Populismo 3.0

Apuntes sobre la revolución que viene (III)

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¿Construir pueblo?

“Construir pueblo”, dicen los populistas de izquierda. Según esa idea, parece que no había pueblo hasta que ellos vienen a construirlo. Y si lo construyen será para algo. ¿Cuál es para ellos la finalidad del pueblo? Veamos.

Para Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, el pueblo no es un referente empírico o una categoría sociológica, sino lo que ellos llaman una “construcción discursiva”. Ésta se forma sobre una “cadena de demandas”, que son heterogéneas entre sí pero que se articulan en una relación de equivalencia: cada una de ellas implica a todas las demás. El objetivo de esa cadena es conquistar la “hegemonía”. Ésa es, para el populismo de izquierdas, la palabra clave.

La teoría de la hegemonía fue desarrollada en su día por Antonio Gramsci. Según el teórico italiano, para conquistar el poder no basta con apoderarse de las palancas del Estado. Antes es preciso constituir un bloque ideológico hegemónico y hacerse con la sociedad civil. Porque lo importante es conquistar lo que él llama el “Estado integral”, que se compone de la sociedad civil + la sociedad política. Ernesto Laclau viene a desarrollar el esquema gramsciano, incorporándole el constructivismo lingüístico posmoderno. Para conquistar la sociedad civil es preciso deshacerse de la hegemonía anterior, y eso sólo puede hacerse construyendo las mencionadas “cadenas de demandas”, unas demandas que son a la vez “identitarias” y “contra-hegemónicas”.

La “identidad” es la otra gran palabra clave. El populismo de Laclau gira en torno a la exacerbación de las propuestas identitarias. La identidad es la cuestión central de la posmodernidad, una cuestión en torno a la que giran tanto el populismo de izquierda como (lo veremos) el populismo de derecha.

Al analizar el populismo de izquierdas, conviene tener presente que Laclau no se interesa, prima facie, por las cuestiones ideológicas de fondo – qué modelo de sociedad queremos construir, cómo vamos a organizar la economía, qué tipo de hombre queremos promover, etcétera – sino por cuestiones de estrategia. Su obra puede leerse como un diseño estratégico para conquistar la hegemonía. Una especie de manual para príncipes posmodernos. Y lo hace partiendo de una reflexión sobre la esencia de lo político en la que se mezclan, entre otras influencias, la del jurista Carl Schmitt y la del psicoanalista Jacques Lacan. En realidad, son las teorías de este último las determinantes para entender a Laclau, cuya obra puede leerse como una traslación a la política de las categorías lacanianas. Algo que queda bien patente en una jerga ampulosa que exige del lector altas cotas de paciencia.

Un rodeo por el psicoanálisis

A la hora de ajustar cuentas con el populismo de izquierda, es inevitable toparse con Lacan. El populismo de Ernesto Laclau –y el de su colaboradora Chantal Mouffe– forma parte de esa corriente teórica que ha venido en llamarse la “izquierda lacaniana”, y que hoy cuenta con el esloveno Slavoj Zizek como vedette máxima. Y ello no porque Lacan fuera un “intelectual comprometido” o políticamente significado (no era el caso), sino porque su aparataje conceptual viene como anillo al dedo para formatear el discurso izquierdista a los “tiempos líquidos” del neoliberalismo.[1]

Por su trascendencia en el campo político, la gran aportación de Lacan consiste en lo siguiente: la constatación de la imposibilidad del ser humano para representar y/o simbolizar lo Real. ¿Qué es para Lacan lo Real? Precisamente: todo aquello que se resiste a ser representado o “simbolizado” a través del lenguaje. Porque el lenguaje es el único instrumento disponible que nos permite representar/simbolizar parcialmente lo Real. A esa parte (parcial e incompleta) de lo Real que podemos simbolizar a través del lenguaje lo denominamos “realidad”. Nos encontramos por tanto con una diferencia fundamental entre la “realidad” (aquello que el hombre es capaz de simbolizar/representar por el lenguaje) y lo Real – también denominado el “Otro simbólico” –, que es la fuente de la que mana la “realidad”, pero que como totalidad escapa a todo intento de representación/simbolización. Todo muy abstracto, sí, pero cargado de consecuencias políticas.

Primera consecuencia: la importancia que se concede al lenguaje a la hora de moldear la realidad.

