Cuando una oligarquía política se siente amenazada, su reacción instintiva es la de aferrarse a un estigma. A una palabra maldita o marca de la infamia que, a modo de parapeto, le permita neutralizar el desafío. Esa palabra maldita es, en nuestros días, el populismo. El populismo es el “detente” destinado a repeler las fuerzas oscuras que (supuestamente) nos amenazan. La invocación de ¡populismo! busca provocar en el oyente una reacción pavloviana de rechazo, inseguridad y miedo. En el lenguaje corriente el término deviene instrumento de normalización ante una situación que, de otra manera, amenaza con escaparse de control. Los populistas quedan confinados en su sitio: en los reinos de Mordor del discurso de odio, la demagogia y las ideologías más o menos lunáticas.
Claro que esto se hace con diferentes grados de sutileza. En una primera instancia el sistema comisiona un enjambre de políticos, comunicadores de medio pelo y celebrities, encargadas de martillear el mensaje en las mentes de los indecisos y los propensos a adaptarse a la opinión común (es decir, la mayor parte de la población). Así se sedimenta un argumentario básico destinado a solidificar la lealtad hacia el sistema y proporcionar munición en las convocatorias electorales. Estamos aquí en el ámbito de la propaganda.
La segunda instancia tiene lugar en las sesudas cumbres de la intelectualidad orgánica. El sistema moviliza al establishment académico para dotar de enjundia teórica a las narrativas oficiales. Su misión es cartografiar a las fuerzas de oposición, descalificarlas intelectualmente, aplastarlas con el peso del conocimiento “objetivo” y formular contra-estrategias. Supuestamente estamos aquí en el ámbito del análisis intelectual. Pero el oropel académico no debe llamarnos a engaño: la primera instancia (la de la propaganda) y la segunda instancia (la del análisis) se encuentran casi siempre mezcladas, y lo que se presenta como conocimiento objetivo se inscribe en un tiovivo de intereses institucionales, feudalismos universitarios y servidumbres políticas. Por eso casi todos los estudios que proliferan sobre el populismo deben leerse con filtro, en cuanto nos revelan más sobre las intenciones del autor que sobre el fenómeno estudiado.
Las líneas que siguen no son una excepción: el autor se posiciona, como casi todo el mundo, en una batalla de las ideas. Pero con algunas diferencias: aquí no tenemos ninguna pretensión de objetividad más o menos “científica” (sea lo que sea lo que esto signifique); aquí no tenemos servidumbres ni expectativas de ningún tipo, y aquí aspiramos a que se nos entienda. Pretensión este última que no es gratuita, habida cuenta de que nos movemos en un terreno – la teoría del populismo – que ha sido colonizado, como veremos, por la jerga posmoderna del “populismo de izquierda”. Lo que a su vez nos lleva a la tercera instancia – la más sutil – de las estrategias “normalizadoras” desplegadas por el sistema.
Populistas “buenos”, populistas “malos”
Divide et Impera es la forma más eficaz de neutralizar a un enemigo. Y eso es evidente en materia de populismo. En el discurso mainstream no es raro encontrarse con que hay un populismo “bueno” y un populismo “malo”. El populismo “bueno” se comporta como una especie de hijo rebelde del sistema, como un retoño problemático y caprichoso, pero buen chico en el fondo. Sus valores son los mismos que los del sistema – más “sociedad abierta”, más tolerancia, más inclusión, más diversidad, más de más – si bien enturbiados por el velo de impaciencia y utopía que dan el exceso de corazón y/o los pocos años. A su lado, el populismo “malo” es malo con ganas. Es torvo, tosco y oscuro. Sus fundamentos son la exclusión, la intolerancia, el odio al “Otro”. Con él abandonamos el ámbito de la política y entramos en el de la demonología y el malleus maleficarum. Sus ideas son sulfurosas ergo nauseabundas. Frente a él solo caben cuarentenas, cordones sanitarios y profilaxis preventivas. En el mejor de los casos, mucha pedagogía (instancias primera y segunda).
