Los orígenes del fascismo

Fiume: aquella increíble 'revolución conservadora' (I)

Nacionalista y cosmopolita, derechista y libertaria, revolucionaria y arraigada en la tradición: así fue, entre 1919 y 1920, la aventura, dirigida por Gabriele D'Annunzio, en la irredenta ciudad italiana (hoy croata) de Fiume. ¿Cuánto gente sabe en lo que consistió aquello? Adriano Erriguel lo explica en dos grandes artículos.

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Hoy es difícil admitirlo, pero en sus inicios el fascismo italiano no hacía presagiar el rumbo funesto que terminaría tomando para la historia de Europa.

Surgido del caos como una oleada de juventud, el fascismo pertenecía a una época revolucionaria en la que, ante los viejos problemas, se vislumbraban nuevas soluciones. En su momento fundacional el fascismo italiano se presentaba como una actitud más que como una ideología, como una estética más que como una doctrina, como una ética más que como un dogma. Y fue el poeta, soldado y condottiero Gabriele D’Annunzio quien esbozó, de la manera más rotunda, ese fascismo posible que nunca pudo ser, y que terminó dando paso a un fascismo real que malogró sus promesas iniciales para embridarse, de la forma más obtusa, hacia el abismo.

Poeta laureado y héroe de guerra, exhibicionista y demagogo, megalómano e histrión,

D'Annunzio; nacionalista y cosmopolita, asceta y hedonista, drogadicto y erotómano, revolucionario y reaccionario

nacionalista y cosmopolita, místico y amoral, asceta y hedonista, drogadicto y erotómano, revolucionario y reaccionario, talento del eclecticismo, del reciclaje y del pastiche, genio precursor de la puesta en escena y de las relaciones públicas: D’Annunzio fue un postmoderno avant la lettre cuyas obsesiones se nos antojan asombrosamente contemporáneas. El incendio que contribuyó a provocar tardaría en extinguirse, pero después nada volvería a ser lo mismo. ¿Por qué rememorar, hoy en día, a este maldito?

Tal vez porque en una atmósfera monocorde de corrección política, de transgresiones amaestradas y de pensamiento desnatado figuras como la suya funcionan como contramodelo, y nos recuerdan que, después de todo, la imaginación sí puede llegar al poder.

Años incendiarios

Hubo una época de vitalidad incontenible que, sobrecargada de tensiones e ideas de alto voltaje, precisó de una guerra mundial para ventilar sus contradicciones. Los pocos años que median entre 1900 y 1914 conocieron un extraordinario incendio en el arte y en la literatura, en el pensamiento y en la ideología, que pronto se propagó a todo el mundo. Uno de los epicentros de ese incendio fue Italia —más en concreto el eje entre Florencia y Milán—, lugar donde prendió “el sueño de un futuro radiante que surgiría tras haber purificado el pasado y el presente por el hierro y por el fuego”.[1]

Esta piromanía artístico-literaria se alimentaba, en sus estratos más profundos, de una revolución filosófica y cultural cuidadosamente incubada durante la segunda mitad del siglo XIX: un vendaval ideológico que arremetía contra el positivismo racionalista de la triunfante civilización burguesa. Frente a la tabulación de la existencia por la economía y por la razón este nuevo vitalismo reivindicaba el poder de lo irracional, del instinto y del subconsciente, y frente al optimismo liberal en un mundo pacificado por el progreso oponía una concepción trágica y heroica de la existencia. En este clima intelectual surgió una apuesta que, por su radicalidad, bien podría calificarse de nuevo mito. Un mito destinado a cortar la historia en dos mitades.

El ensayista italiano Giorgio Locchi dio hace tres décadas el nombre de “suprahumanismo” a una corriente de ideas que encontró su formulación más acabada en la obra de Friedrich Nietzsche —en un plano filosófico—, y en la obra de Richard Wagner —en un plano artístico y mitopoético—. En su esencia, según Locchi, el suprahumanismo consistía en “una conciencia históricamente nueva, la conciencia del fatídico advenimiento del nihilismo, esto es —para decirlo con una terminología más moderna—, de la inminencia del fin de la historia”.[2]

Esencialmente antiigualitarista, el suprahumanismo se situaba frente a las corrientes ideológicas que configuraron dos milenios de historia: el “cristianismo en cuanto proyecto mundano, la democracia, el liberalismo, el socialismo: corrientes todas que pertenecían al campo igualitarista”. La aspiración profunda del suprahumanismo —que para Locchi no era sino la emergencia del inconsciente precristiano europeo al ámbito de la consciencia— consistía en proceder a una refundación de la historia a través del advenimiento de un hombre nuevo. Con un método de acción: el nihilismo como única vía de salida del nihilismo, un nihilismo positivo que bebía la copa hasta las heces y que hacía tabla rasa para construir, sobre las ruinas y con las ruinas, el nuevo mundo.

