Hablemos de lucha de clases (I)

Compartir en:

La lucha de clases ni se crea ni se destruye, tan sólo se transforma. El primer principio de la termodinámica nos sirve para ilustrar un fenómeno tan reciente como chocante: la lucha de clases es un concepto de izquierdas que se ha desplazado a la derecha. La lucha de clases es un “significante flotante” que ha cambiado de signo y se expresa hoy en la revuelta de los marginados por la globalización –los “deplorables”–, frente a una izquierda de diseño instalada en el neoliberalismo y sus bondades diversitarias.

Llegó el momento de una transvaloración radical de conceptos. El tablero salta por los aires y se impone una redistribución completa de la baraja. De lo que se trata ahora es de pensar lo que hasta ayer era impensable, de cabalgar el tigre de las nuevas realidades. Es la hora de romper inercias mentales y de revisitar, de forma desprejuiciada y desenvuelta, algunas de las ideas de Marx. Por ejemplo, la lucha de clases.

La comuna

Hay un episodio histórico que sigue simbolizando, mejor que cualquier otro, la idea de lucha de clases: la Comuna de París. En enero de 1871 el ejército prusiano entraba victorioso en París, para retirarse a continuación tras recibir la rendición de las autoridades francesas. Pero las autoridades no habían contado con un actor principal de este drama: el pueblo. El pueblo de París rechazaba rendirse y, tras la huida de las autoridades a Versalles, se organizó en una Guardia Nacional nutrida básicamente de obreros. Los prusianos no tuvieron que intervenir porque las propias autoridades francesas –el gobierno burgués del Presidente Thiers– se encargaron del trabajo sucio. Cerca de 30 000 comuneros fueron fusilados in situ y otras decenas de miles padecieron una represión que se prolongó durante años.  La Comuna adquirió así un aura simbólica: el de la rebelión popular por excelencia. En la pluma de Marx, la Comuna se elevó a paradigma de la lucha del proletariado. Pero visto retrospectivamente, cabe destacar lo mucho que esta feroz represión tuvo de catarsis: la del odio de clase, el odio implacable y atávico que las clases altas y la gran burguesía francesa profesaban hacia los estratos más bajos de la sociedad, hacia ese “populacho” que no se resignaba a su papel subalterno.

Pero ese mismo populacho –conviene retener este dato– era el mismo que había defendido París frente a los prusianos, y era el que por sentido del honor había rechazado rendirse mientras que las clases altas –encabezadas por los diputados monárquicos huidos a Versalles– pactaban con el enemigo y aceptaban las humillaciones infligidas. Las analogías con el 2 de mayo español parecen claras. La Comuna fue una insurrección proletaria, sí, pero fue también una insurrección patriótica, la expresión rabiosa y desesperada de un patriotismo de izquierdas.

Muchas cosas han cambiado desde entonces. La izquierda es hoy alérgica al patriotismo y las clases altas no se dedican a reprimir al populacho con cañones y fusiles. Pero lo que menos ha cambiado es, seguramente, el odio. Un odio que hoy se camufla como esa displicencia cultural que las clases acomodadas –los beneficiarios de la “sociedad abierta” y del capitalismo no borders– no cesan de manifestar hacia las clases populares que se empeñan en fastidiarles la fiesta. La demonización, la relegación cultural y la inmigración de sustitución han remplazado a los pelotones de fusilamiento. Pero el objetivo es más o menos el mismo: la neutralización del factor “pueblo” dentro de la ecuación política.[1]

¿El fin de las clases sociales?

Hablar de clases sociales era, hasta hace prácticamente dos días, algo pasado de moda. El concepto de “clase social” yacía arrumbado en los cajones de la sociología polvorienta, y únicamente era paseado, de tarde en tarde, como muestra fósil de análisis periclitado. Para el “pensamiento débil” posmoderno las clases sociales son un mito, una ilusión de homogeneidad social que ha sido sobrepasada por los “tiempos líquidos” en los que vivimos. Lo cual explica que la noción de “clase social” haya prácticamente desaparecido del vocabulario científico. La sociología de corte liberal (tipo Sir Ralf Dahrendorf et alii) ya había hecho un trabajo de zapa al desacreditar la noción de “clase obrera” para sustituirla por un conjunto heteróclito de “clases trabajadoras” (es decir, de aglomeraciones de individuos con multitudes de experiencias). Se evacuaba así cualquier perspectiva histórica sobre la clase obrera (enviando a la basura aportaciones como la de E. P. Thompson en La formación de la clase obrera en Inglaterra) para mejor diluir el concepto. Para la nueva izquierda, hablar de “clase obrera” pasó a ser un síntoma de “esencialismo”, acusación que los posmodernistas utilizan para descalificar todo lo que no les gusta. En lógica consecuencia, la idea de “lucha de clases” se estigmatizó como algo anacrónico y ridículo, como un mantra maniaco-obsesivo de puritanos vetero-marxistas y adoradores de la momia de Lenin.

