homenajean a un abogado que ese mismo día, allá por 1714, peleó hasta las doce y media, recibió una herida en una pierna, regresó a su casa de Sant Boi, se curó y ejerció su profesión hasta los ochenta años de edad. Ese es su Gran Mártir del 11 de septiembre: un abogado español que luchó por el bando de los Austrias en “la guerra de Italia” y después se ganó estupendamente la vida defendiendo a sus clientes ante los tribunales de justicia.
No han entendido que los derechos de los pueblos, o mejor dicho, de los ciudadanos, no provienen de la historia sino de las leyes y las constituciones. No entienden que alegar “derechos históricos” significa suplantar los derechos de los vivos y cambiarlos por los derechos de los muertos. Nunca van a entender que, si descendemos a la tontuna de dar cauce a los “derechos históricos”, la historia dice que Cataluña, hoy y desde hace muchos siglos, es territorio español; y que España, por tanto, tiene más derecho que nadie. Eso es un hecho. Lo demás son opiniones.
Y una patria no se construye con opiniones.
Seguro: no han entendido aún, ni lo van a entender nunca, que una patria se erige a lo largo de tiempo y tiempo con sangre, sudor y armas. Y los independentistas catalanes son expertos en dar la tabarra, ese mérito nadie se lo niega; pero de sangre, sudor y armas, poquito.
No han entendido que una patria se construye mirando hacia el futuro con hambre de ser, y ellos quieren alzarla con la vista fija en una arcadia parroquial dieciochesca; o peor aún, apoyándose en el modelo maduro-coreano que entusiasma a los revolucionarios de flequillo batasuno. Son lo peor de la historia, lo más melancólico y aburrido, el paso atrás, el rencor contra los señoritos de ciudad de Paco Martínez Soria, tocado con barretina en vez de con boina; son el odio del arriero a la gasolina, el lamento del barrio chino derrotado por la Barcelona olímpica.
Son de pena y de dar mucha pena.
Y este discurso me ha salido muy repolludo y un poco subido de pólvora, pero es que estoy hasta el cogote de tanta tontería y tanto cateto con ideas.