 

 

Más que una corriente organizada el suprahumanismo se configuró como un clima intelectual europeo que impregnó, en grados diversos, el pensamiento, la literatura y el arte de comienzos del siglo XX, con Francia como laboratorio ideológico y con Italia como teatro de todos los experimentos. En la ebullición italiana de aquellos años se agitaban sindicalistas revolucionarios, vanguardistas, anarquistas, y nacionalistas, y todos llevaban, en grados diversos, la impronta suprahumanista. Pero el protagonista indiscutible entre todos los aspirantes a incendiarios era el movimiento futurista.

El futurismo fue la primera vanguardia auténticamente global, no sólo en el sentido geográfico sino en cuanto vehiculaba una aspiración a la totalidad.[3] Lejos de limitarse a ser una propuesta artística, el futurismo se extendía al pensamiento, a la literatura, a la música, al cine, al urbanismo, a la arquitectura, al diseño, a la moda, a la publicidad, a la política. El futurismo portaba “la euforia por el mundo de la técnica, de las máquinas y de la velocidad” y empleaba “un nuevo lenguaje sintético, metálico, sincopado”. No desdeñaba “la apología de la violencia y de la guerra, exaltaba la raza entendida como estirpe —no como racismo vulgar— y sobre todo como promesa de una suprahumanidad futura”.[4] Sus enemigos eran la burguesía, el romanticismo, la tradición, el clero, las familias, todo lo viejo, en suma. El futurismo era la vanguardia por excelencia, la teorización radical de una voluntad pirómana. Algo que parecía estar, en principio, en las antípodas de D’Annunzio.

En el momento de apogeo de las vanguardias y del estallido de la primera guerra mundial, Gabriele D’Annunzio —celebrado en toda Italia como Il Vate— era el escritor más famoso de la península, para muchos su principal poeta después de Dante. Pero para los futuristas su estilo —abundante en manierismos modernistas, decadentistas y simbolistas, en florilegios y en retórica ochocentista— podía ser considerado por derecho propio como el lenguaje de ese mausoleo al que ellos querían prender fuego.

Pero entre los futuristas y D’Annunzio se trataba más bien de amor y odio. En la estela de Byron,Il Vatepensaba que un poeta podía ser también un héroe. Al estallar la guerra mundial, y haciendo gala de la versatilidad que ya había mostrado en su carrera literaria, se tornó de poeta decadente en poeta combatiente. Y se invistió de una nueva misión, la de ejemplarizar el ideal suprahumanista y su aspiración máxima: la superación del mundo burgués y la llegada de un “hombre nuevo” que encarnase una nueva ética de la acción. El estilo es el hombre. Pocas figuras tan dispuestas como la suya para simbolizar los nuevos tiempos.

 Florilegios para una masacre


La muerte está aquí (…), tan hermosa como la vida, embriagadora, llena de promesas, transfiguradora.
Gabriele D’Annunzio

Hoy es difícil comprender la pulsión suicida de una civilización que, en la cúspide de su poder, organizó su propio holocausto. El estallido de la primera guerra mundial fue celebrado como derroche de vitalidad, como catarsis y como regeneración moral. El entusiasmo belicista no conocía fronteras de ideología o de clase, y los artistas e intelectuales de toda Europa se aprestaron a convertirse en la voz de la nación. Ninguna otra voz cantó a la guerra con tanto arrebato como la de D’Annunzio. Ninguna otra oratoria preparó a tantos compatriotas, por la gloria y seducción de las palabras, para matar y morir. Ningún otro apóstol de la guerra se mostró tan ávido de asumir, en su propia carne, los efectos de lo que predicaba.

Cuando Italia anunció su entrada en guerra, Il Vate se encontraba en la cúspide de su gloria. Celebrado en toda Europa, rodeado de lujos y cubierto de mujeres, todo le invitaba a contemplar la guerra desde una cómoda distancia. Pero con 52 años se alistó en los Lanceros de Novara, unidad con la que llegaría a participar en decenas de acciones. El ejército, consciente del potencial propagandístico de su figura, le permitió servir de la manera en la que el impacto público fuera más notable. Y le permitió utilizar la que sería su arma más letal: la palabra.

