A finales del pasado julio, Pablo Iglesias, en un momento del bronco enfrentamiento que mantuvo con Pedro Sánchez durante el debate de investidura, vaticinó al actual presidente del Gobierno que, si no era investido entonces, tal vez ya no lo fuera nunca. Todavía no sabemos si esta predicción se llegará a cumplir; pero creo que, basándonos en el curso de los acontecimientos que tenemos ante nuestros ojos, ya es posible efectuar algunas apreciaciones para, sin necesidad de asomarse a ninguna bola de cristal, adelantar, aunque sólo sea un poco, lo que nos va a deparar, en el ámbito político de nuestra patria, el más inminente futuro.
Desde su aparición bajo los auspicios de Susana Díaz (“este chico no sirve, pero nos sirve”) y sus primeros tiempos de oposición a Rajoy, siempre pensé que Pedro Sánchez era un tipo curioso que tenía un papel importante que cumplir en la tragicomedia de la política española. Por eso no me cuadraba en absoluto que pareciese expulsado para siempre del escenario tras ser defenestrado como secretario general del PSOE; y cuando, contra todo pronóstico, consiguió retornar triunfante a su despacho de Ferraz, me pareció que ocurría lo que necesariamente tenía que ocurrir. Prosiguió el curso de la tragicomedia y finalmente Sánchez cumplió la misión a la que estaba llamado: lograr expulsar, por sorpresa y vía moción de censura, a un Rajoy que hasta poco antes parecía inatacable, sólidamente instalado en el poder para una legislatura más.
Sin embargo, no concluía ahí la sorprendente función de Sánchez en el devenir político y metapolítico de nuestro país. Pedro Sánchez, hombre romo, sin talento y sin encanto, y con una pétrea rocosidad de fajador como cualidad más destacable, tenía que actuar como catalizador para la tanto tiempo paralizada eclosión política de Vox. Nótese aquí que el referéndum del 1.º de octubre de 2017 en Cataluña no fue todavía —contra lo que tal vez cabía esperar— el gran momento para la detonación de Vox, sino el momento estelar de un Ciudadanos brillantemente liderado por Inés Arrimadas y que ganó, aunque inútilmente, las elecciones catalanas de diciembre de 2017. Vox no da su primer gran aldabonazo hasta las elecciones andaluzas de diciembre de 2018, y creo que nunca lo habría dado, o no de tal manera, si al efecto del tema catalán no se hubiese sumado el anuncio de Pedro Sánchez, realizado ya en el verano de 2018, desde muy pronto tras su acceso a La Moncloa, de que pretendía sacar a Franco del Valle de los Caídos. Pedro Sánchez, débil presidente con sus simples 84 escaños en el Congreso, necesitaba cargarse de una aureola de prestigio casi mitológico en el ámbito de la izquierda con vistas a unas futuras elecciones que seguramente iban a llegar muy pronto; y nada mejor para conseguirlo que atreverse a remover la tumba de Franco: algo en lo que Felipe González nunca pensó y con lo que Zapatero fantaseó en el plano estrictamente hipotético, sin atreverse nunca a dar un paso todavía entonces percibido como sacrílego, de tan imprevisibles consecuencias y de tan gigantesco calado.
Dado que Sánchez sabía que no disponía de mucho tiempo, se apresuró a acelerar los trámites, incluidas decisiones político-jurídicas de lo más tosco y que manifestaban la escasísima sutileza, tanto intelectual como moral, de un Pedro Sánchez que, entre tanto, había nombrado a José Luis Tezanos —juez y parte interesada— como director del CIS. Había que sacar a Franco del Valle como fuese, y para ello se utilizaron, casi siempre torticeramente, todos los abundantes mecanismos del poder; pero Sánchez no se daba cuenta de que, obrando de este modo, involuntariamente activaba nuestro particular efecto mariposa: de manera que Vox alcanzaba por fin, a finales de 2018, una masa crítica de apoyo popular que nunca antes había conseguido desde que Santiago Abascal abandonase el confortable calor del PP para salir a la intemperie, fundar Vox y, megáfono en mano, lanzarse por las plazas de España a difundir un mensaje que durante años alcanzó un muy limitado eco.
