“El pueblo no existe”, decía en abril 2018 Robert Habeck, el líder de los Verdes alemanes. Y añadía: “la noción de traición al pueblo es un concepto nazi, una expresión perniciosa hecha para dividir y estigmatizar”. Algunos meses más tarde –en noviembre 2018– la Canciller Angela Merkel declaraba “el pueblo es el conjunto de la gente que vive de forma durable en un país, no un grupo de gente que se autodefine como tal”. Al referirse a los dos pactos de Naciones Unidas que habían sido recientemente suscritos por Alemania –los Pactos Globales sobre Migraciones y Refugiados– señalaba Merkel: “hay políticos que, porque ellos representan al pueblo, se creen en el derecho de decidir sobre si esos Pactos son válidos”. Y añadía “los Estados-nación deben estar dispuestos a renunciar a su soberanía, de forma organizada”.[1]
A tenor de las declaraciones de ambos líderes, cabría deducir que la expresión “Al Pueblo Alemán” (Dem Deutsche Volke), inscrita hace más de un siglo en la fachada del Parlamento en Berlín, debería ser sustituida por algo así como “a la gente que vive de forma durable en el Estado alemán”, para adaptase al signo de los tiempos. La izquierda progresista y la derecha liberal-conservadora coinciden, una vez más, en lo esencial. La derecha ha renunciado a la nación, la izquierda ha renunciado al pueblo.
El pueblo: palabra tóxica
“El pueblo no existe”. Éste parece ser un dogma de nuestro tiempo. El “pueblo” es una palabra sospechosa, tóxica, maldita. Se empieza hablando del “pueblo” y se termina organizando Auschwitz. El “pueblo” es una palabra rancia, casposa, not friendly. El pueblo es materia de chanza de los clowns mediáticos, aliño pintoresco en comedias costumbristas, objeto del desprecio de una burguesía que se cree en posesión de la racionalidad universal. El pueblo debe ser “problematizado”, debe ser “deconstruido”, debe ser parcelado en comunidades y troquelado en el multiculturalismo. El pueblo debe separarse de su historia de intolerancias y de opresiones, debe fundirse en una gran clase media mundial. Si el pueblo es autóctono, debe limitarse por el control de nacimientos, debe asumir que la inmigración es el futuro, debe abrir sus puertas a la solidaridad universal.
El pueblo debe diluirse en átomos intercambiables, en partículas elementales, en “ciudadanos”, en “gente”.
El pueblo debe diluirse en átomos intercambiables, en partículas elementales, en “ciudadanos”, en “gente”.
Pero a fuerza de negar su existencia, el pueblo retorna con energía redoblada. No es extraño que entremos en la era del “populismo”.
Tampoco es extraño que las oligarquías de izquierda y de derecha asimilen el populismo a una patología, y que lo remitan a metáforas epidemiológicas, a “diagnósticos”, “remedios” y “cordones sanitarios”. Desde la derecha “civilizada” y respetable la cosa tiene su sentido. Al fin y al cabo, esa derecha siempre ha sentido una desconfianza congénita ante el pueblo. Desde la izquierda la cosa también se entiende, desde el momento en que sus preocupaciones son otras: la perspectiva de género, el lenguaje inclusivo, los derechos de los transexuales, la lucha contra el heteropatriarcado, el humanismo oenegero, la ampliación del aborto, el arte contemporáneo, la liberalización de las drogas y demás causas progresistas. Alguien señaló que el “populismo” es el nombre que la izquierda le da al pueblo cuando éste ya no le sirve. En realidad, la derecha y la izquierda mainstream son perfectamente intercambiables. Ambas tienden a unirse en un gran partido de “extremo centro”, manejado por tecnócratas y aparatchiks que concuerdan en que hay que mantener al pueblo a raya, consultarle lo menos posible (“los referéndums los carga el diablo”), transformar la democracia en “gobernanza” y – como señalaba Pierre Manent – avanzar hacia un Kratos sin Demos.[2]
¿Cuál es el encaje de la “izquierda populista” en todo esto? Porque lo cierto es que hay una izquierda – en España, Francia, Grecia, Estados Unidos – que sí se reivindica del pueblo. La cuestión es saber de qué pueblo se reivindica. En estas líneas defenderemos que la izquierda populista propone un pueblo “deconstruído” al gusto del neoliberalismo.