Durante cuatro años de guerra D’Annunzio habló y habló. Habló en las trincheras y en las retaguardias, en los aeródromos y en las bases navales, en los funerales masivos y en la hora de los ataques. Sus discursos eran sugestivos y magnéticos, destinados a ganar no el intelecto sino las emociones. En ellos las miserias físicas más crudas eran orladas de un nimbo de gloria, los combatientes eran héroes y mártires —tan nobles como los héroes de la Antigüedad clásica o las legiones de Roma—, y la guerra era una sinfonía heroica en la que sus palabras repicaban como “oleadas hipnóticas de lenguaje: sangre, muerte, amor, dolor, victoria, martirio, fuego, Italia, sangre, muerte…”. Aunque conocía de primera mano el horror de la carnicería, continuaba predicando su fe en “las virtudes purificadoras de la guerra y diciendo a las tropas que eran sobrehumanas”. Hablaba de banderas ondeando sobre el cielo de Italia, de ríos llenos de cadáveres, de la tierra sedienta de sangre. No disimulaba la atrocidad de la guerra —a la que describía como las torturas que Dante nunca imaginó para su Infierno—, pero a los soldados les decía que su sacrificio tenía un sentido, y les elogiaba de una forma en la que nunca se hubieran reconocido, y les repetía que la sangre de los mártires clamaba por más sangre, y que sólo por la sangre la Gran Italia se vería redimida.[5]

Una apologética de la matanza que resulta, a cien años vista, difícil de digerir. ¿Se lo creía?

No es ésa la cuestión. Y parece insuficiente conformarse aquí con una lectura “no anacrónica”, o limitarse a señalar que “ése era el lenguaje de la época”. Tal vez sería más indicado proceder a una inversión de perspectiva. O a una lectura diferente, en clave suprahumanista.

La guerra como experiencia interior

La reputación que D’Annunzio adquirió durante la guerra se debe más a sus hechos que a sus palabras. Lejos de ser un “soldado de papel” no desperdició ocasión de poner su vida en peligro, y a lo largo de tres años llegó a combatir por tierra, mar y aire. Con un talento precursor para la publicidad sabía que los pequeños actos de terrorismo tenían más fuerza psicológica que los ataques masivos, y se especializó en acciones suicidas —aéreas y navales según los cánones futuristas— con valor simbólico e impacto mediático. Voló en numerosas ocasiones sobre los Alpes —en una época en la que eso era algo extraordinario— para bombardear al enemigo, ocasionalmente con hojas de propaganda. Y cuando los austríacos pusieron precio a su cabeza lideró una incursión suicida, en una torpedera con un puñado de hombres, contra el puerto enemigo de Buccari.[6] En una de sus misiones aéreas perdió la visión de un ojo y parcialmente la del otro, lo que ocultó durante un mes para seguir volando. Finalmente tuvo que permanecer varios meses inmovilizado para salvar la vista.

Suspendido de espaldas y entre dolores y pesadillas compuso su poema “Notturno”. La perspectiva de la ceguera era para él ocasión de superación, más que de abatimiento. Se confesaba feliz en la grandeza de su pérdida —los ciegos en acción eran considerados como la aristocracia de los heridos— y se recreaba en la agudización de sus sentidos del oído y del olfato. De creerle, esa sensación de felicidad nunca le abandonaría a lo largo de toda la guerra.[7]

El verdadero D’Annunzio se revela, más que en sus trompeterías patrióticas, en su correspondencia y en sus diarios. En ellos trasluce su actitud suprahumanista frente a la guerra. Si algo llama la atención en sus anotaciones es la “fluctuación constante entre lo espantoso y lo pastoral”. Todo se hace para él objeto de celebración, hasta los detalles más nimios: desde las explosiones y los ataques a la bayoneta hasta el brillo de una libélula en el barro o la aparición fugaz de un pájaro carpintero entre los árboles calcinados. De creerle, D’Annunzio fue feliz en medio del hambre, de la sed, del frío extremo, de las heridas y de los bombardeos, porque su entusiasmo omnívoro por la vida podía con todo ello, porque todo ello no era sino uno y lo mismo: la manifestación de esa vida que él consumía con un entusiasmo voluptuoso. ¿Qué era la guerra, sino un agujero en la vida ordinaria a través del cuál se manifestaba algo más alto?…: “la vida tal y como debe ser, y que pasa ante nosotros, la Vida —en palabras de Ernst Jünger— como esfuerzo supremo, voluntad de combatir y dominar”.[8]

