Europa, año cero (y II)

Este sistema conviene a demasiada gente, reúne a una coalición de intereses demasiado grande, y por eso será capaz de subsistir, aunque carezca de toda legitimación teórica o política.

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El mundo que vendrá

La idea de que “ya nada será como antes” es un lugar común repetido en la era del coronavirus. Podemos pensar que efectivamente así será, y de ahí el aspecto “escatológico” al que nos referíamos en el anterior artículo. Pero cabe también pensar que ese cambio, por muy radical que sea, no se producirá de la noche a la mañana. Al fin y al cabo, toda forma de organización humana se sostiene, en primer término, por el miedo al vacío.

Para valorar el impacto final que tendrá esta pandemia es preciso distinguir, ante todo, la dimensión moral y la dimensión institucional. Una cosa es pensar que la “sociedad abierta”, las Naciones Unidas o la Unión Europea han sido las víctimas intelectuales de esta crisis, y otra cosa es pensar que las instituciones vigentes vayan a ser las víctimas reales, al menos por un tiempo. Eso es algo sobre lo que alerta el filósofo francés Marcel Gauchet, quien se muestra escéptico ante cambios radicales y señala que “una vez que el virus se haya ido, las cosas retomarán el ritmo de antaño. En cualquier caso, se intentará que así sea. Este sistema conviene a demasiada gente, reúne a una coalición de intereses demasiado grande, y por eso será capaz de subsistir, aunque carezca de toda legitimación teórica o política. Además, ha sido construido precisamente para eso: podréis detestarlo, pero no os podréis deshacer de él”. Por otra parte – añade Gauchet – “el carácter excepcional de esta crisis y su impacto profundo sobre la economía real  jugarán a favor de las soluciones ya conocidas, porque la prioridad será la recuperación económica a todo precio y en el plazo más corto posible”. En consecuencia – concluye – nos encontraremos en “un contexto favorable para los mundialistas y los librecambistas de todo pelaje que dominan la profesión económica, incluso si la intervención masiva por parte de los Estados pasa a un primer plano”.[1]

¿Se saldará la crisis con un “más de lo mismo”, tal y como ya ocurrió tras la crisis de las subprime en 2008?

La historia siempre está abierta y predecir el futuro es, casi siempre, hacer el ridículo. Pero con esta crisis global – la más grave, seguramente, desde la segunda guerra mundial – habrá que admitir que algo profundo se ha quebrado, tal vez de forma irremisible. Algo que actúa sobre el plano moral y las perspectivas de la población: el pacto social del liberalismo. Ese pacto social que – en palabras de John Gray – “con su palabrería de libertad de elegir, consistía en el experimento de disolver todas las fuentes tradicionales de cohesión social y de legitimidad política, para sustituirlas por una promesa de elevación constante de los niveles de vida. El experimento ha concluído”.[2] Desde el año 1945 –a lo largo de los “30 gloriosos” y mucho después con la globalización– todas las generaciones han vivido en la ilusión de un progreso constante, en la idea de que ellas, en cualquier caso, siempre vivirán mejor que sus padres. Hoy empiezan a asumir – empiezan a saber– que eso no va a ser así…

Sobre cómo afectará ese cambio profundo a la economía, a la política, a las relaciones internacionales y a la cultura, es algo que empezaremos a ver en los próximos años. En cualquier caso, el neoliberalismo rampante ya tiene plomo en sus alas. Por de pronto, se avecina una rehabilitación rotunda de los Estados-nación. Para Marcel Gauchet, éstos se convertirán, a partir de ahora, en los vectores insustituibles de la globalización.[3] Pero lo contrario parece también posible, e incluso lo más probable: que los Estados se conviertan en los pilotos de la desglobalización o, al menos, de una ralentización de la misma. Los Estados descubren ahora que quizá no era tan buena idea importar medicinas desde China, ni carecer de una producción autónoma de respiradores, ni depender de la mano de obra foránea para asegurar la producción agrícola. Tras varias décadas de desindustrialización y deslocalizaciones, los Estados redescubren el valor estratégico de la energía, de la agricultura y de la defensa, y se plantean la necesidad de una auténtica política industrial. La palabra soberanía vuelve a estar de moda. Es la crisis del modelo ricardiano de la división internacional del trabajo, crisis que se extenderá a las empresas que quieran recuperar la fabricación externalizada, reduciendo así los riesgos de transporte. El coronavirus rompe la cadena de la producción global y deslocalizada, dando la razón al modelo antiglobalista impulsado por los movimientos populistas.[4] Todo esto supone un rotundo desmentido al economicismo de Friedrich Hayek y Milton Friedman, que consideraban que se debía permitir a cada actor individual optimizar sus cálculos económicos y que ello produciría el mayor crecimiento posible a nivel mundial. De generalizarse, esta contracción de las cadenas de valor provocará un aumento de los costes de producción, lo que a su vez repercutirá sobre el consumidor. Adiós por tanto al Consumidor-Rey como fetiche de la economía neoliberal. Porque ahora se demuestra que ni el consumidor es la razón última de la política, ni el Mercado es per se un proyecto político, ni la supresión de las fronteras es el horizonte mundial insoslayable.[5] Es el crepúsculo de los ídolos del globalismo.