¿Podemos concluir por ello que el “populismo bueno” – para entendernos, el populismo de izquierdas – es un simple peón del sistema? Sí y no, la realidad no se encapsula en teorías conspiratorias. El populismo de izquierdas vehicula propuestas que, en las sociedades desarrolladas, pueden ser disruptivas para el establishment. Lo que ocurre es que, como hijo pródigo de ese mismo establishment, su capacidad disruptiva es más limitada que la del populismo “malo”. Dicho de otra manera: el populismo de izquierda bebe de las mismas fuentes de la ideología hegemónica, y es por ello, en el fondo, recuperable. No sólo eso, sino que puede ser además instrumental para la agenda del neoliberalismo. Un ejemplo es el partido Syriza en Grecia. O en España el partido Podemos, cuyos portavoces han subrayado en múltiples ocasiones el gran servicio que su formación brinda a la estabilidad política, al “ocupar” un espacio político que, de otra forma – y al igual que ha sucedido en otros países europeos– habría ocupado el populismo “malo” (léase: la extrema derecha).[1] Con lo que Podemos se postula, en el fondo, como un partido de orden.
¿Qué es el populismo? Ante todo, es el juguete politológico de los últimos años. Todos los intentos de definición están abocados al fracaso, en cuanto son siempre sepultados por un torrente de excepciones. En realidad, el populismo no se puede definir. Su correcta comprensión sólo puede proceder por maniobras aproximativas, por intentos de delinear unas características comunes y atrapar unas esencias que, de una forma u otra, siempre acaban escurriéndose por algún lado. ¿Es el populismo una ideología, un estilo político, una mentalidad? Toda conclusión se presta a ser rebatida. Lo que nos lleva a pensar que la palabra “populismo” es, por encima de todo, un significante vacío; una expresión que es susceptible de ser ocupada por distintos actores. El concepto se configura, de entrada, como un campo de batalla. Y es aquí donde se enfrentan el populismo de izquierda y el populismo de derecha. ¿Qué modalidad es la “genuina”? ¿Cuál de ellas se adecúa mejor a la esencia del fenómeno?
Valores de derecha, políticas de izquierda
Los populistas “buenos” afirman sin reparos que el verdadero populismo sólo puede ser de izquierda. Las cartas sobre la mesa: en las líneas que siguen intentaremos razonar justamente lo contrario. A nuestro juicio el populismo sólo puede ser, en la hora actual, de derecha. Dicho de otra forma: sus más genuinas manifestaciones responden a valores y parámetros convencionalmente identificados como “de derecha”. Aunque conviene matizarlo. Si bien el populismo responde a una ontología de derecha, eso no quiere decir que esté abocado, de forma natural e inevitable, a integrarse en un “suma y sigue” de partidos más o menos “conservadores”. Esa ontología de derecha a la que nos referimos tiene una dimensión intemporal, y eventualmente podría verse mejor servida por propuestas políticas que, de forma circunstancial, se sitúan a la izquierda. No son los valores los que cambian, sino el paisaje político y la posición relativa de esos valores dentro del mismo. Veamos varios ejemplos.
La defensa de la soberanía nacional es un valor de derecha. Sin embargo, el rechazo a la OTAN es una posición mantenida por los comunistas, con lo que en este caso un valor de derecha es mantenido desde la izquierda. Otro ejemplo: el nacionalismo económico y la preferencia por los trabajadores nacionales responden a un valor de derecha. Sin embargo, frente a unas derechas entregadas al dogma del libre mercado, las luchas contra las deslocalizaciones son organizadas, sobre el terreno, por los sindicatos de izquierda. Otro ejemplo: el ecologismo. La defensa de la naturaleza implica una pulsión “conservadora”, y está por ello inscrita en el ADN de la derecha. Sin embargo, los activistas por la ecología y por la revitalización del entorno rural son muy frecuentemente de izquierdas.
Toda esta confusión nos llevará, a lo largo de estas líneas, a avanzar una hipótesis. El futuro ya no estará en función de la izquierda y la derecha, sino de una apuesta por la transversalidad y la superación de ese binomio. Dicho de otra forma, el futuro dependerá de la construcción de un populismo integral – de un “populismo 3.0.”– que trascienda los populismos de derecha e izquierda y asegure una expansión radical de la imaginación política.
Para empezar, es preciso superar varios malentendidos. Comenzamos por los creados por el “populismo de izquierda”. ¿Es preciso ser de izquierdas para ser populista? ¿En qué consiste el “populismo de izquierda?