 

 

El paralelismo entre D’Annunzio y Jünger no es casual, ambos manifiestan una común actitud suprahumanista. La misma avidez de experiencias, el mismo desafío al azar, la misma preocupación estética, la misma ausencia de moralismo. Contrasta en el caso del prusiano —aparte de la objetividad acerada de su estilo— la práctica ausencia de cualquier nota patriótica. Pero cabe también pensar que en D’Annunzio la prosopopeya nacionalista no era el grano, sino la paja. Un arma de guerra como otras muchas. Cabe pensar que lo esencial para él era esa disciplina del sufrimiento de la que hablaba Nietzsche, ese Amor fati que no es sino un gran Sí a la vida en toda su crudeza.

Más que de exaltación belicista se trata de una opción filosófica, muy distinta de la postura moralizante y lastimera de otros escritores. Cuando Wilfred Owen, Heinrich Maria Remarque o Ernest Hemingway denuncian y condenan la guerra, indudablemente tienen razón, pero no por eso dejan de subrayar una obviedad. Ocurre que ellos viven la guerra desde la sensibilidad horrorizada del hombre moderno. Pero cuando Ernst Jünger escribe: “aquellos que únicamente han sentido y conservado la amargura de su propio sufrimiento, en lugar de reconocer en ella [la guerra] el signo de una alta afirmación, ésos han vivido como esclavos, no tuvieron Vida Interior, sino solamente una existencia pura y tristemente material”, lo que hace es expresar esa sensibilidad inmemorial que considera que el espíritu lo es todo. “Todo es vanidad en este mundo —continúa Jünger— sólo la emoción es eterna. Sólo a muy pocos hombres les es dado poder hundirse en su sublime inutilidad”. Amor fati. El lenguaje “moral” no tiene nada que hacer aquí. Si acaso, el lenguaje de la Iliada.

Otro elemento interesante es el uso que D’Annunzio hace del tiempo histórico. La dicotomía nuevo/viejo, un tema recurrente en su pensamiento, alcanzaría expresión plena en sus anotaciones bélicas. Siempre a la caza de analogías históricas, “cada soldado de infantería le recordaba algún episodio del glorioso pasado, cada campesino agotado a un intrépido marinero veneciano, a un legionario romano, a un caballero medieval, a algún santo marcial recreado en un cuadro renacentista. Su visión del pasado glorioso de Italia recubría el horrible conflicto de un velo teatral y rodeaba de glamour a los excrementos, a la basura y a los montones de muertos”.[9] Para el poeta de Pescara el armamento podía ser moderno, pero los hombres que lo manejaban —los jóvenes reclutas que asemejaba a héroes míticos o arquetipos— pertenecían a una tradición intemporal.

Esta confusión del pasado y del presente ilustra a su manera un elemento que Giorgio Locchi asociaba a la mentalidad suprahumanista: la concepción “no-lineal” del tiempo, la presencia constante del pasado como una dimensión que está dentro del presente junto a la dimensión del futuro. Es la idea revolucionaria —frente a las concepciones lineales, ya sean “progresistas” o “cíclicas”— de la tridimensionalidad del tiempo histórico: en cada conciencia humana “el pasado no es otra cosa que el proyecto al cual el hombre conforma su acción histórica, proyecto que trata de realizar en función de la imagen que se forma de sí mismo y que se esfuerza por encarnar. El pasado aparece entonces no como algo muerto, sino como una prefiguración del porvenir”.[10] 

Locchi asociaba esta “nostalgia del porvenir” a la imagen “esférica” del tiempo esbozada en Así habló Zaratustra, así como a uno de los significados canalizados por el mitema nietzschiano del Eterno Retorno.Confusión del pasado y del porvenir, nostalgia de los orígenes y utopía del futuro: la concepción suprahumanista del tiempo —sentida de forma seguramente inconsciente por D’Annunzio y muchos otros— pone en primer plano la libertad del hombre frente a todo determinismo, porque el pasado al que religarse es siempre objeto de elección en el presente, así como objeto de interpretación cambiante. El momento presente “nunca es un punto, sino una encrucijada: cada instante presente actualiza la totalidad del pasado y potencia la totalidad del futuro”.[11] De manera que el pasado nunca es un dato inerte, y cuando se manifiesta en el futuro lo hace de forma siempre nueva, siempre desconocida.