Retorno de la geopolítica

La irrupción del coronavirus abre un escenario de transformaciones que se declinarán en varios niveles: político, económico, sociológico, cultural, y también en las relaciones internacionales. En esta última dimensión la pandemia acentuará las tendencias que ya estaban en curso: la vuelta de los Estados-nación, el control del espacio físico, la planificación a largo plazo, la prioridad de lo real sobre lo virtual, la multipolaridad. La lucha contra el Covid 19 ha permitido visibilizar la capacidad acumulada por los Estados para ejercer un control exhaustivo sobre sus ciudadanos, un escenario en el que el derecho a la privacidad y otras libertades básicas – reunión, desplazamiento, información – podrían verse seriamente limitadas. Un “futuro iliberal” anuncian algunos, asimilando de forma interesada el declive del liberalismo posmoderno a la ausencia de libertades o a la mera tiranía. Sea como fuere, la pandemia plantea con crudeza el debate que subyace en toda filosofía política ¿Qué es lo prioritario, la seguridad o la libertad? ¿Qué se sitúa en primer plano, la comunidad o el individuo?

Todo parece indicar que el predominio de la esfera individual y la desconfianza ante los sentimientos patrióticos– dos actitudes que el consenso ideológico post-1945 había favorecido – van a sufrir, en el mundo post coronavirus, un severo correctivo. Y eso afecta a una Unión Europea que es, al fin y al cabo, la plasmación institucional de ese consenso. No en vano la Unión Europea siempre antepuso la “gobernanza” a la soberanía, la tecnocracia a la política, el multilateralismo a la persecución de los intereses nacionales. Y en un mundo cada vez más geopolítico apostó por el soft power, en la convicción de que podría seguir caminando sobre las aguas, repartiendo generosas dádivas y virtuosas admoniciones. Llegó la hora del despertar.

En el mundo post-coronavirus ¿qué futuro para la Unión Europea?

Algunos sueñan con una refundación en clave soberanista: relocalizar los sectores industriales estratégicos, abandonar el ordoliberalismo impuesto por Alemania, tal vez hacer del Euro una moneda común (en vez de una moneda única). Esta refundación otorgaría a los Estados un mayor control sobre su política de fronteras, con el objetivo de hacer frente tanto a las crisis sanitarias (el Covid 19 no será la última) como a las crisis migratorias provocadas por un insostenible efecto llamada. Pero ésta es una opción harto improbable, habida cuenta de que choca con la gran prioridad bruselense: la libre circulación de personas y mercancías. Al resistirse a cerrar fronteras ante la pandemia, la Unión Europea puso a sus ciudadanos en peligro; una ineptitud que no será olvidada fácilmente (las analogías con Chernobyl, episodio clave en la caída de la Unión Soviética, saltan a la vista).