Desaparecidas las clases sociales, ¿qué tenemos en su lugar? En primer lugar, una única e hipertrofiada “clase media” como atrápalo-todo sociológico. En segundo lugar, el mito de la “sociedad civil”: un constructo neoliberal que implícitamente se presenta como “espacio liso y homogéneo, fundado sobre el intercambio mercantil y sin ser atravesado por contradicciones sociales”.[2] Este mito nos viene a decir que la sociedad es sólo la suma de los comportamientos individuales, y que si hay problemas sólo serán problemas educativos, de forma que cuando todos estemos bien educados seremos buenos y felices. Una forma como otra cualquiera de disimular que hay problemas de fondo, estructurales y socioeconómicos, que no se solucionarán creando nuevas asignaturas.

Este eclipse programado de la idea de clases sociales responde al enfoque consensual del “fin de la historia”. Como es bien sabido, esta configuración ideológica –también conocida como neoliberalismo– no reconoce a otro actor social que el individuo autónomo y soberano, al cual se atribuye una (teórica) facultad de organizar su proyecto vital por encima de cualquier horizonte de sentido colectivo. No en vano las “clases sociales” –al igual que la nación, la familia, el sexo, la raza y cualquier otra forma de identificación que no responda a la libre elección personal– representan obstáculos ante ese designio global que se basa en la movilidad absoluta y la competición entre los trabajadores de todo el mundo. La disponibilidad individual a cualquier requerimiento del mercado ha de prevalecer sobre cualquier forma de solidaridad de clase, y en ese sentido la cultura del capitalismo es interclasista y homogeneizadora. La estructura de producción del capitalismo –señala el filósofo italiano Constanzo Preve– “no reside esencialmente en la división entre la clase burguesa y la proletaria (si bien en una etapa histórica inicial ese fue el aspecto predominante), sino en la generalización “no clasista” y globalizada de la Forma-Mercancía”.[3] Una clase media globalizada de consumidores (global middle class), ésta es la representación ideal que el capitalismo propone de sí mismo.

Pero esta visión homogénea necesita acompañarse de un pluralismo de fachada. El mito de la “diversidad” cumple esa función. Es la visión arcoíris del multiculturalismo y las minorías con identidades alternativas. De esta forma, la vieja dialéctica explotadores/explotados (de carácter necesariamente revolucionario) se ve sustituida por la dialéctica inclusión/exclusión, de carácter mucho más consensual y a la medida del individualismo neoliberal. La omnipresencia de esas identidades minoritarias – éstas sí “esencializadas” sin ningún problema–  compone un “gran relato” balsámico-progresista para consumo de la clase media global. ¿Fin de la historia?

La era del capitalismo absoluto

Frente a esta visión hegemónica del capitalismo interclasista sería ridículo oponer una concepción tradicional de la lucha de clases (con sus estampitas de proletarios explotados y capitalistas de puro y chistera). Pero que este viejo modelo no sea operativo no quiere decir que la lucha de clases ya no exista. Lo que ocurre es que se ha generalizado de tal forma que es más difícil reconocerla.[4]  