Señala Hughes-Hallett que “la guerra trajo a D’Annunzio la paz”. Había encontrado una trascendental “tercera dimensión” del ser, más allá de la vida y la muerte. Partir en misión peligrosa era para él alcanzar un éxtasis comparable al de los grandes místicos. La guerra le trajo “aventura, propósito, una cohorte de bravos y jóvenes camaradas a los que amar con un amor más allá del que se dedica a las mujeres, una forma de fama, nueva y viril, y la intoxicación de vivir en peligro mortal constante”.[12] 

Acabó la guerra reconocido como un héroe y cubierto de condecoraciones. Y entonces él y muchos como él —aquellos reclutas a los que comparaba con los héroes míticos del pasado— debían volver a sus casas, a sus talleres, a sus matrimonios de conveniencia, a la monotonía de sus aldeas…

Comenzaba a nacer el fascismo.

¿Adiós a las armas?


La revolución victoriosa llegará. Pero no la harán las almas bellas, como la suya, la harán los sargentos y los poetas.

Margherita Sarfatti,
en el film El joven Mussolini, 1993.


Cuando el 23 de marzo de 1919 un batiburrillo de futuristas, de ex arditi (tropas de asalto del ejército italiano), de sindicalistas revolucionarios y de antiguos socialistas fundaba en la plaza del Santo Sepulcro en Milán el primer Fasci di combattimento, nadie sabía en realidad qué iba a resultar de todo aquello. Su cabeza visible era el ex sargento Benito Mussolini, un político maniobrero y posibilista recién expulsado del Partido Socialista italiano. Mussolini afirmaba que los fascistas evitarían el dogmatismo ideológico: “nos permitimos el lujo de ser aristocráticos y democráticos, conservadores y progresistas, reaccionarios y revolucionarios, de aceptar la ley y de ir más allá de ella”. Y añadía que “ante todo somos partidarios de la libertad. Queremos la libertad para todos, aún para nuestros enemigos”.[13] El primer programa fascista, visiblemente escorado hacia la izquierda, recogía la herencia intelectual del sindicalismo revolucionario.

Visto en perspectiva no cabe duda hoy de que el fascismo histórico fue un fenómeno ideológico completo. Pero en sus inicios parecía el fruto de una gran improvisación. Mussolini proclamaba entonces: el fascismo es la acción y nace de una necesidad de acción. En primer lugar recogía muchas de las aspiraciones urgentes de la “generación perdida” que había hecho la guerra, y que consideraba que el estado de Italia —un país pobre y atrasado, con desigualdades crónicas, sin coberturas sociales, con una victoria “mutilada” por los aliados y en proa a una guerra civil— hacía impensable una vuelta a la era de los partidos burgueses y a sus danzas electorales. Pero en un sentido más profundo —tal y como señala el historiador Zeev Sternhell—, antes de convertirse en fuerza política el fascismo fue un fenómeno cultural, una manifestación extrema —aunque no la única posible— de un fenómeno mucho más amplio.[14] 

El antecedente intelectual más inmediato del fascismo era la revisión del marxismo acometida por el sindicalismo revolucionario, una revisión en un sentido antimaterialista. Lo que estos herejes del marxismo recusaban de la doctrina era su pretensión científica, su infravaloración de los factores psicológicos y nacionales, su visión del socialismo como una mera forma racional de organización económica. Otra de sus motivaciones era el desencanto ante el valor del proletariado como fuerza revolucionaria: los proletarios eran normalmente refractarios a todo lo que no afectase a sus intereses materiales, o sea a su aspiración a convertirse en pequeños burgueses. Algo que los primeros fascistas constataron, así como también constataron que, entre el socialismo y el proletariado, la relación era meramente circunstancial. De lo que se deducía que la revolución no era ya cuestión de una sola clase social (…), lo que a su vez quebrantaba el dogma de la lucha de clases. La revolución pasaría a ser, pues, una tarea nacional, y el nacionalismo su hilo conductor”.[15] 

Pero ¿qué revolución? Una revolución de móviles puramente económicos resultaba insuficiente para la cultura política que se estaba gestando: una cultura política comunitaria, antiindividualista y antirracionalista y que aspiraba a poner remedio a la disgregación social ocasionada por la modernidad. De hecho, en economía, el fascismo se manifestaba como posibilista y declaraba querer aprovechar lo mejor del capitalismo y del progreso industrial, siendo lo esencial que la esfera económica quedase siempre subordinada a la política. La cuestión subyacente era otra.