Otro posible escenario – el más probable sin duda alguna– es el continuismo. Un acuerdo de mutualización financiera frente a la postpandemia será celebrado con grandes salvas de “más gobernanza” y “más Europa”. Y la Unión Europea continuará su camino cada vez más dividida (países del norte, del sur y de Visegrado), cada vez más perdida en su laberíntica toma de decisiones, erosionada por las crisis migratorias, chantajeada por sus vecinos, enganchada en una globalización que los demás países abandonan, rodeada de la desafección creciente de sus ciudadanos, incapaz de suministrar las funciones protectoras que sí ofrecen los Estados. Si nada lo remedia, esa Unión Europea irá cayendo en una irrelevancia parecida– señala John Gray en una poderosa analogía – a la del Sacro Imperio Romano-Germánico, que vegetó durante generaciones mientras las auténticas decisiones se tomaban en otra parte.[6]

Existe un escenario aún más sombrío: el de una progresiva escalada de catástrofes económica, social, política, financiera, migratoria, sanitaria, ecológica – a las que Bruselas, esta vez, no podrá hacer frente repartiendo dinero. Entonces llegará el momento en el que, frente a los responsables, se alzará la cólera. Y ésta no podrá ser confinada.

La revancha de lo Real

Una de las consecuencias más anunciadas de la pandemia es que nuestras vidas serán, a partir de ahora, mucho más “virtuales”. Toda la experiencia del confinamiento – con las actividades laborales, sociales y de ocio confiadas a las redes – conduce a pensar así. Una conclusión sugestiva para el Poder, que querría ver a una ciudadanía recluída en su burbuja doméstica y ajena a movilizaciones y protestas. ¿Triunfo de lo virtual sobre lo real? Teniendo eso mucho de cierto, es tan sólo una parte de la historia.

La expansión de lo virtual es innegable, el coronavirus no ha hecho sino acelerar una macrotendencia global. Pero si observamos el cuadro completo, vemos que esta crisis ha puesto de relieve unas dependencias materiales cuya satisfacción dábamos hasta ahora por descontada. En ese sentido las llamadas a recuperar un tejido industrial y productivo propio son, en sí mismas, un retorno de lo real frente a los cantos de sirena de la globalización. Lo mismo cabe decir de la necesidad, hoy reconocida, de contar con una sanidad pública robusta, así como del protagonismo ganado por las actividades que, en el orden de la “fisicidad”, atienden los servicios esenciales: médicos, sanitarios, científicos, ingenieros, medios de comunicación, fuerzas del orden, militares y trabajadores de las diversas ramas –agricultores, manufactureros, transportistas, repartidores, cajeros, limpiadores y muchos otros – que han hecho posible que los demás puedan permanecer en casa. Esta vuelta a lo básico –a las necesidades biológicas de supervivencia – evidencia una contradicción latente en los mercados de trabajo: los trabajos más productivos y socialmente necesarios son los que, muy frecuentemente, reciben peor trato en dinero y en prestigio, mientras que muchos trabajos inútiles o prescindibles se sitúan en la parte superior de la escala social. Una contradicción subrayada, no hace mucho, por el antropólogo norteamericano David Graeber, con su célebre distinción entre “trabajos basura” (socialmente necesarios pero sometidos a precariedades y abusos) y “trabajos de mierda” (los trabajos inútiles).[7] Es la fractura social que se expresa, en gran parte, en las protestas de los “chalecos amarillos”. Todo lo cuál no deja de ser una toma de conciencia – o revancha de lo Real – frente a un mundo posmoderno lleno de vendedores de humo que, sin aportar nada tangible, nos dicen cómo debemos pensar y cómo debemos vivir. La emergencia sanitaria ha retratado a unos y otros. Tras años de exhibicionismo plañidero en el que sólo las víctimas eran los héroes, ahora se aplaude el verdadero heroísmo de médicos y sanitarios; se redescubre “la importancia de lo común, de lo trágico, de la guerra, de la muerte, en resumen, de todo aquello que se pretendía olvidar” (Alain de Benoist).[8]

Toda esta revancha de lo real se desplegará, de forma particularmente aguda, sobre las consecuencias económicas y sociales de la pandemia. Si la crisis de 2008 fue una crisis financiera que se transformó en crisis económica (de la economía virtual a la real) todo conduce a pensar que, en esta ocasión, podría ser justo lo contrario. En una situación de parálisis económica y paro masivo, las protestas y reivindicaciones tendrán necesariamente un contenido material y materialista. Al Poder le resultará más difícil distraer la atención con globitos arco-iris, minorías empoderadas y “revoluciones feministas” convocadas desde las instituciones.