Populismo de laboratorio
Comúnmente suele aceptarse que el mayor esfuerzo por elaborar una teoría sistemática del populismo es el realizado por el profesor argentino Ernesto Laclau. Tanto es así que, para muchos estudiosos, el concepto de populismo orbita exclusivamente en torno a sus teorías. Éstas se distinguen por una frondosidad teórica que deriva de su matriz posmarxista y lacaniana. Lo cual contrasta con los populismos históricos que, si por algo se caracterizaban, era por su carácter de ideas encarnadas, en las que la práctica se anticipaba a la teoría. En la versión de Laclau nos encontramos con un populismo de laboratorio.
Sintetizar en breves líneas las teorías de Laclau no es tarea fácil, en gran medida por la afición del profesor argentino a los “juegos de lenguaje” posmodernistas. Al situarse en el cruce de caminos del marxismo, el psicoanálisis, los estudios culturales (french theory) y el post-estructuralismo, su obra se presenta como una apoteosis académico-culterana dirigida a intimidar neófitos y espantar curiosos. Pero reducido el soufflé a sus justas proporciones, nos encontramos con que la obra de Laclau es, ante todo, un posmarxismo. Lo que no quiere decir que sea un marxismo disimulado o metido de contrabando, sino un auténtico adiós al marxismo, en cuanto las categorías marxistas le resultan inadecuadas a los efectos emancipatorios que se persiguen. ¿Cómo se plasma esto?
En primer lugar, adiós al “esencialismo de clase”. Ya no existe una “clase trabajadora” como agente colectivo de liberación y redención. Al fin y al cabo, el “esencialismo” – la idea de que hay una realidad objetiva y que las cosas tienen una existencia autónoma fuera de los juegos de lenguaje– es el peor anatema posible para el pensamiento posmoderno. Adiós también a la idea de revolución, en la medida en que ésta implicaba la aspiración a un estado de perfección y “plenitud social” que a Laclau, como buen lacaniano, se le antoja imposible. La revolución se sustituye – en el lenguaje de Laclau – por una “radicalización de la democracia”, en cuya estela se instalaría algo parecido al socialismo. Adiós en definitiva al “pueblo”, al buen y viejo pueblo de trabajadores y de campesinos, al pueblo enraizado de las revoluciones socialistas en el tercer mundo. Para Laclau el pueblo no existe como una realidad a priori –étnica, social, cultural o histórica– sino que deriva exclusivamente de prácticas discursivas y “juegos de lenguaje”. El pueblo es un constructo social moldeado por el discurso, es – en el lenguaje del argentino– un “significante flotante”, por lo que no se trata tanto de liberarlo o de empoderarlo como de “construirlo”.
Para el posmodernismo la idea de “pueblo” es problemática. Al fin y al cabo, éste es un concepto demasiado cargado de historia, demasiado asociado a la idea de nación, demasiado “excluyente”. Por eso, en la práctica política los discípulos de Laclau tienden a sustituirlo por términos como “la gente”, “los de abajo” o “los ciudadanos”. Con lo que el populismo de izquierda desemboca paradójicamente en un populismo sin pueblo.
Sea como fuere, según Laclau hay que “construir pueblo”. Lo que significa que el pueblo o bien no existía, o bien sí existía, pero no nos sirve y hay que reemplazarlo. En estas líneas mantendremos que, con toda su retórica tremebunda, el populismo de izquierdas es muy funcional para las dinámicas (neo) liberales. ¿Qué puede haber de más instrumental para el orden establecido que disolver, desagregar, reemplazar al “pueblo”?
Quede claro que en estas líneas nosotros asumimos una idea de “pueblo” muy diferente a la del posmodernismo. Nosotros sí pensamos que las realidades tienen una existencia más allá del lenguaje. Nuestra idea del “pueblo” se inscribe por lo tanto en las definiciones clásicas, en aquellas que ponen de relieve los fundamentos históricos y culturales de su constitución, en aquellas que destacan – según la expresión del politólogo Karl W. Deutsch – su dimensión de “comunidad de significados compartidos”.[2] Claro que para el posmodernismo ese pueblo no existe ni pudo existir nunca, pensar lo contrario sería incurrir en leso “esencialismo”. Lo veremos.
[1] En el momento de escribir estas líneas –primavera de 2019– parece que ese panorama en España ha comenzado a cambiar.
[2] Karl W. Deutsch en El nacionalismo y sus alternativas (Paidós 1971). Citado en: Joaquín Blanco Ande, El Estado, la nación, el pueblo y la patria. Editorial San Martín 1985, p. 234.
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