Decontruyendo al pueblo
La idea de pueblo ha sido objeto de un laborioso proceso de deconstrucción, hasta hacerla casi irreconocible. Porque para el neoliberalismo sólo existen los ciudadanos, y el pueblo es un “mito”.[3]
La “deconstrucción” es el concepto central de la filosofía posmodernista. Popularizada por el filósofo Jacques Derrida, la idea parte de un postulado básico: todos los parámetros de la existencia – ya sean políticos, culturales, institucionales, lingüísticos, filosóficos o sexuales – han sido “construidos” sobre lo arbitrario, a través de discursos de legitimación muchas veces repetidos. Por eso es perfectamente posible desmontarlos y descomponerlos para después “reconstruirlos” del modo deseado. La deconstrucción se configura entonces como la “llave maestra” que abre al Mercado todas las puertas que le permanecían vedadas: la de la moral, las diferencias sexuales, las religiones, las identidades culturales, los pueblos, las familias; en definitiva: las dimensiones de la existencia que no estaban expuestas al juego de la oferta y la demanda.
La deconstrucción es, por lo tanto, la precondición necesaria del “constructivismo” posmoderno, corriente en la que, como hemos visto, se inserta la teorización populista de Ernesto Laclau. Los llamados “estudios culturales” en las universidades anglosajonas –la ideología de género, los estudios postcoloniales, los estudios sobre discriminaciones y marginalidades – trabajan sobre esas premisas: proceder a la deconstrucción de las estructuras sociales heredadas y abrir la puerta a su reconfiguración por la ingeniería social. Un proyecto de dimensiones orwellianas que coincide con el despliegue global del neoliberalismo.
En estas líneas partimos de una premisa: la del carácter eminentemente contrarrevolucionario de la deconstrucción y los estudios culturales. Como señala el filósofo francés Renaud García, la función de ambas corrientes es la de desviar las energías revolucionarias y, paradójicamente, favorecer las evoluciones del sistema económico contemporáneo, al preparar la rendición ante la mercantilización generalizada, el dominio de las industrias culturales y la artificialización del mundo.[4] Al centrarse en la crítica de los hábitos privados y los estilos de vida, la izquierda populista favorece la hegemonía neoliberal, volcada en fastos LGTBIQ, campañas feministas y en todo eso que el teórico liberal Friedrich Hayeck denominaba, ya en los años 1970, la “lucha contra todas las discriminaciones”.
Para decirlo en el cursi idiolecto de los estudios culturales, la idea de pueblo ha sido “problematizada”. El nuevo pueblo hegemónico es el “pueblo-gente” salido de la “diversidad”, de las minorías victimizadas y de los movimientos sociales. La asunción del marco neoliberal es total, desde el momento en que se pone el énfasis en la ampliación de derechos y libertades individuales dentro del sistema, no en la transformación del sistema. En eso consiste la “radicalización de la democracia” teorizada por Laclau y Mouffe. Pero a diferencia del neoliberalismo, lo que Laclau no puede asumir (por “honor profesional” y por “fidelidad a la tradición socialista”, nos dice el filósofo Jose Luis Villacañas) es que el valor de equivalencia de los derechos y libertades pueda consistir en el dinero. Como ya hemos visto, para Laclau ese valor de equivalencia culmina – a través de la “cadena de demandas” – en la idea de “pueblo hegemónico” y su corolario el líder populista, como instrumentos de la radicalización de la democracia y construcción del socialismo.[5]
El problema es que, a despecho de Laclau et allii, las clases desposeídas de Europa y América parecen refugiarse en el populismo de derecha. Conviene averiguar por qué.