En un escenario ideal, la presente situación podría conducir a un cambio de mentalidad: al de unas élites que, durante décadas, han sido educadas ­– como señala Jean-Pierre Chévenement– “como si las naciones no tuviesen ya importancia, como si vivieran en un universo plano donde las fronteras hubieran desaparecido, y donde los valores de patriotismo, servicio público, solidaridad y civismo practicamente ya no existen. Es el fenómeno que el escritor americano Christopher Lasch bautizó hace años como la “rebelión de las elites”: el hiperindividualismo egoísta que se desentiende del destino de las capas populares”.[9] ¿Asistiremos a un cambio de rumbo?

Es muy difícil ser optimista, ­habida cuenta ­– Marcel Gauchet rebaja de nuevo las expectativas– “de lo que son las élites actuales, del estado en que se encuentran la universidad actual y la llamada “sociedad del conocimiento”, en la que el conformismo ilustrado es Rey”.[10]

A todo esto ¿qué dice sobre el coronavirus la intelectualidad progresista?

Sopa de Wuhan

Los tiempos posmodernos son los de la construcción de “relatos”. Tiempos en los que la realidad cuenta menos que la interpretación de la misma, y en los que la “verdad” es sustituída por los “significados”. Lejos de ofrecernos un análisis de la realidad, las “narrativas” posmodernas sólo reflejan la intención de sus autores. Una noche de la inteligencia en la que todos los gatos son pardos y todos los tontos son activistas, psicoanalistas y “críticos culturales”. La crisis del coronavirus les ofrece un circo de tres pistas para que puedan exhibir el plumero. ¿Qué conclusiones les inspira la pandemia? ¿Cómo será, según ellos, el mundo que vendrá?

Algunos diagnósticos de la progresía pensante fueron recogidos en la antología “Sopa de Wuhan”, una piadosa inciativa con el sello inconfundible de la izquierda liberasta.[11]

Abrió el fuego Giorgio Agamben, quien no desaprovechó la oportunidad de hacer el ridículo al declarar que “el coronavirus no existe”. O más exactamente, que el virus es un arma ideológico-coercitiva destinada a sembrar el miedo, militarizar la vida de las personas y someter a la población con medidas “fascistas”. Empezó fuerte Giorgio Agamben y puso arriba el listón. Pero como no hay boda sin tía Juana, saltó enseguida el filósofo, psicoanalista, sociólogo, critico cinematográfico y mil cosas más Slavoj Zizek, quien dictaminó que “el coronaviris supone el golpe definitivo contra el capitalismo porque demuestra que otro mundo es posible”. Y se quedó tan ancho. La pandemia revela, según Zikek, las debilidades de las las democracias liberales y tendrá por ello un efecto positivo, el de situarnos ante la “barbarie o alguna forma de comunismo reinventado”.

Lo de Zizek es un claro ejemplo de práctica discursiva de izquierda posmoderna. Zizek nos anuncia, por enésima vez, el advenimiento del “comunismo” (¡oh, qué rojo!) porque el coronavirus “ha propinado un golpe a lo Kill Bill al capitalismo” (¡Wow!). Pero es un comunismo muy peculiar el suyo, un comunismo destinado a salvar “nuestros valores liberales”, un comunismo basado “en la confianza en las personas y en la ciencia” para construir “una sociedad alternativa y más allá del Estado-nación” según “formas de solidaridad y cooperación global”. Postureo radical-chic para un contenido moralista que podría firmar Paolo Coelho. Es muy legítimo pensar así, por supuesto. Pero presentar como “producción filosófica” lo que no pasa de ser una colección de buenos deseos, no lo es tanto. La charlatanería intelectual del esloveno vehicula un mundialismo banal muy a la altura de su reconocido talento como inspector de inodoros.

En esta aurora del “comunismo” no podía faltar el filósofo francés Alain Badiou, momia maoísta que otorga un contrapunto ortodoxo y vintage a las divagaciones posmodernistas de otros.[12] Porque la izquierda divagante (Gustavo Bueno dixit) encuentra en el coronavirus forzosamente una mina, dado que el tema se presta a todo tipo de aspavientos foucaltianos sobre el “biopoder” y el control y la cosificación de los “cuerpos”. De lo que se siguen inevitables y pomposos refritos postestructuralistas aplicados al hic et nunc de la situación sanitaria y la lucha contra la pandemia. Pero hay dos temas recurrentes que son el punto de encuentro de todos estos análisis, y que nos indican la filiación globalista ­– y neoliberal, en el sentido más profundo del término – de todos ellos: la abominación de la idea de frontera y la aspiración a un gobierno mundial.