Lo esencial —siguiendo a Zeev Sternhell— era “instaurar una civilización heroica sobre las ruinas de una civilización rastreramente materialista, moldear un hombre nuevo, activista y dinámico”. El fascismo originario exhibía un carácter moderno y su estética futurista aguijoneaba la imaginación de los intelectuales —lo que explica la atracción que ejercía sobre la juventud—, así como predicaba que una elite no es una categoría definida por el lugar que ocupa en el proceso de producción, sino la expresión de un estado de ánimo: la aristocracia forjada en las trincheras era una prueba de ello.[16] Y del marxismo tomaba la idea de la violencia como instrumento de cambio. Alguien definió una vez al fascismo como nuestro mal del siglo: una expresión que evoca una aspiración hacia la superación del mundo burgués. Más que un corpus doctrinario el fascismo original era una nebulosa, una fuerza rupturista de carácter inédito que aspiraba a la construcción de una “solución de recambio total”.

Lo que ocurría —dicho sea en términos Locchianos— es que el principio suprahumanista estaba pasando, de forma acelerada, de su fase mítica a su fase ideológica y política.[17] En el plano ideológico la llamada Revolución conservadora alemana era una sus manifestaciones. Y en el plano político el fascismo de Mussolini fue el brote que hizo fortuna. Pero no el único.

Y aquí es donde entra D’Annunzio.

(Continuará.)

 

 

[1] Marcello Veneziani, Anni incendiari, Valecchi, 2009, pág. 7.

[2]Giorgio Locchi, Definiciones. Los textos que revolucionaron la cultura inconformista europea. Ediciones Nueva República, 2011, págs. 280-281.

[3]El futurismo estuvo presente en Rusia (Maiakovski), en Portugal (Pessoa), en Bélgica, en Argentina o en el mundo anglosajón con la fundación del Londres del movimiento vorticista por Ezra Pound y Wyndham Lewis.

[4]Marcello Veneziani,Anni Incendiari, Valecchi, 2009, págs. 15 y 16.

[5]Lucy Hughes-Hallett,Gabrielle D’Annunzio. Poet, seducer and preacher of war. Fourth State, edición Kindle, 2013.

[6]En el bombardeo incluyó proyectiles huecos de goma que contenían mensajes líricos. Posteriormente celebró este hecho —conocido comoLa beffa di Buccari(La broma de Buccari)— en una famosa balada: La Canzone del Carnaro [Los treinta de Buccari]: “Somos treinta hombres a bordo / treinta y uno con la Muerte”.

[7]Lucy Hughes-Hallett, Obra citada.

[8]Ernst Jünger: “Tres fragmentos de La guerra, nuestra madre”, en Revista de Occidente n.º 46, marzo de 1985, pág. 158.

[9]Lucy Hughes-Hallett, Obra citada.

[10]Giorgio Locchi:Definiciones, Ediciones Nueva República, 2010, pág. 59.

[11]Alain de Benoist: Lés idées à l’endroit. Avatar Éditions, 2011. págs. 54-55.

[12]Lucy Hughes-Hallett:Obra citada.

[13] Álvaro Lozano: Mussolini y el fascismo italiano. Marcial Pons Historia, 2012, pág. 108.

[14]Zeev Sternhell: El nacimiento de la ideología fascista. Siglo Veintiuno editores, 1994, pag 1. Nos ceñimos aquí a un análisis estricto del fascismo italiano, lo que excluye al nazismo. Señala el historiador israelí: “en modo alguno cabe identificar el fascismo con el nazismo (…). Ambas ideologías difieren en una cuestión fundamental: el determinismo biológico, el racismo en su sentido más extremo…la guerra a los judíos (…). El racismo no es una de las condiciones necesarias para la existencia de un fascismo. Una teoría general que quiera englobar fascismo y nazismo chocaría siempre con ese aspecto del problema. De hecho, una teoría así no es posible”. (Obra citada, págs. 4-5).

[15]En este sentido, los análisis teóricos de: Georges Sorel, R. Michels y Eduard Berth (Zeev Sternhell, Obra citada, pág. 182).

[16]Zeev Sternhel: Obra citada, pág. 386.

[17]Giorgio Locchi distinguía las fases mítica,ideológica y sintética como fases arquetípicas de las tendencias históricas. Así, en el caso del pensamiento igualitario su fase “mítica” se correspondería con la ecumene cristiana, la fase “ideológica” con la disgregación ocasionada por la reforma protestante y la aparición de diversas filosofías y partidos, y la fase “sintética” a las doctrinas de pretensiones científicas y universales (marxismo, ideología de los “derechos humanos”). 

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