Populismo y pulsión de muerte
El populismo de izquierdas asume una visión optimista: la de la globalización como utopía liberada de la historia. Según esa idea, vivimos en una “sociedad de singulares” construida sobre la proliferación de demandas individuales infinitas, en la que la subjetividad está liberada y “flota” en el bazar de la diversidad, en pos de identidades y estilos de vida. El error de Laclau – el talón de Aquiles de su populismo – reside en el carácter utópico de esta premisa. Porque siempre habrá un “núcleo duro” de tercas realidades, culturales e históricas, reacias a dejarse deconstruir.
El populismo de izquierdas asume una visión optimista: la de la globalización como utopía liberada de la historia.
El profesor de la Universidad Complutense José Luis Villacañas realiza, a nuestro modo de ver, una crítica pertinente de esta premisa de Laclau, y lo hace utilizando sus mismas armas: los argumentos psicoanalíticos de Freud y Lacan (aunque más del primero que del segundo).[6]
La tesis de Villacañas se resume en lo siguiente: Laclau parte de la asunción de que los “estudios culturales” – la deconstrucción y los juegos de lenguaje – “han hecho su trabajo”, y de que nos movemos en un entorno de “significante vacíos” entregados a una circulación desregulada y neoliberal (algo así como un gran supermercado de ideas e identidades). De esta forma los populistas de izquierda pueden dar rienda suelta a su creatividad, pueden manipular los “significantes vacíos”, los “puntos nodales” y las “cadenas equivalenciales” hasta forjar un nuevo pueblo a través de la magia del discurso. Un mundo a la hechura de politólogos progresistas.[7]
Villacañas subraya el hecho de que esta estrategia populista, en la medida en que reposa sobre construcciones metafóricas, depende toda ella del despliegue de los “estudios culturales”.[8] Dicho de otra forma: se confía en la omnipotencia de las torres de marfil académicas a la hora de moldear identidades. El problema es que no es tan fácil deshacerse del peso de la historia. Esta cuestión es importante, porque es aquí donde el populismo de laboratorio hace aguas por todas partes.
En su argumento, Villacañas tira de conceptos freudianos. Laclau – y por ende, el populismo de izquierdas – confunde la deconstrucción conceptual con la deconstrucción psíquica, las mezcla y toma la parte por el todo. Es cierto que podemos deconstruir los conceptos de pueblo, de raza, de nación, de identidad sexual, de masculinidad, de feminidad, de familia y así sucesivamente – los estudios culturales lo han hecho hasta la saciedad –, pero sólo podremos hacerlo conceptualmente, al nivel de los juegos de lenguaje. Hay una parte que siempre se nos escapará: la que se mantiene a un nivel psíquico. Porque ese nivel psíquico no sólo integra las demandas basadas en deseos guiados por el principio del placer (lo que Gilles Deleuze llamaba la “máquina deseante”) sino también la pulsión de muerte que anida en todo ser humano, y que tiene una lógica no sometida a proyectos constructivistas.[9]
¿Pulsión de muerte? Este concepto freudiano se vincula a lo que en psicoanálisis se conoce como producción de negatividad, que se refiere a la manera en la que la gestionamos nuestros sentimientos de miedo, angustia, inseguridad, indeterminación, pérdida, etcétera. Esta es la parte maldita de la psique, que se plasma en sentimientos negativos que socialmente organizamos o “domamos” a través de las convenciones, los hábitos repetidos (la “pulsión de repetición”) y las instituciones. Si seguimos este razonamiento, vemos entonces que las instituciones se sostienen, en último término, sobre el poder vinculante de la “pulsión de muerte”. Por eso los hábitos repetidos (culturales, institucionales) en cuanto conjuran la pulsión de muerte, están encastrados en la psique a un nivel profundo, mucho más profundo que aquél en el que operan los “juegos de lenguaje”.[10]
¿Qué conclusiones políticas sacar de todo esto?
Ante todo, un rotundo desmentido al neoliberalismo: la sociedad no es sólo un mercado, no ofrece sólo productos y mercancías. La sociedad no puede articularse en un “pueblo” a través de la mera producción de significantes vacíos, sino desde la activación de los referentes simbólicos que están latentes en el fondo de nuestra psique, y que tienen que ver con los hábitos de repetición y la pulsión de muerte.[11] Existe por tanto una dimensión existencial e histórica ante la que las deconstrucciones posmodernas se revelan impotentes. Esto es lo que explica que todas las utopías ilustradas fracasen siempre en sus intentos por convertir al hombre en una “tabla rasa” racional. Por eso fracasarán siempre los intentos por erradicar totalmente los “prejuicios”. La pulsión de repetición cumple una función eminentemente conservadora ante la que se estrella la filosofía de boudoir de los profesores progresistas.