El virus se ha coronado – decíamos antes – como el auténtico “ciudadano del mundo”, y ese hecho, en sí muy preocupante, parece llenar de implícito gozo a la intelectualidad liberasta, en cuanto vendría a demostrar ¡de forma irrebatible! el carácter perjudicial y obsoleto de las fronteras que ellos siempre han denunciado. Eso es lo que viene a decir más o menos Markus Gabriel, otro moralista disfrazado de filósofo que, para la ocasión, alumbra un gran tópico: el virus nos trae un “descubrimiento de la Otredad”. We are the World, enciendan los mecheros. Nos encontramos ante un problema global que requiere una solución global y una gobernanza global y un Todo global, y eso es algo en lo que los radicales de opereta coinciden con los poderes financieros y las élites de Bilderberg y Davos.[13] Unas élites a las que el anciano Henry Kissinger daba voz en un artículo en el Wall Street Journal, en el que alertaba sobre “el anacronismo de la ciudad amurallada”, a la vez que hacía un llamamiento a salvaguardar “el orden mundial liberal””. O sea, a salvaguardar su mundo, el mundo que nos ha conducido hasta la presente situación y para el que no hay otra alternativa – según Kissinger ­– que “un mundo en llamas”.[14]

Sí, es cierto que el virus no conoce fronteras. Pero las fronteras sí pueden reconocer al virus y prevenir su expansión. El hecho de que fueran las “ciudades amuralladas” – los países que antes cerraron las fronteras– los que más vidas salvaron, el hecho de que, entre las “sociedades abiertas”, hayan sido las menos “abiertas” las que antes controlaron la epidemia (ejemplos de Polonia, Hungría y la República Checa), todo eso no parece hacer mella en el argumentario liberasta, que nunca permitirá que los hechos le arruinen el relato. ¿Qué se podía esperar de un cúmulo de comulgantes en secesión de la realidad?

Pues justamente eso: navegar en el éter de un pensamiento autorreferencial y endogámico, de un pensamiento profundamente institucional (por mucho que se las dé de subversivo) en el que la repetición de letanías y frases hechas sustituye a cualquier amago de análisis. Así, sobre un fondo de pandemia vírica se despliega una condena puramente retórica del “capitalismo” y del “neoliberalismo”, siempre en clave de dolorismo cursi y narcisismo de los buenos sentimientos. Ninguna idea original, ningún programa, ninguna propuesta de acción concreta, más allá de la construcción de palabros y la fuga mental hacia un planeta “queer” a la hechura del freak y la mujer barbuda. Todo lo cual responde, en el fondo, a un odio profundo a la naturaleza humana. Como la que destila, por ejemplo, la ocurrencia emitida desde la galaxia Soros de que “la crisis el coronavirus muestra que es el momento de abolir la familia”.[15] Recetas globalistas para la pandemia vírica.

¿Sopa de Wuhan? Una sopa de aguas fecales con deposiciones posmodernistas rebozadas en farfolla seudoacadémica. Un menú que el sistema intentará que nos traguemos.

¿Progreso o eterno retorno?

La pandemia del coronavirus anuncia el regreso de la idea de límite. Ahora somos conscientes de que, frente a la naturaleza, hemos traspasado el umbral de seguridad y hemos alcanzado un límite. Lo cual es un shock antropológico para una civilización basada en la ausencia de límites, en la idea del “siempre más” – más circulación, más intercambios, más mercancías, más beneficios –. Una civilización basada en la demonización de toda línea divisoria entre países, culturas, identidades sexuales, vida, muerte, materia orgánica y materia inerte (transhumanismo). Laissez faire, laissez passer, el dogma de la “sociedad abierta”. Pasar, circular, mezclarse, hibridarse, el progreso indefinido como sentido de la historia, como camino hacia la “paz universal” kantiana. Tiempos inclusivos, fluídos, líquidos, pero que el coronavirus parece haber congelado. La “sociedad abierta” se ha cerrado a cal y canto.