Todo aquello que no está en el lenguaje, no está en el mundo. Lacan creía en la preeminencia del lenguaje – del discurso social–  sobre el sujeto y sobre el objeto. Esa creencia en que la realidad no tiene una existencia autónoma con respecto al lenguaje prefigura las corrientes posmodernistas que defienden la llamada “capacidad performativa del lenguaje” (el lenguaje crea la “realidad”). De lo que se desprende que toda lucha política es, ante todo y sobre todo, una lucha por el lenguaje.

Segunda consecuencia: la importancia capital de “los significantes”.

En la lingüística estructural y la semiótica, se denomina “significante” a aquél componente material del signo lingüístico que tiene la función de apuntar hacia un significado.  Es decir, toda palabra-significante se remite necesariamente a un significado. Ahora bien, el significado (lo que se percibe como “realidad”) emana a su vez de esa parte de lo Real que se ha quedado fuera, y que nunca podrá ser totalmente simbolizado por lenguaje. Esta “falta” o ausencia se compensa a través de la imaginación. Lo “significado” es en realidad un producto de la imaginación, que se inscribe en la realidad a través de la mediación simbólica del lenguaje, es decir, a través de las palabras-significantes. Todo este embrollo equivale a decir que, dentro del lenguaje, el elemento determinante son los significantes, muy por encima de los significados. Los significantes están en mayor o menor medida “vacíos”, están listos para rellenarse con cualquier contenido. ¿Hacia dónde vamos a parar con todo esto?

La importancia política de esta idea es inmensa, porque abre la vía hacia una manipulación infinita del lenguaje: los “juegos de lenguaje” tan queridos de Laclau. En el ámbito político, ejemplos de significantes vacíos (o “flotantes”, según Laclau) son: “la democracia”, “la libertad”, “los derechos humanos”, “la tolerancia”, “la diversidad”, “el fascismo”, etcétera. Al tratarse de palabras de uso corriente, no habrá que hacer esfuerzos para convencer a nadie sobre su pertinencia. Pero el verdadero objetivo del político populista será “resignificarlos” con el contenido que más le convenga (“nuestra” propia idea de libertad, tolerancia, derechos humanos, fascismo, etcétera).

Tercera consecuencia: las políticas de identidad

De la misma forma que la totalidad de lo Real nunca podrá traducirse al nivel simbólico-imaginario de la “realidad”, la identidad de los sujetos individuales nunca podrá expresarse como “identidad plena”. Toda identidad individual será necesariamente parcial e incompleta. Ello es así porque el “ingreso” del individuo en el mundo del lenguaje – en el mundo de lo simbólico – “se hace a costa de una pérdida irrecuperable, a costa de sacrificar el acceso inmediato a lo Real, a ese resto inasimilable que resiste a la simbolización y permanece excluido del orden socio-simbólico”.[2] En teoría psicoanalítica, la imposición del lenguaje sobre el ser humano se asimila a una “castración”, al “Edipo” o a la imposición de la figura del Padre. Ésa es la “fisura” inherente a la subjetividad humana, una carencia que tendemos a remediar mediante continuos procesos de identificación individual. La trascendencia política de esta idea es clara, si tenemos en cuenta – señala el politólogo Yannis Stavrakakis –  que “los objetos de identificación en la vida adulta incluyen las ideologías políticas y otros constructos sociales, y que los procesos de identificación son constitutivos de la vida sociopolítica. No es la identidad como tal la que es constitutiva, sino los procesos de identificación; en vez de políticas de identidad habría que hablar por tanto de políticas de la identificación”.[3] La realidad social y política es el lugar en el que el sujeto individual intenta reencontrar su plenitud, su identidad perdida.

Es fácil advertir el peso de esta idea en la práctica populista de izquierda. El uso de las emociones primarias (la indignación, la compasión, el amor, el odio) el maniqueísmo, la primacía dada los sentimientos sobre las razones… todo ello con el objetivo de hacerse con el “piloto automático” de los procesos individuales de identificación, de suplir la fisura/carencia identitaria original y orientarla hacia las políticas populistas.

Todo lo cual tiene además un corolario importante: no hay “identidades esenciales”, sino solamente “formas de identificación”, detrás de las cuales no existe nada más que nuestro deseo. Las identidades que antaño parecían más allá de toda duda – las identidades nacionales, étnicas, sexuales – se convierten en identidades “flotantes”. Casos concretos. No hay identidades sexuales objetivas (eso sería un “esencialismo”) sino que hay procesos de construcción de dichas identidades, que pueden variar con el tiempo. Otro ejemplo: no hay una realidad objetiva llamada “nación española”, pongamos por caso. Si la hay, ésta no tiene más relevancia que la que pueda tener una “nación aragonesa” o una “nación riojana”, si decidiéramos identificarnos con esas formas nacionales.