Vivimos en la era del capitalismo absoluto, el capitalismo sin contrapesos ni alternativas. En cierto sentido podemos decir que todo lo anterior a 1989 ­ –el fin de la guerra fría–  no era sino un precapitalismo que se había visto obligado a convivir con los lastres del viejo mundo.[5] El capitalismo absoluto es mucho más que un modelo económico (la sociedad de mercado, la desregulación, la precarización, etcétera); se trata de una mutación cultural y antropológica en toda regla. Pero pasadas ya varias décadas, apagada la euforia del “fin de la historia” y desmentidas las bienaventuranzas de la “globalización feliz”, la alienación, la explotación y la lucha de clases muestran sus nuevos rostros. Por eso Marx –que no el “marxismo”– está de retorno. Para encarar las contradicciones de la hora presente es inevitable contar con Marx, el pensador por excelencia del capitalismo puro. Obviamente, interpretar nuestra época sólo a través de Marx sería absurdo, pero hacerlo prescindiendo completamente de él sería imposible. La idea de la “alienación” por él desarrollada es, a todos los efectos, tan relevante para comprender nuestra época como la idea de “nihilismo” suscitada por Nietzsche.  Por eso es urgente superar los estereotipos que aún rodean al autor de El Capital, rescatarlo del corpus pseudorreligioso del “marxismo” y reintegrarlo al árbol genealógico del pensamiento crítico.

¿Marx de retorno? Sin duda, pero no como les gustaría a algunos. No existe más grotesca apropiación de la figura de Marx que la perpetrada por la izquierda moralizante, los “estudios culturales” y todo ese baratillo histérico-universitario que algunos identifican (erróneamente, como veremos) con el “marxismo cultural”. Cualquier reactivación seria de un enfoque de clase debe pasar necesariamente por encima del cadáver intelectual de estos y parecidos engendros.

La alfombra que tapa la miseria

“La guerra de clases existe, y nosotros la estamos ganando”, decía en 2006 el financiero Warren E. Buffet.

“La guerra de clases existe, y nosotros la estamos ganando”, decía en 2006 el financiero Warren E. Buffet en una entrevista en el New York Times. Los datos empíricos apuntan en ese sentido. La brecha entre los más ricos y los pobres –amortiguada por los “Estados de bienestar” de la Europa de posguerra­­– se intensifica a partir de los años 80 (revolución “conservadora” de Thatcher y Reagan) y se acelera en el siglo XXI con la financiarización de la economía:  aumento exponencial del número de multimillonarios tras la crisis de 2008, desmoronamiento progresivo de las “clases medias”, rápida expansión del universo social del “precariado”.  El economista Thomas Piketty –en su best seller El Capital del siglo XXI– simplificó esta evolución general en una célebre fórmula según la cual el rendimiento del capital financiero es siempre superior al crecimiento real de la economía (r > g, siendo “r” la tasa de retornos del capital y “g” el incremento de la renta, es decir, la producción y los ingresos). Un diagnóstico que parece confirmar las aserciones de Marx sobre el proceso de concentración del capital, así como la definición del capitalismo como “el sistema que produce dinero a partir del dinero”.  El capital se reproduce a sí mismo y lo hace cada vez más en menos manos.

Es en este contexto de desigualdad creciente cuando, de forma nada casual, la maquinaria universitaria se pone a vomitar titulad@s en estudios de género y demás “estudios culturales” al gusto californiano. No faltan aquellos que, empeñados en mantener un mínimo de seriedad, no cesan de advertir sobre el carácter acientífico e inútil de tales disciplinas. Pero esto nos hurta lo esencial. Lo esencial es que esos saberes posmodernos son instrumentales para sepultar el enfoque de clases bajo un piélago de luchas minoritarias. Tiene todo el sentido que, de forma sincronizada y obsesiva, la agenda político-mediática se centre en las revoluciones “arcoíris”: la revolución feminista, vegana, animalista, ecologista, los nacionalismos periféricos, las políticas de género, la visión beatífica del migrante como un gran “Otro” portador de redención. Pero este desparrame arcoíris tiene un trasfondo: la idea implícita de que todos somos, en el fondo de nuestra conciencia, partidarios del capitalismo liberal. Este consenso se apuntala con la noción “posthistórica” de que todo se reduce al individuo y sus deseos –al sujeto y a su relación consigo mismo–; una idea en la estela de Foucault y su énfasis en la autonomía personal y el “cuidado de sí” como ejes de cualquier acción política. Pero ¿quién satisface mejor los deseos del individuo/consumidor, sino el capitalismo?

Con la izquierda foucaultiana la lucha de clases queda consignada al basurero de la historia. Como señalan los sociólogos Mitchell Dean y Daniel Zamora, “si en la lucha de clases lo que contaba era el campo donde uno se situaba, en la era del fin de la historia lo que cuenta es saber quién es uno (…) Más que intentar cambiar el mundo, el “último hombre” y la “última mujer” de la posthistoria intentan cambiarse ellos mismos, reemplazando la devoción a una causa por el compromiso con nuevas prácticas del sujeto (sexuales, espirituales, estéticas…)”.[6] En la era del precariado y de la pauperización de las clases medias, la “diversidad” es la alfombra multicolor que tapa la miseria.

