Hubiera sido harto improbable pero no imposible: imagine por un momento el lector que la Berbería fuese un lugar próspero, y Europa un albañal económico, tras la ruina de su sistema político y por ende económico y social. Pateras de italianos franceses y españoles tratarían de arribar y quizá arribarían a las costas norteafricanas, mientras colectivos de esos mismos europeos instalados allí quizá formarían tozudos guetos en las ciudades sarracenas más boyantes, insistiendo en repetir los esquemas religiosos y humanos que paradójicamente les habían centrifugado de su fracasada sociedad. Sería, repito, difícil de pensar, pero no imposible. Entonces, España, que por carambolas de la historia conservaría las Canarias y los enclaves de Ceuta y Melilla, se plantearía —en su calidad de país africano marginal— entrar en la archihipotética Unión Norteafricana de Comercio, que desde sus siglas en árabe repartiría seguridad y más o menos equilibraría la riqueza entre las naciones que formaban parte de ella por el mero hecho de compartir toda o parte de su geografía.
Lo que se conoce por Turquía europea es poco más grande que la provincia de Badajoz, por si no se había caído en ello, mientras que la llamada península de Anatolia que ocupan los otomanos abarca lo que España e Italia juntas. Pues bien, con la excusa de ese retazo a este lado del Bósforo, pretenden los súbditos de la Sublime Puerta no ya ser un país europeo, sino pertenecer de lleno a instituciones fruto de arduos trabajos y de condiciones políticas bastante alejadas del concepto teocrático que suele regir en los países que practican la amorosa fe del profeta por antonomasia.
Nos saltaremos la terrible argumentación de la persistente conquista a sangre y fuego de Europa Oriental y la tenaz destrucción de Bizancio, así como las sanguinarias luchas de emancipación del pueblo griego y demás compañeros balcánicos y del Cáucaso para conseguir la independencia del benéfico manto del sultán de turno. Al fin y al cabo, eso viene a ser como la Europa colonialista, que también llevó la felicidad a múltiples lugares del mundo a cambio de saquearles innumerable riquezas.
Pero no debemos saltarnos que Turquía tiene cerca de mil kilómetros de frontera con lugares tales como Siria, Irak e Irán, con quienes comparte la misma fe, por más que con sutiles diferencias que luego provocan escabechinas como hace no mucho la guerra entre Irán e Irak, y que ahora tienen partido en dos al Yemen, entre las facciones sunnitas y chiítas. Que la grieta en la fe venga de hace mil trescientos años parece asunto baladí. Y que, como ya decía Voltaire, toda guerra es en el fondo económica, tampoco es cosa nueva ni de tratar aquí.
La realidad es que los devotos de los países nombrados, limítrofes con Turquía, profesan una religión que, sutilezas aparte, constituye su verdadera patria. Para bien y para mal, porque no deja de ser admirable que una teología común, basada en lo indemostrable e invisible, como Dios manda, aúne bajo un mismo idioma a gentes nacidas en muy distintas latitudes pero ceñidas a un similar concepto expansivo e implacable de convencer a los demás de que están en el error, y que de él hay que sacarlos, por las buenas o por las malas. Al tener una misma fe como auténtica nación, no sé si alguien duda de que el piadoso turco de a pie apoyará, como ya ha apoyado, al hermano sirio, iraquí e iraní —a éste un poco menos— en su misión en nuestro continente europeo que permite todo tipo de cultos dentro de sus fronteras, en honor a la libertad de pensamiento que ha ayudado a dicho continente a llegar a la prosperidad y a la flexibilidad política, social y económica que le caracteriza, con toditos sus defectos. Por más que sea justo esa permisividad la que últimamente está permitiendo la aparición de comunidades cerradas a dicha libertad de expresión, y no sea fácil luchar contra ellas de manera eficaz sin caer paradójicamente en contradicción con esos principios que formaron a Europa. Quizá el lector habrá leído algo últimamente sobre algunos atentadillos y no pocos muertecitos, por parte de devotos que disfrutaban de unas condiciones de vida y prosperidad que ni por asomo tenían sus padres o abuelos cuando llegaron a Europa, o incluso ellos mismos en cuanto han puesto pie en estas tierras. Asombroso, ¿verdad?, aunque no tanto si indagamos un poco en el rencor, la envidia, la frustración y la ignorancia que forman parte del inventario humano y que se ve son tan fáciles de fomentar en cierto tipo de individuos con determinada ideología religiosa. Porque no se oye mucho del terrorismo budista, del sintoísta, del episcopaliano, del copto, del amish, del brahamanista, o del sij, pongo por caso.
Turquía incrustada políticamente en Europa supondría entonces un inmenso refuerzo a la entrada de todo tipo de radicalismo religioso islámico. Hay que ser un infiltrado canalla o un ignorante imbécil para dudarlo. Sobre todo, como ya se indica, para gentes cuyo verdadero país es la religión, cual se ha visto ya en múltiples ocasiones, sin preocuparse de humanas minucias tales como pasaportes, fronteras o color de la piel o los ojos. A propósito de las intenciones de la nación referida, véase la última hazaña de Erdogán respecto a Santa Sofía, quizá para celebrar ese oxímoron llamado Alianza de Civilizaciones, que tuvo que ser fruto del ofidio que teníamos en España en su momento como presidente, y que ha sido quien más odios y rencores innecesarios ha renovado en la hidra ibérica desde el principio de la transición. En el campo de la política exterior, no podía esperarse la acuñación de otro concepto que uniese de manera tan estúpida y siniestra, sin nombrarlos, conceptos religiosos que desde su nacimiento deben su existencia al no existir del otro. Lo de Santa Sofía es su postrer fruto. No será el último.
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