El populismo de izquierda se suma así a la ingeniería social del posmodernismo, al shopping identitario en un mundo donde lo único seguro son los flujos de oferta y de demanda. Un mundo perfectamente neoliberal. Los feminismos, el veganismo, el animalismo, los LGTBIQ, los nacionalismos, los indigenismos, los cooperativismos, los victimismos “interseccionales”, son formas de constructivismo identitario susceptibles de alimentar las “cadenas de demandas” que, articuladas según una lógica de equivalencias, sirven para construir un nuevo “pueblo”.[4]

Una gigantesca tela de araña

En la práctica del populismo de izquierdas, las reivindicaciones de las minorías son fundamentales. Pero abandonadas a su suerte, esas reivindicaciones son “significantes” que “flotan” y pierden su carga política. Es preciso por tanto re-politizarlas, “amarrarlas” en la “cadena equivalencial” de demandas y deseos, en la que cada eslabón pueda funcionar como una equivalencia de los anteriores. Objetivo final: al término de la cadena, desembocar en un “significante vacío” que actué como metáfora de la totalidad. Así se constituirá la nueva hegemonía.

Para aclarar este punto Laclau ofrece un ejemplo: el sindicato “Solidaridad” en la Polonia de los años 1980. Surgido como instrumento de reivindicaciones laborales concretas, la lucha de Solidaridad se convirtió, al cabo del tiempo, en la metáfora englobante de todas las protestas planteadas contra el régimen comunista (libertad de expresión, pluralismo político, catolicismo, nacionalismo polaco, etcétera) y así hasta concluir con la caída del régimen. Claro que para constituir la cadena se necesita algo más: unos puntos de amarre o “puntos nodales” (points de capiton, en el lenguaje de Lacan) que totalicen el conjunto y le den un sentido. Un ejemplo tomado de la izquierda radical: los significantes de “machismo”, “patriarcado”, “discriminación”, “brecha salarial” y “opresión” son “amarrados” por el punto nodal “capitalismo”, de forma que luchar contra el capitalismo será por lo tanto luchar contra todas y cada una de esas lacras. Un ejemplo tomado del liberalismo: los significantes flotantes “libertad”, “individuo”, “oportunidades”, “progreso”, “reformas” son amarrados por el punto nodal “libre mercado”, de tal forma que asumir las ideas anteriores implica defender la organización liberal de la economía. La idea (lacaniana) de base es la de que los significados “fluyen” sin descanso, por lo que es necesario “fijarlos” en un significante (si bien esa fijación será siempre provisional y transitoria). Ésta es la función de los puntos nodales.    

Y así sucesivamente. Como en una gigantesca tela de araña, las distintas cadenas equivalenciales culminan en el “pueblo” y en el “líder populista”: los dos significantes vacíos que totalizan las demandas transmitidas a lo largo de las cadenas. Una estrategia plegada al orden neoliberal. Vivimos en la era de la “minoricracia”, la democracia de las minorías. El pueblo que a Laclau le interesa resulta de esa proliferación de identidades de nuevo cuño —inmigrantes, LGTBIQ, feministas, ecologistas y todo el mediático magma de la “diversidad” – con las que se pueda construir la cadena de demandas que, a su vez, serán articuladas por la retórica populista. La jugada es clara. Desaparecido el “pueblo” del marxismo (la “clase obrera”) y desprestigiado (por “esencialista”) el “enfoque de clase”, de lo que se trata es de inventar o construir antagonismos sociales sin necesidad de remitirse a la lucha de clases. Nos encontramos así con un pueblo-mosaico de identidades generadas en los procesos de mundialización. De forma implícita, el constructivista Laclau asume la óptica del (neo) liberalismo, al contemplar a la sociedad como un agregado de individuos autónomos o una “utopía de singulares” (Jose Luis Villacañas) en la que las identidades se eligen en el gran bazar de la sociedad de consumo.[5] Lo que no tiene nada de extraño. El (neo) liberalismo es económicamente de derechas, pero culturalmente de izquierdas.

