Ser nepalí nonagenario en una aldea de Madanpur y llevar toda la vida viendo pasar por delante de casa la pertinaz peregrinación de mamarrachos, saltabalates y colgados con que Occidente nos tortura desde que a un irresponsable neozelandés, con perdón por la redundancia, se le ocurrió la parida de escalar el pico más alto de estos lugares, donde ni cabras hay que balen, y malditamente nos puso de moda, y salir a la puerta y gritar a los andarines gaznápiros: "¡Hijos de puta! ¿Nunca vais a cansaros de dar la chapa?"; y como ellos ni caso, insistir yo muy arriscado: "Primero fueron los viajeros ingleses, con sus termos para el té y sus prismáticos de la armada, después los hippies que llegaban sin ducharse desde el año que nevó en Ceuta, colocados de maría como quien respira y alucinando con ácido como quien comulga, y ahora, así se hunda Babilonia,
Estos tumultos senderistas de finde y escalada como quien va a mear a Eurodisney
estos tumultos senderistas de finde y escalada como quien va a mear a Eurodisney y de paso pone la montaña perdida de basura y mierda propiamente dicha", y ellos erre que erre, de uno en uno y dos en dos hasta cien mil cuesta arriba, riendo de pan y torta y embutidos en sus prendas de Decatlon de barrio, "No le hagáis caso, pobre viejo, ¿qué sabrá él?", y yo duplicarles el anatema: "¿Qué sabré yo, pringados de la vida? ¿Qué sabré? ¡Será Qué No Sabré!". Señor, dame paciencia.
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