Todo este hilo argumental – que hemos intentado simplificar al máximo – nos sitúa ante una sencilla pregunta: ¿en qué consiste la vida? ¿En perseguir placeres, en maximizar beneficios, en acumular amigos en Facebook?
La vida consiste en la muerte. Ni más ni menos. La vida consiste en conjurar, en preparar y en darle un sentido al hecho de la muerte. Y esto engloba toda una dimensión religiosa – religiosa, sí – en el sentido más amplio del término. Mitos, leyendas, religiones, pueblos, patrias, tribus, razas, costumbres, prejuicios, xenofobias, pautas encastradas en la historia, pulsiones de repetición arraigadas en el sistema psíquico, reacias a deconstrucciones posmodernas. En la medida en que el populismo de izquierdas intente hacer tabla rasa de todo eso, se estrellará contra la historia. Y eso permite entender, a su vez, la superioridad del populismo de derecha.[12]
Populismo tardo-adolescente
Los populistas de izquierda rehúsan ser catalogados en el mismo bando que Trump, Perón o Le Pen. Los seguidores de Laclau afirman que el verdadero populismo sólo puede ser de izquierdas. ¿Verdaderamente?
Esta afirmación presupone que sólo puede haber populismo desde una lógica emancipatoria posmarxista. En esa línea, el psicoanalista y escritor argentino Jorge Alemán viene a señalar que “el populismo es Marx” más la construcción de un “nuevo pueblo” como sujeto de emancipación frente al capitalismo.[13] Como sabemos, de lo que se trata es de “construir pueblo”, porque el que existía o no nos gusta o no nos sirve. Y lo construimos desde un mítico “exterior” al capitalismo. Éste es un tic recurrente en izquierdistas tremebundos: hablar del capitalismo como si fuera una hidra que nadie sabe de dónde ha salido, ignorando las lógicas neoliberales que también anidan en las propuestas de izquierda. Es preciso salir de esa retórica si queremos entender algo del populismo progre.
En su construcción de un nuevo “pueblo”, el populismo de izquierda participa en los aparatos ideológicos y propagandísticos del neoliberalismo. En realidad, su ofensiva cultural es poco novedosa y avanza sobre un terreno trillado. Ya en los años 1980 el Partido Socialista francés había decidido orientarse hacia los micro-electorados identitarios y volátiles compuestos de jóvenes, feministas, homosexuales, inmigrantes, etcétera, todo ello bajo los valores de la “apertura”, la “diversidad” y la “tolerancia”, frente a la Francia “vieja”, “rancia” y “autóctona” (de souche). Con las impagables bendiciones del “nuevo filósofo” Bernard Henri-Lévy, el Partido Socialista francés promovía entonces la creación de SOS Racisme, con una serie de activistas que harían carrera política. En los años 1990 ser “de izquierdas” significaba ya colocarse del lado de las minorías, frente a unas clases populares juzgadas “demasiado” blancas, demasiado masculinas, demasiado autóctonas y demasiado rústicas. Y todo ello sin necesidad de esperar a Laclau.[14]
¿De qué hablamos cuando hablamos de populismo de izquierda? En el contexto de las guerras culturales, de un peón de brega o “tonto útil” del establishment. Sus propuestas están formateadas para una sociedad del confort amenazada de aburrimiento, en la que los procesos de cambio se definen, no en el terreno de luchas entre los beneficiarios y los desposeídos del sistema, sino en el ámbito caprichoso de los procesos de identificación individuales. Se trata de un populismo obnubilado por la corrección política, atento a la última moda de las universidades americanas, confiado en el poder demiúrgico de los profesores, basado en la repetición bovina de consignas y palabros. Un populismo narcisista y tardo-adolescente.