¿El fin de un mundo? En todo caso el fin de este mundo. Demasiados signos precursores – auge del populismo, crisis migratorias, Bréxit, victoria de Donald Trump – venían ya anunciándolo. Con sus dimensiones de plaga bíblica,

El coronavirus marcará un contrapunto simbólico. Pero la caracterización final de este proceso todavía no está clara

el coronavirus marcará un contrapunto simbólico. Pero la caracterización final de este proceso todavía no está clara. Para algunos se trata del fín de un ciclo en la globalización: el que empezó en 1989 y tal vez ya haya terminado. Para otros – los más apegados al relato oficial – se trata de un accidente que nos conducirá, porque no hay alternativa posible, hacia más globalización y hacia una gobernanza mundial. Y para otros – y esa es la tesis de estas líneas – nos encontramos ante la crisis del mundo que surgió en 1945, ante la crisis de esa “sociedad abierta” que, transcurridas varias décadas, nos ha dejado al borde de un precipicio, sin red de seguridad, sin estabilidad, sin patria y sin hogar.

¿Sin patria y sin hogar? El escritor francés Hervé Juvin lo expresa de esta forma: “cuando la frontera no está en ninguna parte, está por todas partes, (…) cuando ya nadie es ‘extranjero’, todos se convierten en extranjeros para todos, la piel se convierte en la única frontera. (…) El ideal libertario de la apertura de fronteras, a través del imprevisto de una pandemia, nos condujo al infierno de la gran separación, a la separación de los cuerpos, de los vínculos y de las vidas, a esa soledad que va a ser la gran miseria de los países ricos”.[16] Es la ruptura del vínculo social, el drama de una sociedad atomizada y egoísta. Los miles de ancianos muriendo en la soledad de las residencias, lejos de sus familias, son el grito de acusación contra la miseria moral de toda una época. Ahora caemos en la cuenta de ello. El largo siglo XX comienza – por fín – a cerrarse.

¿Significa todo eso un retorno al pasado? ¿La vuelta a un orden “westfaliano” de Estados? Eso no es posible y sería absurdo pensar así. Durante los próximos años la crisis nos colocará, seguramente, ante situaciones inéditas que requerirán fórmulas inéditas. En el peor de los casos – y eso sería el escenario distópico – los gobiernos podrían deslizarse hacia posdemocracias orwellianas, hacia regímenes policial-digitales como el que hoy se instala en China. Sólo los pueblos en pie podrán frustrar las tentaciones de un estado de excepción permanente.

Pero lo que sí parece claro es que se avecinan tiempos recios, tiempos en los que los valores blandos que nos habían inculcado se revelarán caducos. Nos habían dicho que debemos evitar las convicciones estables, que debemos esquivar las fidelidades permanentes. Nos habían dicho que nuestras identidades son fluídas y que somos de cualquier parte y de ninguna. Pero eso va a sufrir un severo correctivo. Los intentos de las élites por deconstruir las viejas lealtades y debilitar los arraigos colectivos – al tiempo que, de forma punitiva, nos imponen la obligación de “tolerancia” – van a chocar con la aspiración, cada vez más común entre los pueblos, por fortalecer esas lealtades y esos arraigos. El hombre a la intemperie de la “sociedad abierta” quiere recobrar su Hogar. El tan demonizado “populismo” es una manifestación de ese deseo. Es el “retorno de los dioses fuertes” descrito, entre otros, por el teólogo norteamericano R. R. Reno.[17] Tal vez llega la oportunidad de una nueva “hora cero” para Europa, el momento de enmendar aquél triste final de la película de Rossellini en el año 1948.

¿Qué hacer? Ante todo, no seguir equivocándonos de siglo, ajustar las neuronas a la nueva época. La tragedia del coronavirus marca un cambio radical de perspectiva. La demolición del mito del progreso y de la concepción progresista de la historia supone, en sí misma, una revolución cultural en toda regla. Frente al dogma del progreso, se alza de nuevo la imagen poderosa del Eterno Retorno. Es lo mismo que, en palabras sencillas, nos viene a recordar el célebre adagio: “los tiempos duros crean hombres fuertes, los hombres fuertes crean buenos tiempos, los buenos tiempos crean hombres débiles, los hombres débiles crean tiempos duros”. ¿En qué fase nos encontramos?

