“Está prohibido prohibir”, decían las paredes de las calles de París en la Francia convulsa —pero pronto quedaría claro que muy ordenada— del Mayo francés del 68.
Y tal es la imagen que en El Manifiesto. Revista de pensamiento crítico (N.º 5) ilustra el artículo de Adriano Erriguel donde analiza de fpr,a tan detenida como novedosa los desafueros y las frustradas esperanzas de Mayo 68, ese movimiento instaurador de la posmodernidad.
Vivir en Pogrelandia
¿En qué consistió la gran revuelta de Mayo 68 que pretendía derribar todas las barreras existentes en el mundo? No, no consistió —como parece, como todavía se cree— en socavar las bases del Sistema. Consistió, por el contrario, en afianzarlas (sobre bases distintas, huelga decir). No demasiados años después serían los descendientes de aquellos iracundos jóvenes los que se dedicarían a prohibir ("to cancel", dicen ahora) todo lo relacionado con la cultura blanca, opresiva y patriarcal.
A pesar de todas las apariencias, vivimos en una civilización reciente. Por mucho que habitemos en países centenarios y seamos los herederos de una cultura milenaria, las costumbres, ideas y creencias que vertebran nuestra visión del mundo no remontan más allá de unas décadas. Entre un hombre de 2017 y otro de 1950 puede haber más distancia —en sus concepciones antropológicas básicas— que la que pudiera darse entre un hombre de 1950 y otro nacido en 1800. A lo largo del último medio siglo nuestra civilización ha sido remodelada a fondo, con una velocidad y con una intensidad sin precedentes a lo largo de toda la aventura humana.
En ese sentido, un historiador francés, Alain Besancon, ha podido afirmar que “mayo 1968” es, sin ninguna duda, el evento más importante acaecido tras la Revolución americana y la Revolución francesa.
Pasado medio siglo desde entonces, ¿qué significado atribuir a aquellos acontecimientos?
Ante todo, el de ruptura de una larga cadena de transmisión cultural. “Matar al padre” es una metáfora freudiana que evoca un mandato generacional. Como el río de la vida, cada generación debe asumir sus propias tareas. El problema consiste en saber si, después de aquél célebre mes de mayo, queda todavía algún “padre” al que matar.
Mayo 1968 inauguró una época inédita: la transgresión como dogma y la rebeldía como nueva ortodoxia. Una “rebelocracia” —en palabras de Philippe Muray— que exalta sus propias contradicciones, las comercializa y las fagocita. Mercado global, domesticación festivista y educación para el consumo: los signos definitorios de nuestra época. En ese sentido mayo 1968 fue una revolución para acabar con todas las revoluciones.
¿Verdaderamente? Pasado ya medio siglo, la utopía sesentayochista adquiere para muchos los contornos de una burla insultante. La generación que quiso reinventar el mundo, reinventar la vida, exigir la felicidad y merecerlo todo, ha dejado como legado varias generaciones de juguetes rotos. Algo se torció en el experimento, y sin embargo aquella generación que cuestionó todas las certezas, que derribó todos los valores, proclama como incuestionables sus propios valores y sus propias certezas, exige pleitesía para ellas y las declara intocables y las sitúa como coronación suprema de la aventura humana.
Pero la aventura humana continúa; y una vez puesto en marcha, el acelerador de mutaciones sociológicas es imparable. Como ocurría en 1968, los tiempos están cambiando. Un nuevo malestar en la civilización —volvemos a Freud— se extiende con una virulencia nunca vista. A medida que avanza el siglo XXI, desde el caos de identidades deconstruidas, desde el reguero de juguetes rotos, aumenta el número de aquellos que, solitarios, atomizados, desarraigados, no habiendo conocido otro mundo que el conformado a partir de mayo 1968, tienen una serie de cuentas que ajustar con la gloriosa efeméride.
Mayo 1968 como evento publicitario
Partamos de un hecho: mayo 1968 como acontecimiento histórico ya no interesa a casi nadie. Su memoria se desvanece en el tiempo, entre la indiferencia de los más jóvenes. Pero la industria de las conmemoraciones, fiel a la cita, se encarga cada diez años de reactivar el recuerdo. Mayo 1968 se nos aparece hoy, de entrada, como una vorágine de ideas en movimiento, como una sucesión de performances y desbordamientos retóricos, como una cascada de photo-opportunities en un año que resultó muy fotogénico.
Mayo 1968 pervive, en primer lugar, como imagen y como icono. No en vano fue la primera revolución de la historia en la que lo virtual —la representación de los acontecimientos, la mediación publicitaria de los mismos— prima sobre la realidad de lo acontecido.
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