Coda
Hemos abusado de la paciencia del lector al recurrir a toda esta parafernalia para decir cosas que, en el fondo, son bastante simples. Los aires crípticos de los populistas de izquierda nos obligan a ello. Pero si bien el latín sustentaba el prestigio de la clerecía, eso no era obstáculo para que en latín se dijeran muchas estupideces.
Los nuevos clérigos repiten sus letanías, casi todas copiadas de regurgitaciones académicas.
Los nuevos clérigos repiten sus letanías, casi todas copiadas de regurgitaciones académicas y sórdidas terapias de grupo en campus anglosajones. El lavado de cerebro es global, agresivo y radical. Global, agresiva y radical debe ser la respuesta. El auténtico populismo va de eso.
¿Auténtico populismo? ¿Hasta qué punto un populismo puede ser “falso” o “auténtico”? Señalábamos al comienzo que aquí tomamos partido. Nuestra idea de populismo está alejada de las variantes que, como las inspiradas por Ernesto Laclau, no son lo que dicen ser: una fuerza de choque contra el neoliberalismo. El fracaso de esas corrientes – llámense populismo posmoderno, populismo de izquierdas o populismo progre– es el fracaso de toda una forma de entender el fenómeno.
El caso del partido político Podemos es un ejemplo paradigmático de todo esto.
[1] Angela Merkel, “Das Herz der Demokratie”, intervención en la Konrad Adenauer Stiftung, 21-11-2018.
[2] Pierre Manent, La Raison des Nations. Réflexions sur la démocratie en Europe. Gallimard 2006, p 16.
[3] El Pueblo es un «mito» asociado al fascismo, eso afirmaba el historiador francés Pierre Birnbaum en un libro publicado en 1979 (Le Peuple et les gros: histoire d´un mythe, 1979). Según este argumento, el concepto de explotación de la mayoría por una minoría capitalista es un “mito de extrema derecha con connotaciones antisemitas”. Señala Jean-Claude Michéa que este tipo de discurso sería decisivo en la formación del paradigma anti-populista en la era Miterrand, con Bernard-Henri Lévy y Michel Foucault como encargados (bajo las banderas del “anti-totalitarismo” y los “derechos del hombre”) de asegurar el triunfo mediático y universitario de la nueva doxa. Jean-Claude Michéa y Jacques Julliard, La Gauche et le Peuple. Lettres croisées. Flammarion 2014, pp. 28-29.
[4] Renaud García, Le Désert de la Critique. Déconstruction et Politique. Éditions L´Echappée, 2015.
[5] Jose Luis Villacañas, “Laclau y Weber, dos ontologías del populismo”. En la obra colectiva: ¿El populismo por venir? A partir de un debate en Princeton. Guillermo Escolar 2018, pp. 39-40.
En su libro Populismo, Villacañas traza una interesante comparación entre el uso del “pueblo” como símbolo y metáfora en la teoría laclausiana, y el uso del “dinero” como metáfora de oro y riqueza en el capitalismo: “(en el populismo) es preciso encontrar una demanda que encierre en su seno todas las demás. Sin embargo, su teoría social reconoce que tal cosa no existe. Dotado de sagacidad teórica, el populismo hace de la necesidad virtud (…) el populismo deja vacío el lugar social de esta demanda fundamental. Hace de ese vacío el supuesto de la política posmarxista. En realidad, al hacerlo, el populismo imita al capitalismo financiero y se mueve dentro de esquemas liberales (...) donde el liberalismo pone dinero, el populismo pone “pueblo”. Jose Luis Villacañas, Populismo. Editorial La Huerta Grande 2015, pp. 50-51
[6] Jose Luis Villacañas, “Laclau y Weber, dos ontologías del populismo”. En: ¿El populismo por venir? A partir de un debate en Princeton. Guillermo Escolar 2018.