Baste aquí añadir – es un punto que no desarrollaremos– que, para explicar la articulación de estas cadenas, Laclau echa mano de una serie de figuras lingüísticas –la metáfora, la metonimia, la catecresis – en un totum revolutum de pomposidad profesoral que aquilata su prestigio como filósofo críptico y gran Manitú de la intelectualidad académica.[6]

Carl Schmitt desde la izquierda

La recuperación por Laclau de las categorías lacanianas es constante y sistemática. Los ejemplos son múltiples. Lo Real lacaniano – ese “Otro simbólico” que nunca conseguiremos representar– es identificado por Laclau con la idea de totalidad social, con el sueño utópico del “pueblo homogéneo” tan característico de los totalitarismos. Pero al igual que el individuo está marcado por la fisura/carencia constitutiva, lo que llamamos “sociedad” también lo está. De hecho, Laclau sostiene que no existe un espacio cerrado o “suturado” al que podemos denominar “sociedad”, y su existencia es además imposible.  Pero al tiempo que asume esa imposibilidad, Laclau tampoco renuncia completamente al sueño. La misión del líder populista debe ser activar la nostalgia de la unidad perdida para forzar una situación de antagonismo político.

Conviene resaltar que para Laclau y Mouffe (muy influenciados en esto por Carl Schmitt) el antagonismo – la distinción entre amigo y enemigo – es la esencia misma de lo Político. Aquí opera otra apropiación de las categorías de Lacan: lo Político, al igual que lo Real lacaniano, también está oculto y es inaprehensible. Por lo tanto, lo que tenemos en la vida ordinaria no es lo Político (the polítical) sino “la política” (politics), categoría esta última que se refiere a la vida política ordinaria (administración de los asuntos públicos, elecciones, etcétera), y que coincide con la idea lacaniana de “realidad”. Y es aquí donde se abre la brecha por donde penetra el populismo. De la misma forma en que, en muchas ocasiones, lo Real irrumpe de forma intempestiva en la “realidad” – arruinando nuestras previsiones y trastocando el sentido que le otorgábamos a las cosas–, de la misma forma lo Político irrumpe a veces en el ámbito de la política ordinaria, y lo hace en forma de una dislocación (otro término de Lacan); es decir, de una crisis política, social o económica que trastorna al sistema y deja sus entretelas al descubierto. Ese momento de dislocación es, para Laclau, el momento decisivo, el momento populista.[7]

Ese oscuro objeto del deseo

Señalábamos arriba la importancia del líder populista como significante vacío. En el esquema de Laclau, la figura del líder populista se incluye en la función que Lacan atribuía a la fantasía, a la promesa de que el sujeto podrá subsanar su fisura/carencia constitutiva y gozar del estado de plenitud perdida. Evidentemente, nada en el ámbito de la realidad – nada en el ámbito de lo simbólico y del lenguaje – nos permitirá recuperar esa mítica plenitud.  Pero esa imposibilidad es precisamente la fuente del deseo, lo que nos moviliza y nos empuja a la acción. De esta forma, llevados por el deseo abandonamos el registro de lo simbólico (del lenguaje y de la realidad) y pasamos al ámbito de la fantasía. En su peculiar lenguaje, Lacan denominaba “objet petit a” (traducido al español como “objeto alfa”) a esa creación de la fantasía, a ese milagroso objeto del deseo que nos remite al estado de plenitud perdida. En la práctica populista, el “objeto alfa” viene a ser otra forma de denominar a los significantes vacíos. Para construir la hegemonía será necesaria, al menos, la intervención de uno de ellos. Y aquí hace su aparición el líder populista.

¿En qué consiste un significante vacío? Como su nombre indica, este significante se “vacía” de su identidad diferencial y específica, para pasar a representar la identidad equivalencial de un espacio social en un momento político dado. Así llegamos a una situación en la que el todo va a ser siempre, de forma necesaria, encarnado por una parte. La parte no se presenta por tanto como un elemento de una totalidad preexistente, sino como “una parte que es el todo”. El líder populista opera como gran metáfora, y en eso consiste la función del líder. “Hitler es Alemania, Alemania es Hitler”, decían los nacionalsocialistas. Stalin, Mao, Fidel, Perón, la lista es conocida.

Desde una mirada psicoanalítica, el líder populista se configura como un oscuro objeto del deseo. En la teoría de Laclau, el “vínculo libidinal” entre la masa y el líder se infiere necesariamente de la función de significante vacío que asume este último, como receptor de las demandas, deseos y ansias de goce del pueblo hegemónico. Este énfasis sobre los aspectos más afectivos y no-racionales de la política –aspectos muy enfatizados por Chantal Mouffe–  es uno de las partes más criticadas de esta teoría populista, en cuanto linda con una justificación teórica de la figura del “hombre providencial”. Una especie de bonapartismo. [8]

Un típico producto de la época

Significantes vacíos, puntos nodales, objetos parciales, hegemonía… los idiolectos de Laclau conducen siempre a lo mismo: al ¨líder populista” y al “pueblo” como herramientas de polarización social y “radicalización” de la democracia. ¿Qué conclusión extraer de todo esto?