De los estudios de Piketty se desprende otra conclusión. Las desigualdades económicas dentro de los países son más fuertes y peligrosas que las que existen entre los países. Lo cual contrasta con esa visión globalista que pone el acento en la desigualdad Norte/Sur y culpabiliza a los países del norte, según la retórica “descolonizadora” de los estudios culturales. Pero un auténtico enfoque de clase poco tiene que ver con el discurso de sacristía laica propio de la UNESCO y las ONGs. Todo lo contrario, un enfoque político –que no caritativo ni moralista– nos lleva a concluir que, para luchar contra la desigualdad, es preciso empezar por las desigualdades próximas antes de por las lejanas. Es en ese contexto –el de los equilibrios de poder dentro de los Estados nacionales– donde el enfoque de clase se revela auténticamente operativo. Para empezar, es preciso dilucidar la gran cuestión: ¿cómo se configuran hoy las clases sociales?

Neoliberalismo samaritano

El discurso de la “globalización feliz” reposa sobre un mito: el de una clase media mayoritaria que transita hacia las normas económicas y culturales de la sociedad mundializada. Todos estamos convocados a una prosperidad sin límites, sólo hace falta modernizarse, adaptarse, reinventarse; el que no lo consiga podrá contar con unas ayudas que palían los efectos (pero no operan sobre las causas). Este “gran relato” optimista está inspirado por esa “metafísica del progreso y del movimiento” (Jean-Claude Michéa) que es regularmente exaltada en los best-sellers semicultos (Steven Pinker, Yuval Noah Harari) y cuyo gran agente histórico es el capitalismo.

En los márgenes de esa clase media se encuentran los parados, las víctimas de la desindustrialización, las minorías sexuales y “racializadas”, etcétera, que son la excepción que confirma la regla. Su mera existencia–los célebres “excluidos” – viene a reforzar, a contrario, el éxito del modelo imperante. La buena conciencia del sistema se refuerza con la invocación de unas “políticas inclusivas” que, cuando se lleven a término (en un “mañana” siempre pospuesto), redundarán en un modelo necesariamente integrador. De esta forma, la muy publicitada “lucha contra la exclusión” alimenta una retórica socialdemócrata de vocación asistencial, así como toda una serie de “revoluciones” de pacotilla. Si revolución ha de haber, que lo sea contra el hetero-patriarcado (y no contra las políticas neoliberales).

Es el neoliberalismo en versión samaritana. Su encarnación jupiterina es Enmanuel Macron. Macronia es el gran punto de encuentro de las burguesías de izquierda y de derecha, el condensado residual de los lugares comunes del sistema. “No todo el mundo tendrá éxito de la misma manera, esa promesa es insostenible”, nos dice Macron. De lo que se trata por tanto es de “ayudar a los que tienen éxito, al tiempo que se protege a los que fracasan para que no caigan en la desesperación” (la gente sin nada que perder es peligrosa para el orden social).[7] La obsesión con “las reformas” (orgasmo neoliberal por excelencia) pone el énfasis en el éxito individual, mientras el aspecto asistencial se desarrolla en conceptos como el de “flexi-seguridad”: la mayor facilidad de despedir compensada con indemnizaciones generosas. El Credo de Macronia tiene un sólo mandamiento: no caerás en el inmovilismo y asegurarás la movilidad de las personas. ¡La República en Marcha!, marchar y marchar siempre, aunque no se sepa dónde. La flexibilidad, la adaptabilidad, la rapidez y la rentabilidad (las “reformas”) son los imperativos de la globalización, las vías reales para la emancipación individual. Mitología progresista para clases medias.

¿Capitalismo postburgués y postproletario?

Señalábamos arriba que, según el gran relato de la globalización feliz, el modo de producción capitalista no tiene su fundamento en la división entre burgueses y proletarios, sino en la formación de una clase media global de consumidores.