Por el momento estamos en la crisis. Queda por ver si entraremos en el caos.

[1] Marcel Gauchet, “Les mondialisateurs n’ont pas rendu les armes”. Entrevista realizada por Élisabeth Lévy. Causeur, n.º 78, abril de 2020, pp. 32-37

[2] John Gray, “Why Coronavirus is a turning point in History”.

[3] Según este filósofo asistiremos a un reajuste: “no el Estado-nación contra la globalización, sino la globalización por y a través del Estado nación”. Marcel Gauchet, Obra citada.

[4] Pablo Pardo, “El coronavirus rompe la cadena de producción global y deslocalizada, se impone el modelo de Donald Trump”. El Mundo, 19 de abril de 2020.

[5] Cuestiones desarrolladas por Hervé Juvin en “Le Mal du siècle”, Causeur n.º 78 avril 2020,
pp. 40-44.

[6] John Gray, “Why Coronavirus is a turning point in History”.

[7] David Graeber, Bullshit Jobs. A Theory. Simon &Schuster 2018. Traducción española: Trabajos de Mierda. Una teoría, Ariel 2018. La encuesta de Graeber sitúa gran parte de los “bullshit Jobs” en los sectores administrativos y de servicios de la “nueva economía”.

[8] Alain de Benoist, “L'après coronavirus”. Valeurs Actuelles, 5 de abril de 2020.

[9] Entrevista a Jean-Pierre Chévenement. El Confidencial, 06/04/2020.

[10] Marcel Gauchet, “Les mondialisateurs n´ont pas rendu les armes”. Entrevista realizada por Élisabeth Lévy. Causeur nº 78, abril de 2020, pp. 32-37

[11] Iniciativa editorial que se presenta como “punto de fuga creativo ante la infodemia, la paranoia y la distancia lasciva autoimpuesta como política de resguardo ante un peligro invisible”. (Sic). La recopilación incluye dos aportaciones de cierta calidad, la del intelectual marxista David Harvey y la del filósofo germano-coreano Byung Chul-Han. Disponible en Internet.

[12] Para Badiou el interludio epidémico es una oportunidad de trabajar en “nuevas figuras de la política” que consisten, según él, en “el progreso transnacional de una tercera etapa del comunismo, después de aquella brillante de su invención y de aquella interesante (…) de su experimentación estatal”.

[13] El joven Markus Gabriel, filósofo promocionado por los grandes periódicos y editoriales europeas, es un ejemplo de cómo se construye un “intelectual orgánico” al servicio de la corrección política. En una entrevista reciente en El País, M. Gabriel proponía “cerrar las redes sociales estadounidenses en la UE, para relanzar nuestras redes basadas en periodismo de calidad. Por ejemplo, una red social de El País, es decir, con todas las ventajas de una red social, pero gestionada por periodistas expertos”. Markus Gabriel, entrevista en El País, 2 de mayo de 2020.

[14] Henry Kissinger, “La pandemia del coronavirus transformará para siempre el orden mundial”. The Wall Street Journal 6/04/2020.
José Vicente Pascual, “El globalismo saca pecho”. Posmodernia.com

[15] ElManifiesto.com

[16] Hervé Juvin, “Coronavirus, l´extension du contrôle social”. Éléments pour la civilisation européenne. Numéro 183, Mai 2020 p. 17.

[17] R. R. Reno, Return of the Strong Gods. Gateway Editions 2019.
Señala este autor que, a partir de 1945, occidente se ha empeñado en un debilitamiento consciente de todos sus valores, tendencia acentuada a partir de 1989. “El consenso de posguerra se ha calcificado en los dogmas de “apertura”, tanto es así que algunos líderes de Europa y Estados Unidos lo tienen muy difícil para articular una defensa socialmente respetable de leyes de control de fronteras e inmigración que, hace tan sólo una generación, serían consideradas como puro sentido común. El debilitamiento del Ser se ha convertido en la forma obligatoria de pensar”. El periodista Christopher Caldwell citaba las siguientes palabras de un líder europeo: “vivimos en un mundo sin fronteras, en el que nuestra nueva misión es defender las fronteras, no las de nuestros países, sino las de la civilidad y los derechos humanos”. Palabras idénticas a las que hoy podría emitir cualquier obispo. Obra citada, edición Kindle.

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