Lo que a nuestros efectos más importa retener aquí es que, a diferencia de los populismos de derecha, para Laclau el pueblo no es un supuesto ontológico dado, sino un efecto contingente. O dicho de forma más sencilla: el pueblo es sólo una metáfora, es un “constructo” político que se articula a través de juegos de lenguaje. Por ello podemos afirmar que su obra es un típico producto de la época: una filosofía constructivista (la realidad “objetiva” no existe, es una construcción discursiva) que bebe en las aguas del post-estructuralismo, la french theory, el posmodernismo y demás filosofías hegemónicas de los tiempos neoliberales. “La sociedad no existe”, nos dice Laclau. Sin tantas florituras, Margaret Thatcher ya decía lo mismo.

Señalábamos arriba que Laclau no entra en cuestiones ideológicas de fondo. Lo suyo es una hoja de ruta estratégica a disposición de políticos populistas. Lo que a Laclau y a Mouffe les interesa son los movimientos u operaciones hegemónicas, no la descripción de la hegemonía en sí. Por eso suele afirmarse que su recetario podría estar al servicio de cualquier tendencia política – ya sea la extrema izquierda, los socialdemócratas, los demo-liberales o la extrema derecha – que se decida a recurrir a técnicas populistas. Una afirmación que no acaba de convencer a sus discípulos más entusiastas.

El verdadero populismo sólo puede ser de izquierdas, afirman algunos de ellos.  En las líneas que siguen intentaremos dilucidar esta y otras cuestiones. ¿Cuál es la diferencia entre el populismo de derechas y el de izquierdas? ¿Cuál de ellos es el más “genuino”?  ¿Será el futuro una lucha entre ambos populismos? [9]

 

[1] Jacques Lacan (París 1901-1981) Estudió en la Facultad de Medicina de París y en 1930 se unió a la Sociedad Psicoanalítica de dicha ciudad. Participó en el movimiento surrealista y mantuvo amistad con André Breton y Salvador Dalí. Sus intereses desbordaban el ámbito de la medicina, se familiarizó con la obra de Karsl Jaspers y Heidegger, y asistió a los célebres seminarios sobre Hegel impartidos por Alexandre Kojeve en la École Pratique des Hautes Études. Tras la segunda guerra mundial fue reconocido como uno de los mayores teóricos del psicoanálisis en Francia y fundó la Sociedad Francesa de Psicoanálisis. A partir de los 1950 la influencia de Claude Lévi-Strauss y de la lingüística estructural (Ferdinand de Saussure y Roman Jakobson) se hizo cada vez más evidente en su obra.  A partir del año 1964 y con el apoyo de Louis Althusser impartió seminarios anuales en la École Normale Supérieure. Desde entonces compaginó su actividad con seminarios y cursos en los Estados Unidos. Falleció en 1981. Yannis Stavrakakis: Lacan and the Political (Routledge 2005); La Izquierda Lacaniana. Psicoanálisis, teoría, práctica. (Fondo de Cultura Económica 2010).

[2] Ana Belén Blanco, María Soledad Sánchez, “¿Cómo pensar el afecto en la política? Aproximaciones y debates en torno a la teoría de la Hegemonía de Ernesto Laclau”. RCP- Revista de Ciencia Política de la Pontificia-Universidad Católica de Chile. Vol. 34, 2014. (versión on-line).

[3] Yannis Stavravakis, Lacan and the Political, Routledge 2005, p.30.

[4] La preeminencia otorgada al lenguaje sobre la realidad había sido establecida por los estudios semiológicos de Saussure y Barthes, que Lacan a su vez radicaliza. Según esta idea los “significados” (las supuestas realidades a las que las palabras-significantes se refieren) no tienen existencia autónoma, no son imágenes u objetos independientes del lenguaje. El hecho de la significación se establece por el juego de los significantes entre sí, no por una correspondencia natural entre significantes y significados. Pero la posibilidad misma del lenguaje – del juego entre significantes–   lleva aparejada la necesidad de discriminar, de limitar y de excluir lo Real que no puede ser simbolizado. El lenguaje es por tanto un sistema formal que se determina no sobre lo que contiene, sino sobre lo que excluye: el “Otro simbólico” (“lo real”) de imposible representación. En palabras de la psicoanalista Nora Merlin: “para que el lenguaje se constituya en un sistema de diferencias es necesario establecer un límite, un heterogéneo radical que deviene en otra diferencia. De este modo se deduce que el cierre del conjunto no es posible”. Nora Merlin, “Política y psicoanálisis: populismo y democracia”. www.topia.com.ar.