Decía Constanzo Preve que mientras el capitalismo repose sobre la división en dos clases, será siempre frágil y vulnerable. Por eso su lógica tiende a la superación de ese antagonismo. La forma más acabada y verdadera del capitalismo es, por lo tanto, la de un “capitalismo sin clases”. Pero ese “proceso grandioso” –el paso de un capitalismo clasista a uno sin clases–  no significa, de ningún modo, que las diferencias colectivas de riqueza, de saber, de educación y de poder vayan a disminuir. Todo lo contrario, las diferencias tienden a aumentar. Para entender esta contradicción aparente hay que aclarar qué entendemos aquí por “clase social”.

¿Qué define a una clase social: los recursos materiales o la “conciencia de clase”? Para Constanzo Prevé, las diferencias puramente cuantificables (la propiedad de los medios de producción, la riqueza, etcétera) no son suficientes, por sí solas, para conformar una clase social. Este concepto se remite a todo un tejido de “realidades históricas ordenadas según parámetros económicos, políticos, culturales, ideológicos, literarios, musicales, sexuales, etc.”. En resumen: a parámetros no sólo económicos sino también culturales. Algo que es evidente si observamos a la “burguesía” y al “proletariado” tradicionales. Pero esa burguesía y proletariado tradicionales tienden a desaparecer, o ya han desaparecido del todo. Se supone que han sido subsumidos en esa global middle class de cultura masificada y vulgar. ¿Vivimos entonces en un capitalismo postburgués y postproletario?

Las “guerras culturales” de la izquierda posmoderna tienen una importancia capital en la conformación de esa clase media global. Con su peculiar sarcasmo, escribía Constanzo Preve que hoy vivimos en una nueva sociedad capitalista sin clases, gestionada por un “Partido Único Políticamente Correcto” que abarca la izquierda, el centro y la derecha. Este partido único está sostenido por un “clero secular” (los medios de comunicación que sermonean y predican) y por un “clero regular” (los aparatos universitarios, académicos y editoriales) subordinado al primero. Su función es consolidar las condiciones culturales de esa “sociedad sin clases” o “clase media global”. ¿Cuáles son las señas de identidad de esa clase media?  Preve enumera algunas: “facilidad para viajar, inglés turístico, uso moderado de las drogas, control de natalidad, estética andrógina transexual, humanismo tercermundista, multiculturalismo sin verdadera curiosidad cultural y una relación general con la filosofía como terapia psicológica de grupo, gimnasia de relativismo comunicativo y charlatanería semiculta”.[8] No cabe mejor descripción de los “bobós” (“burgueses-bohemios”) a los que Christophe Guilluy se refiere en sus trabajos: la clase acomodada, gentrificada y progresista que se beneficia de la globalización, pero que rehúsa reconocerse como “burguesía”.[9]

El geógrafo francés Christophe Guilluy le ha dado, durante los últimos años, un meneo radical al debate sobre las clases sociales. Desde sus trabajos de campo sobre la realidad francesa, Guilluy llega a conclusiones teóricas diferentes a las de Constanzo Preve. Para Guilluy es evidente que existe una estructura clasista cada vez más marcada, e incluso recupera la palabra “burguesía” (otra expresión que había sido proscrita por los posmodernos) y “proletariado”. Según Guilluy la “clase media” es un concepto que se mantiene de forma interesada, porque su vaguedad “hace posible una oportuna confusión de clase entre los perdedores y los beneficiados del modelo económico, entre los proletas y los burgueses-bohemios que, en su mayoría, aún creen formar parte de la clase media”. Si el mito de la clase media aún perdura –precisa Guilluy– es porque “permite a la nueva burguesía-bohemia –empezando por los universitarios– no distinguirse del pueblo”.[10] Y ello –añadimos nosotros– no porque a los gafapastas les guste el “pueblo”, sino porque nunca admitirán pertenecer a la burguesía.

Neoburguesía y conciencia de clase

Dicho todo eso, ¿nos encontramos hoy ante una sociedad postclasista (postburguesa y postproletaria) como afirmaba Constanzo Preve? ¿O nos encontramos ante una nueva y bien camuflada estructura clasista, como afirma Christophe Guilluy?

Sin ánimo de eclecticismos ni conciliaciones (que aquí aborrecemos), pensamos que ambos autores se refieren a lo mismo: a una estrategia cultural que busca “borrar las pistas” de la lucha de clases. La diferencia es que Constanzo Preve maneja un concepto de “clase social” más cercano a la tradición marxista. Según esa tradición, lo que constituye verdaderamente a una clase social es la conciencia de serlo, la conciencia de clase.[11] Conviene aclarar que, en el caso del proletariado –según Marx– esta conciencia no será espontánea, sino que deberá ser adquirida. Dicho de otra manera, el proletariado “sólo podrá ejercer el poder de manera consciente y, por decirlo así, en contra de la espontaneidad”.[12] Como es bien sabido, en la tradición leninista el encargado de garantizar esa conciencia de clase es el Partido.