Luego llegaron las elecciones generales de abril de 2019, en las que Vox pareció pinchar, dadas las desmesuradas expectativas previas. Para julio de 2019, cuando se desarrolló la fallida sesión de investidura, Vox, antes león rugiente, ya parecía un gatito peleón que no asustaba a nadie, relegado al más lejano gallinero del hemiciclo. Pedro Sánchez, despectivo hacia Abascal hasta pisar francamente el terreno de la mala educación, le auguraba, sin mirarle y casi sin dirigirse directamente a él, que, en unas posibles nuevas elecciones, los 24 diputados a lo mejor se convertían en 14. Bueno, quién sabe. Entonces parecía realmente que podía ser así, dado el retroceso en votos de Vox en las elecciones europeas. Entre tanto, las encuestas sonreían al PSOE; pero las encuestas se han convertido hoy en un instrumento de pronóstico tan falible y volátil…
Llegó por fin septiembre, la convocatoria de nuevos comicios y los primeros sondeos electorales, que predecían el ascenso del PSOE en detrimento de un Pablo Iglesias que, por lo que se ve, no supera el nivel estratégico de Juego de Tronos. En cuanto a Vox, primero se le asignó un descenso más o menos leve -en beneficio del PP- para, ahora, verse escribir por ahí que sus resultados “son un misterio”. Es decir, que ni los analistas más acérrimos de la izquierda se atreven ya a pronosticar que Vox vaya a bajar con toda seguridad… porque, al menos en privado, admiten que igual sucede todo lo contrario.
Así las cosas, ha llegado el éxito arrollador de Vistalegre II y el igualmente arrollador índice de audiencia del paso de Santiago Abascal por El hormiguero de Pablo Motos, que le hizo una entrevista francamente hostil, nada complaciente. Más de cuatro millones de espectadores, casi el record histórico del programa. Existía, y existe, una enorme curiosidad por escuchar al único líder político español actual que se sale de los caminos trillados y dice algo realmente interesante. Desde luego, aún no sabemos hasta qué punto esa expectación se traducirá en un mayor apoyo electoral el 10 de noviembre; pero creo que ya casi se puede asegurar, sin temor a equivocarse, que como mínimo Vox va a mantener sus 24 escaños actuales.
Mucho va a influir en lo que finalmente suceda, creo, el debate electoral con los cinco candidatos previo a las elecciones, en el que —todos lo sabemos— la presencia de Santiago Abascal va a suscitar un interés extraordinario. Ahí —¡ay!— ni Onda Cero, ni la Cadena Ser, ni la Sexta, ni tampoco otros muchos medios podrán hacer lo que han venido haciendo desde que Vox está en el Congreso: tapar todo lo posible las intervenciones de Abascal en la tribuna de oradores. Se ve a la legua que tienen miedo, mucho miedo, de que la gente lo escuche.
No sé si Santiago Abascal será alguna vez presidente del Gobierno Lo que sí sé es que Abascal es lo más parecido que tenemos en España a un líder tan sensacional como Vladimir Putin.
Pedro Sánchez tenía una función histórica que cumplir en el drama oculto de la política española: provocar la merecida caída de Rajoy y propiciar involuntariamente el ascenso de Abascal, quien, antes o después, me parece que está llamado a desempeñar un papel crucial, de un tipo o de otro, en el devenir político de nuestro país. No me extrañaría nada que ese papel tuviese mucho que ver con el eclipse político de Pedro Sánchez, que, en mi opinión, tiene que llegar más pronto que tarde.
No sé si Santiago Abascal será alguna vez presidente del Gobierno (¿se atrevería Pablo Casado a nombrarlo ministro del Interior, o a Macarena Olona, de Justicia, o a Sánchez del Real, de Fomento?). Lo que sí sé es que Abascal es lo más parecido que tenemos en España a un líder tan sensacional como Vladimir Putin, de quien los medios de comunicación occidentales desinforman con un ahínco realmente increíble.
Nos tememos que se aproximan en el mundo tiempos extremadamente difíciles en los que, al timón de las naves de los Estados, van a hacer falta capitanes valerosos e intrépidos como nunca antes. Ojalá nosotros, en la persona de Abascal o de algún otro —pero, ¿quién?— tengamos al nuestro.
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