[5] “Al carecer de una teoría social, Laclau no puede desviarse de la idea liberal, que no es sino una utopía de singulares que ignora las relaciones entre los hombres vivientes. Y al hacerlo, en realidad deja el concepto de pueblo donde el liberalismo: en el misterio”. Jose Luis Villacañas: “Laclau y Weber. Dos ontologías del populismo”. En Ángel Loureiro y Rachel Price (Eds) ¿El populismo por venir? A partir de un debate en Princeton. Editorial Guillermo escolar 2018, p. 46. 

[6] Una aclaración sobre la “cadenas equivalenciales”. Para Laclau no todas las demandas sociales pueden ser objeto de equivalencia, sino únicamente aquellas que no encuentran satisfacción por medios institucionales. Es preciso diferenciar por lo tanto entre las demandas democráticas (las que encuentran satisfacción en las instituciones ordinarias) y las demandas populares, aquellas que establecen relaciones de equivalencia y que son el objeto del populismo.  De esta forma – señala la psicoanalista Nora Merlin – “las demandas populistas, siendo diferentes, se hacen equivalentes y por intermedio de ese proceso van construyendo hegemonía popular, de tal modo que un elemento es susceptible de representar la totalidad, representación de una imposibilidad en el que un particular asume el universal (…) el pueblo del populismo es entendido como una parcialidad que intenta funcionar como totalidad y que por eso mismo construye hegemonía; el pueblo será entonces  metáfora o nombre de la comunidad “toda”. Nora Merlin, “Política y psicoanálisis: populismo y democracia”. www.topia.com.ar.

[7] Como señala el politólogo Yannis Stavrakakis “lo que Laclau nos enseña es que los niveles de la realidad objetiva y social, en tanto que sedimentación de significados, coexisten en una tensión dialéctica con el momento de su propia dislocación. La realidad social es excéntrica a sí misma porque está siempre amenazada por una exterioridad radical que la disloca. Es precisamente este momento de dislocación lo que causa la articulación de nuevas construcciones sociales que intentan suturar la carencia creada por esa dislocación (…) de ahí el carácter dual de las dislocaciones: si por un lado amenazan las identidades, por otra ponen el fundamento para construir identidades nuevas”. Yannis Stavrakakis, Obra citada, pp. 67-68. Si ahondamos en las distinciones “lo Real/la realidad” (Lacan), “lo Politico/la política” (Mouffe), al fondo nos encontramos con Heidegger y su distinción entre “el Ser/los entes”, entre “lo ontológico/ lo óntico”. 

[8]  La hegemonía “no es otra cosa que la investidura, en un objeto parcial, de una plenitud que siempre nos va a evadir porque es puramente mítica”. Ernesto Laclau, La Raison Populiste, Seuil 2005. En palabras de Jose Luis Villacañas: “la función del líder es transformar representaciones conceptuales siempre defectivas en representaciones afectivas. Lo irrepresentable desde el punto de vista conceptual se torna representable desde el punto de vista personal (…) el líder es objeto de amor”. José Luis Villacañas, Populismo. Ediciones La Huerta Grande 2015, p. 76.

[9] Se puede debatir si la teoría de Lacan, maestro de Laclau, es también un constructivismo.  En su obra Lacan and the political, el politólogo Yannis Stavrakakis hace piruetas para demostrar lo contrario. Aduce para ello la gran aporía del constructivismo: la afirmación de que “negar que todo sea un constructo social es caer en el esencialismo” sería esencialista, desde el momento en que afirmamos el carácter “objetivo” de lo que estamos diciendo.  Según Stavrakakis, Lacan evita esa aporía al reconocer la existencia de un “Otro simbólico” radicalmente externo, cuya irrupción intempestiva es causa de dislocaciones y fija los límites del constructivismo. (Obra citada, pp. 65-70). Sea como fuere – y ciñéndonos a Laclau y su teoría populista – pensamos que estos virtuosismos intelectuales poco ayudan a la comprensión del populismo de izquierdas, que se sostiene de facto sobre un constructivismo radical (“construir pueblo”).

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