¿Qué ocurre hoy con la “conciencia de clase”? ¿Existe o no existe? Nos encontramos ante una situación paradójica. La emergencia de la “clase media global” ha dotado a la nueva burguesía de una robusta conciencia de clase, mientras que ha privado a las clases subalternas de la suya. La corrección política cumple aquí un papel fundamental. La pleitesía ante la corrección política –ese condensado ideológico de la global middle class– funciona como puerta de acceso y vía de promoción social. Las clases subalternas aspiran a fundirse en esa gran clase media y lo hacen por la puerta falsa de la ideología. Para ello piensan y actúan del modo “correcto” en los términos dictados por la nueva burguesía. Pensar de un modo incorrecto supondría un desclasamiento, una relegación cultural, asumir el estatus de “loser”. No en vano las ideas dominantes –como decía Marx– son siempre las de la clase dominante

Nos encontramos así ante una formidable maniobra de mistificación en la que las relaciones de clase se camuflan como relaciones culturales. El ejemplo más obvio es el de los inmigrantes y los burgueses-bohemios: mientras los primeros trabajan como mano de obra barata, los segundos celebran las maravillas de la sociedad multicultural. “La apertura al otro –señala Christophe Guilluy– es a la vez un marcador de superioridad moral y un signo exterior de riqueza”.[13] En lógica consecuencia, la demonización del populismo es también un marcador de clase. No en vano la nueva burguesía se percibe a sí misma como encarnación del sentido (necesariamente progresista) de la historia, como la heredera de la Ilustración y paladín de los derechos humanos. La nueva burguesía se encuentra así moral y culturalmente legitimada para imponer sus intereses de clase al resto de la población. Así podrán llamar “racistas” a los que se quejan por la inmigración, podrán reírse de las clases populares autóctonas, podrá atacarlas por rancias, por machistas, por xenófobas, por populistas... Un discurso aparentemente imbatible. ¿Qué tenemos detrás?

La eterna pirámide

Lo que tenemos detrás es, más o menos, lo de siempre. Constanzo Preve lo retrata así: “los viejos caracteres piramidales, neofeudales y neoaristocráticos. El carácter piramidal de la estructura de poder es, de hecho, el mismo, ya se base en la espada y en el caballo o se base en el dinero y la computadora”. Con una diferencia: quien hoy está al mando es “la oligarquía financiera, uno de los grupos más sórdidos, repugnantes y abyectos de toda la historia de la humanidad, considerada de manera comparativa”.[14]

La recuperación del enfoque de clase y la reintroducción del término “burguesía” en el debate sociológico –gracias al impulso de la sociología disidente– son sin duda dos grandes boquetes en la línea de flotación del discurso oficialista. La lucha de clases existe y en eso Marx tenía razón. Pero eso no significa que las “clases” sean categorías inalterables ni que debamos pensarlas en los mismos términos de Marx –quien, dicho sea de paso, nunca elaboró una teoría coherente sobre las mismas–. No se trata, por tanto, de reivindicar ningún tipo de “marxismo” según las fórmulas ya ensayadas con los resultados conocidos. Pero sí se trata de reapropiarse de un Marx que había sido sepultado bajo la losa del “marxismo”; un Marx que puede ofrecernos no pocas claves para interpretar las derivas actuales. Esas derivas en las que “las fuerzas más sórdidas, repugnantes y abyectas de toda la historia de la humanidad” desempeñan un papel protagonista.

 

[1] La historia de la relación entre el socialismo, el marxismo y la idea de patria está llena de equívocos. Contrariamente a Engels, Marx apenas teorizó sobre la idea de nación. Como prueba de su supuesta hostilidad a la idea nacional, es frecuente citar de forma descontextualizada la frase del Manifiesto Comunista: “Los obreros no tienen patria”. No obstante, las primeras reflexiones del marxismo histórico sobre la cuestión nacional estuvieron frecuentemente inspiradas por el patriotismo nacido de la Revolución francesa. Los socialistas franceses se identificaban con la tradición patriota jacobina, en contraste con los contrarrevolucionarios y aristócratas que adoptaban actitudes cosmopolitas (David l´Épée, “Le socialisme face à l´idée nationale”, Revista Krisis n.º 42, diciembre de 2015, p. 61).

