Regresa hoy a nuestras páginas Antonio Martínez, uno de nuestros más apreciados colaboradores. Lo hace desplegando --a propósito de la próxima desaparición de la enseñanza de la Filoso´fia en Estepaís-- esos análisis suyos, diáfanos como la luz, cuya desaparición --por razones personales, más que justificadas-- tantos lectores nos han dicho lamentar. Esperemos que, aunque sólo pueda ser esporádicamente, sigamos recibiendo nuevos artículos suyos.
Si no lo remedia una enmienda de última hora en el Senado —y no parece que tal cosa vaya a suceder—, a partir de la LOMCE la asignatura de Historia de la Filosofía, tradicionalmente obligatoria en el Bachillerato, se convertirá en una optativa más entre otras muchas, lo que conducirá a su conversión en algo exótico y testimonial, como lo es hoy ya, por ejemplo, el Griego; y, a medio plazo, a su práctica desaparición.
Los profesores de Filosofía, mis colegas y compañeros, salen en tromba contra el ministro Wert echando mano de los argumentos por todos conocidos: que si neoliberalismo rampante, que si las humanidades estorban como fuente de pensamiento crítico contra el Sistema, etc., etc. Sin embargo, lo que me temo que nunca dirán es que la asignatura de Historia de la Filosofía, tal y como se imparte desde hace largos años en España, es de lo más irracional y antifilosófico que imaginarse pueda. Y que este estado de cosas ha contado con la aquiescencia, o al menos con la pasividad tácitamente aprobatoria, de todos esos sedicentes paladines del “pensamiento crítico”.
Hablo desde mi experiencia como profesor de Filosofía en Murcia, pero la situación afecta a todos los territorios del país, con leves matices aquí y allá. En la práctica, la “Historia de la Filosofía” que se imparte a nuestros aspirantes a bachilleres se reduce a un estudio pseudo-universitario de una serie de autores de los que luego puede caer un texto en Selectividad. No se trata de un verdadero comentario de texto —algo de hacer lo cual nuestros estudiantes son totalmente incapaces—, sino de una semi-imitación de comentario bajo la cual se encubre, en realidad, la contestación a una serie de preguntas de un temario mal planteado, amputado de mala manera y escandalosamente insuficiente. El alumno de 2.º de Bachillerato es adiestrado more pavloviano, a lo Skinner, para que, cual bien aleccionada cabra de circo, pase con éxito el aro de la temida Selectividad. De un verdadero conocimiento de la Historia de la Filosofía, de un curso que merezca tal nombre, de un aprendizaje efectivo de la terminología filosófica clásica relacionada con esta materia, de una inserción de todo ello en el tronco común de las Humanidades y en el tráfago de los problemas y fenómenos contemporáneos, puedo asegurarle al lector que no hay nada de nada en absoluto.
Y, sin embargo, siempre me ha parecido que mis compañeros pensaban que daba igual: el caso era seguir disponiendo del calorcito de esa asignatura en 2.º de Bachillerato, seguir poder explicando a Descartes, a Hume o a Kant como han hecho toda la vida. ¿Que la asignatura es irracional, que —seamos sinceros—, tal como está ahora mismo, no aporta nada de gran valor a la cultura general de los alumnos, que éstos quemarán los apuntes de Historia de la Filosofía tras el examen con el mismo gozo indecible con que lo harán con todos los demás, antes del primer macro-botellón del verano? Nada, tonterías, molestas consideraciones que no merece la pena pararse a analizar.
Hace un par de años, en una reunión de profesores de Filosofía celebrada en Murcia, tomé extemporáneamente la palabra —no había otro modo de hacerlo— y, en términos más diplomáticos, expuse tesis similares a las que aquí estoy expresando. Por supuesto, nadie me hizo el más mínimo caso. Mi intención no era incomodar a nadie ni “crear mal ambiente”, sino defender una asignatura a la que me temía que alguna vez, como al cerdo del refrán, le podía llegar su San Martín.
Y San Martín ha llegado —vaya que si ha llegado— de la mano del antipático y provocador ministro Wert, que no cuenta con simpatía alguna de mi parte. Ahora bien: tampoco la siento hacia esos mis compañeros de profesión a los que ahora se les llena la boca con indignados lamentos, pero que no han querido ver que lo que estamos impartiendo no es un curso de Historia de la Filosofía completo y vivo, sino una horrible deformación de tal cosa, un engendro de ínfulas pseudo-universitarias y de eficacia formativa nula.
Podemos despotricar contra Wert, podemos acordarnos de los artículos en prensa de Rodríguez Adrados y Fernando Savater, incluso podemos decir eso tan ridículo que se ha inventado algún colega mío: “¿Quién teme a la Filosofía?”, como si el Sistema quisiera suprimir nuestras asignaturas “por miedo a la rebeldía que generan, al pensamiento independiente y crítico que fomentan”. ¿De verdad hay alguien que se crea esto? Nos quieren suprimir porque nos perciben como inútiles, como un lastre anacrónico del que se puede prescindir. Y, tal y como nosotros mismos hemos contribuido a que estén las cosas, debemos confesar que no les falta algo de razón.
Historia de la Filosofía, sí; pero no este ridículo curso de Historia de la Filosofía que hoy tenemos, parido en su día por algún catedrático universitario pagado de su huera ciencia. Cuando una asignatura se fosiliza, cuando incurre en el manierismo de los iniciados, cuando se encapsula solipsistamente y se aburguesa, sólo es cuestión de tiempo que llegue un día el verdugo encorbatado que, Boletín Oficial del Estado en mano, la expulse a un rincón marginal en el dédalo de los planes de estudio, en beneficio de materias de apariencia más juvenil, dinámica y práctica.
Wert, el despiadado ejecutor de una sentencia dictada por la fría eficiencia del análisis coste-beneficio. Los autoproclamados “defensores de la Filosofía”, los cómplices inconfesables de una muerte anunciada.