[7] Jose Luis Villacañas: (Laclau) “asumió la premisa liberal de que la sociedad había estallado en una infinitud de diferencias individuales ancladas en demandas fragmentarias, la idea básica del liberalismo (…) El populismo asume así el diagnóstico epocal-utópico de la deconstrucción, con su liberación de la historia; luego acepta el dominio de los estudios culturales, con el estallido del significante en diferencias; y por último acoge la ontología neoliberal del soporte individual como fuente de demandas expresadas en deseos” (…) Nos situamos en un escenario en que “los académicos no tenían que dar cuenta de la realidad, sino intervenir en la proliferación de conexiones del significante, en su circulación, en la producción de diferencias, en un espejo perfecto y distinguido de lo que hacía la actividad productiva capitalista, ya fundamentalmente estética”. JL Villacañas, “Laclau y Weber, dos ontologías del populismo”, pp. 38-39.
[8] Jose Luis Villacañas. Populismo, La Huerta Grande 2015, p. 76.
[9] Jose Luis Villacañas, Obra citada, p. 44.
[10] En la teoría de Lacan, esta forma de gestionar los sentimientos de carencia, miedo, angustia, etcétera se vincula también a lo que él llama los “Objetos alfa” (Objet petit a): los objetos inalcanzables del deseo, el ansia humana por alcanzar esa parte de lo Real que siempre permanecerá inaprehensible.
[11] Jose Luis Villacañas: “la sociedad no articula un pueblo cuando lo produce desde un significante vacío, sino sólo cuando dinamiza y activa ese trabajo simbólico a veces depositado en latencias prestas a renovar su fuerza psíquica”. Obra citada, p. 52.
[12] Sin pasar por los meandros del psicoanálisis, la “antropología cultural” de Arnold Gehlen llegaba a conclusiones paralelas: la cultura no es un arbitrario que se pueda construir y deconstruir a capricho, sino que hunde sus raíces en el sustrato más profundo del hombre. El periodista José Javier Esparza lo resume de la siguiente forma: “La naturaleza humana está concebida de tal modo que su desarrollo forzosamente ha de conducir a la civilización. Por decirlo así, la civilización es para nosotros un órgano biológico, una herramienta imprescindible para nuestra supervivencia. La naturaleza del hombre es la cultura. Ahora bien, ¿qué ocurre si el hombre se propone invertir la corriente de la civilización? ¿qué ocurre si el hombre, en nombre de ideologías utópicas y redentoras, pretende volver la naturaleza cabeza abajo, altera la condición humana y crear una cultura completamente desligada de la naturaleza de los hombres? En ese caso estaríamos firmando nuestra sentencia de muerte como especie, estaríamos entrando en un período de decadencia de lo humano”. Una línea de pensamiento que fue también desarrollada por el premio Nobel de Medicina Konrad Lorenz. (José Javier Esparza: “Konrad Lorenz encontró el eslabón perdido: usted.” En La Gaceta.es, 16-9.2017).
[13] Jorge Alemán: “el populismo es Marx más la construcción contingente de un sujeto de la emancipación a partir de los antagonismos instituyentes de lo social, donde debe incluirse siempre el análisis de la lógica del Capital y su reproducción ilimitada. Si no se incluye el análisis de la construcción populista en el marco histórico de la estructura de poder capitalista contemporáneo, es imposible construir y asumir los verdaderos antagonismos. Por esta razón considero que el verdadero populismo sólo puede ser de izquierda”. Jorge Alemán y Germán Cano, Del desencanto al populismo. Encrucijada de una época. Ned Ediciones 2016, p. 97.
[14] En su apuesta por las minorías, el Partido Socialista francés recogía el acervo teórico del posmodernismo y la deconstrucción. El filósofo Gilles Deleuze definía así “ser de izquierdas”: “en eso consiste ser de izquierdas, en saber que la minoría es todo el mundo. Y que es ahí donde ocurren los fenómenos que moldearán el devenir” (…) “La minoría puede ser más numerosa que la mayoría. Lo que define a la mayoría es que ésta se constituye en el modelo respecto al cuál hay que adecuarse: por ejemplo, el europeo medio adulto masculino que habita en las ciudades…mientras que la minoría no tiene modelo, es un devenir, un proceso”. Gilles Deleuze, citado en : Renaud García, Le Désert de la Critique. Déconstruction et Politique. L´Échappée 2015, pp. 46-47.
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