Un caso aparte es el de España, donde el marxismo llegó a desarrollar una auténtica alergia a la idea de la nación española.  Algo que se explica por la mediocridad del pensamiento marxista español, cuando no por su práctica inexistencia. Sobre este asunto: Santiago Armesilla, El marxismo y la cuestión nacional española. El Viejo Topo, 2017.

[2]Alain de Benoist, Survivre à la pensée unique, ou l´actualité en questions. Entretiens avec Nicolas Gauthier. Krisis 2015, p. 205. 

[3] Constanzo Preve, “Une discussion (pour l´instant) interminable. Considérations préliminaires sur la genèse historique passée, sur la fonction systémique présente et les perspectives futures de la dualité politico-religieuse droite/gauche”. Revista Krisis nº 31, mai 2009, pp. 9-10.

Constanzo Preve (1943-2013) fue profesor de filosofía en Turín y está considerado como uno de los principales intérpretes de la obra de Marx en las últimas décadas. Su obra denota una fuerte influencia de la filosofía idealista alemana y del pensamiento griego, así como un marcado interés por cuestiones de geopolítica, comunitarismo, la cuestión nacional y la filosofía clásica. Durante sus últimos años Preve desarrolló un punto de vista crítico con el marxismo oficial y con la deriva posmoderna de la izquierda italiana. 

[4] “Las clases en sentido estructural no deben identificarse con sus correspondientes expresiones históricas: el chófer y el puro no forman parte necesariamente del capitalista, del mismo modo que el proletariado no se reduce a los trabajadores industriales que viven en los barrios obreros. La disolución de tales estereotipos no es ninguna prueba del fin de las clases, sino simplemente de un cambio de su forma histórica”. Michael Heinrich, Crítica de la Economía Política. Una Introducción a El Capital de Marx. Guillermo Escolar Editor, 2018, p. 247.   

[5] La fecha simbólica de entrada en el “capitalismo absoluto” podría adelantarse a 1968, la revolución cultural que marcó el fin de la vieja moral burguesa y proletaria, y la plena entrada en la sociedad de consumo.

[6] Mitchell Dean y Daniel Zamora, Le dernier homme et la fin de la révolution. Foucault après Mai 68. Lux Éditeur 2019, p. 12.

[7] Pierre-André Taguieff, L´Émancipation promise. Les Éditions du Cerf, 2019, p. 63.

[8] Constanzo Preve “Une discussion (pour l´instant) interminable... », Revista Krisis, n.º 31, mai 2009, pp. 2-15. 

[9] Christophe Guilluy, No Society. La fin de la classe moyenne occidentale. Flammarion 2018. (Hay traducción española en Taurus, 2019). Fractures francaises, Flammarion 2013. La France peripherique, comment on a sacrifié les classes populaires. Flammation 2019. Le crépuscule de la France d´en haut, Flammarion 2016.

[10] Chistophe Guilluy, No Society, Flammarion 2018, p. 15. « Christophe Guilluy dit tout”. Entrevista en la revista “Éléments pour la civilisation européenne”. Nº 165, avril-mayo 2017, p. 8.

[11] “Una clase social, por su naturaleza, comprende en su concepto tanto su elemento material como su elemento ideal, es decir, conjuntamente el ser y la conciencia”. Constanzo Preve, De la comuna a la comunidad. Ediciones Fides 2019, p. 139.

[12] Felipe Martínez Marzoa, La filosofía de El Capital, Abada Editores 2018, p. 227. En la lógica marxista la conciencia de clase no se manifiesta por igual en burgueses y proletarios. La burguesía encarna la lógica del sistema capitalista y por eso ejerce su poder de forma “espontánea” y “no consciente”, mientras que el proletariado deberá obtener su conciencia de clase de forma consciente.

[13]« Christophe Guilluy dit tout”. Entrevista en la revista “Éléments pour la civilisation européenne”. Nº 165, abril-mayo 2017, p.8.

[14] Constanzo Preve, De la comuna a la comunidad. Ediciones Fides, 2019, pp. 91-92.

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

Comentarios

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar