Hablemos de lucha de clases (y III)

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La tercera edad del capitalismo

Según el informe anual sobre la desigualdad en el mundo publicado por una conocida ONG, 62 personas poseían en 2016 la misma riqueza que la mitad del planeta. El mismo informe reducía en 2017 ese grupo a ocho personas. ¿Tremendismo? ¿Demagogia?

El capitalismo es el sistema que más ha hecho por acelerar la expansión de las fuerzas productivas a nivel global, y eso ha conducido a resultados ambivalentes. Por un lado, es evidente que ha contribuido a paliar las situaciones de pobreza extrema en amplias partes del mundo, así como a asegurar mejoras espectaculares en las condiciones materiales de la existencia. Los beneficios que el capitalismo ha aportado a la humanidad son, en este sentido, indiscutibles. Por otro lado, al regirse por un principio de acumulación ilimitada, el capitalismo ha situado al mundo ante un escenario de degradación ecológica y natural sin precedentes. Pero es en materia de desigualdades donde el capitalismo se encuentra hoy cada vez más cuestionado. La brutalidad de los datos presentados por la ONG refleja una realidad contrastada: las desigualdades no sólo se multiplican, sino que el capital tiende a concentrarse en una elite cada vez más reducida. Son datos que se pueden asumir sin caer por ello en enfoques conspiranoicos.

La financiarización de la economía es el multiplicador de la desigualdad, y la economía numérica es el acelerador de este proceso. Sometido a los intereses del accionariado, el capitalismo se organiza hoy como una gigantesca sociedad anónima. Es lo que los sociólogos franceses Boltanski y Chapiello llamaban “la tercera edad del capitalismo”: la del predominio de los mercados y las elites financieras. Si por algo se caracterizan esas élites es por su carácter transnacional y por la acumulación inédita de capital e influencia política que ha desplazado a las viejas burguesías nacionales. Los Estados, por su parte, tienden a reducirse a zonas de contención de población, mientras el verdadero poder reside en quienes controlan el capital global. El “mundo sin fronteras” de John Lennon es un sueño elitista al alcance de unos pocos.[1]

La avería del ascensor social y la polarización entre ricos y pobres son datos evidentes para casi todo el mundo, excepto para los bonzos de Hayek, Von Mises y Thatcher, que con sus econometrías de encargo y su ideología en ecuaciones no cesan de recitar el curso acelerado de neoliberalismo para tontos: “dejemos que los individuos se ocupen de sus propios intereses, que de los intereses generales ya se ocupará el Mercado”. Un axioma que pasa por ser “de derechas”, y eso es algo que a nosotros nos parece injusto, porque pensamos que es la izquierda la que, de facto, lo aplica con mayor celo sectario. Porque la izquierda –nos referimos a la izquierda posmoderna, liberasta y foucaultiana– ha entendido perfectamente que la expansión del mercado a todos los órdenes de la vida es lo que mejor favorece la emancipación y la autonomía individuales, más allá del Estado y su poder disciplinario.

¿Qué pretendemos al decir todo esto? Simplemente señalar que, en la presente lucha de clases, las clases subalternas deben identificar de qué lado caen sus intereses. Y hoy por hoy, éstos no caen precisamente del lado de la izquierda, ni mucho menos del lado de eso que se ha venido en llamar “marxismo cultural”, con sus minorías empoderadas, sus revoluciones arcoíris y sus “multitudes” empujadas por “flujos de deseos” más o menos irresistibles.

Extrema izquierda y lucha clases

El auge de los populismos de izquierda, las formas intolerantes de la corrección política y la proliferación del activismo radical –con la violencia “antifa” en primera línea–  hacen que algunos crean asistir a un retorno del comunismo. Desde estas líneas queremos (modestamente) tranquilizarles: ni estamos en el umbral de una revolución bolchevique, ni el comunismo ha resucitado con cuernos, rabo y culo de escamas. No al menos en Europa. Lo cual no quiere decir que no haya muchos y sinceros comunistas que estarían dispuestos a retomar las faenas del siglo pasado, si les dejaran. Al fin y al cabo, en esta vida cada uno se ilusiona como puede, y uno se puede sentir revolucionario comunista, hoplita espartano, jefe Sioux o druida del bosque de los Carnutos, pero lo más probable es que la cosa concluya no con la revolución, sino con un selfi. No estamos ante una espiral de agitación comunista, sino ante una sociedad cada vez más fracturada, escindida, atomizada, una sociedad a varias velocidades que corre en paralelo a procesos de concentración oligárquicos. Si la cosa al final derrapa, no lo hará probablemente del lado de una revolución socialista, sino más bien hacia un caótico y turbocapitalista proceso de descivilización, un escenario más cercano a “Mad Max” que al Gulag de Stalin (y no estamos seguros cuál de las dos opciones es peor).[2]

Claro que para ver todo esto es necesario ir más allá de la espuma de los días, intentar comprender la lógica de los acontecimientos y descifrar la dinámica a la que sirven. Por lo que se refiere a la izquierda –y aun a la extrema izquierda– esas lógicas y dinámicas son, a nuestro juicio, más conservadoras que revolucionarias.     

Veamos un botón de muestra (tomado de la extrema izquierda). En la web de la organización Torch Antifa Network (una de las principales coordinadoras “antifa” de Estados Unidos) se pueden leer los siguientes objetivos: combatir el sexismo, la homofobia, la transfobia, la islamofobia, las ideas antiinmigracionistas, el nativismo, el antisemitismo, el antiabortismo, la discriminación contra los incapacitados, jóvenes, viejos y contra todos los grupos oprimidos en general. Es decir, los mismos objetivos de la UNESCO, de las Agencias especializadas de Naciones Unidas, de la Comisión Europea de Bruselas, de los gobiernos e instituciones públicas y privadas occidentales, de las ONGs y sus financieros filántropos, de los grandes bancos, de las multinacionales y en no pocos puntos también de las iglesias cristianas, incluida la Iglesia Católica. Un programa más próximo a Paolo Coelho que a Lenin. A no ser, claro está, que debajo de tan nobles banderas los antifas escondan algo más. Por ejemplo, sus servicios como soplones y como fuerzas de intimidación parapolicial contra “populistas” y otros elementos potencialmente incómodos. El antifascismo en ausencia de fascismo permite así que cualquier analfabeto o imbécil se sienta empoderado para decidir quién tiene o no derecho al espacio público. La “alerta antifascista” –decía Constanzo Preve–   se ha convertido en una alcantarilla que se asemeja al cuento de “que viene el lobo”, y por eso será inútil cuando un lobo de verdad tenga a bien aparecer.[3] Su única función real, hoy por hoy, es la de ser una fuerza al servicio del Sistema.

Que la agitación violenta de la extrema izquierda no tiene nada que ver con la auténtica lucha de clases, eso es algo que han comprendido instintivamente los jóvenes de alta burguesía que juegan al lumpen en las filas “antifa”.  Pero ya se sabe que el flirteo con el lumpen forma parte del Bildungsroman de los jóvenes de alta burguesía y eso siempre ha sido así (aunque hoy en forma de activismo bobó con pasamontañas, pañuelos palestinos y zapatillas de marca).  

¿Dónde se manifiesta entonces la lucha de clases? La izquierda posmoderna tiene una respuesta: codo con codo, hombro con hombro con las reivindicaciones de feministas, transexuales, migrantes, animalistas, antiespecistas, ecologistas, vegan@s, senderistas, macrobiótic@s y virtuos@s del timbal. Es la conocida “cadena de equivalencias”, la clave de bóveda del edificio teórico de Ernesto Laclau, padre intelectual del populismo de izquierdas y personaje con méritos propios para tener su nicho en el panteón de enterradores del marxismo, a la sombra de Milton Friedman, Karl Popper, Ronald Reagan y otros gurús de la “sociedad abierta”. Que semejante esquema teórico sea hoy moneda corriente entre los sucesores de los partidos comunistas de antaño, es la prueba más evidente de que el progresismo es la enfermedad terminal del izquierdismo.[4] Pero los izquierdistas actuales consideran que con las minorías han encontrado un sustituto cool para el viejo proletariado, que era demasiado racista, machista y heteronormativo. O peor todavía, consideran que si a las demandas de los trabajadores les vamos añadiendo indignaciones sectoriales de todo tipo –como quien al cocinar va añadiendo sal, pimienta, mostaza y todo tipo de especias de forma compulsiva– componen con ello el perfecto menú progresista, sin darse cuenta de que lo que están haciendo es arruinar el guiso.

Feminismo y lucha de clases

Con su apuesta por las políticas de género y los sagrados derechos de las minorías, la izquierda no sólo no ha reforzado a la clase trabajadora, sino que ha contribuido a desagregarla. Centrándose en el caso del feminismo, Constanzo Preve lo explica perfectamente en un texto de título provocador: El feminismo es orgánico al capitalismo. El filósofo italiano pone el dedo en la llaga al escribir lo siguiente: “el feminismo nos trae una reacción furiosa contra todo el universo social y comunitario (necesariamente compuesto por hombres y mujeres). Como ocurre con todos los mitos de origen de tipo diferencialista, el feminismo presenta una naturaleza extremadamente individualista”.[5]

Acabáramos: al igual que el resto de las ingenierías sociales posmodernas, el nuevo feminismo lo que hace es atacar la dimensión propiamente comunitaria del ser humano, para sustituirla por la antropología individualista del liberalismo. Porque

En la dicotomía entre individualismo-comunitarismo se sitúa la pugna entre la lógica capitalista y las resistencias a la misma.

es precisamente en esa dicotomía entre individualismo-comunitarismo donde se sitúa la pugna entre la lógica capitalista y las resistencias a la misma. Algo que los sedicentes “comunistas” de hoy en día son incapaces de ver.

Sin embargo, el feminismo es orgánico al capitalismo y el enfoque “marxiano” nos ayuda a entenderlo. Si la mercantilización absoluta de la existencia es la verdad última del capitalismo, entonces es preciso quebrar toda resistencia “comunitaria” a la misma. Pero ocurre que las mujeres han sido, históricamente, las principales correas de transmisión del sentimiento comunitario. “El sexo femenino –escribe Preve–, aunque oprimido y discriminado de varias maneras, a menudo ha desempeñado el papel de custodio simbólico de la comunidad contra las derivas individualistas. Esto no puede reducirse a la explicación de que los hombres ‘obligarían’ a las mujeres a cuidar de las cosas de la comunidad, (…) sino a que el ejercicio del papel de la comunidad por parte de las mujeres ha sido el resultado de una sabiduría autónoma de la especie, que el historicismo no puede entender y no entenderá nunca”. De esta forma la consecución de la igualdad legal y simbólica entre ambos sexos había podido coexistir, durante los últimos dos siglos, con unos contextos comunitarios en los que las mujeres seguían jugando un papel destacado.

¿Y por qué se produce ahora –justo cuando la necesaria emancipación femenina parecía culminada– la irrupción agresiva del “feminismo de cuarta generación”? “La lucha contra el “heteropatriarcado” –continúa Preve–  tiene toda la lógica desde el momento en que éste es completamente incompatible con una dominación integral de la Forma-mercancía, que no toleraría los tabúes que habían surgido en una época anterior”.[6] Entre otras razones, porque el modelo autoritario de familia burguesa y patriarcal choca con la estructura del mercado juvenil, donde los hijos deben ser soberanos para la adquisición de productos y “marcas”, y los padres deben ser “desposeídos de todo residuo de soberanía ética” para ser reducidos al papel de cajero-pagador.[7] La crisis de ese modelo familiar –y la irrupción concurrente del neofeminismo americano–  encuentra su explicación en el contexto de esta “tercera fase del capitalismo”, en la que el modelo andrógino de la posmodernidad sustituye al modelo fálico del paterfamilias.[8] Liquidación de la familia tradicional y victoria total de la mercancía.

Mienten por tanto (o no se enteran de nada) quienes ubican el feminismo en el grupo de los “movimientos anticapitalistas”. El feminismo actual y la lucha de clases son fenómenos opuestos. Y ello es así porque la vieja lucha de clases se nutría también de toda esa dimensión comunitaria que la izquierda ha contribuido a arruinar: familias estables, colaboración entre mujeres y hombres, solidaridad entre padres e hijos. La combatividad de los trabajadores y trabajadoras se resiente de la erosión de esa dimensión comunitaria. No es extraño por tanto que el capitalismo intente sustituir la lucha de clases por la guerra de sexos, porque si la primera le preocupa mucho la segunda no le preocupa nada.

¿Marxismo cultural?

Impugnación de la familia, impugnación del amor “romántico”, impugnación del instinto maternal… asistimos a una obsesión macabra por destruir todas las relaciones verdaderamente humanas. ¿Es esto una forma de “marxismo cultural”? No lo creemos. La ingeniería social posmoderna no tiene nada que ver con el “marxismo” ni mucho menos con la obra de Marx. La etiqueta de “marxismo cultural” surge como reflejo pavloviano de cierta derecha acostumbrada a designar como “marxista” o “comunista” todo lo que no le gusta.[9] Pero todo ese nihilismo terminal tiene mucho más que ver con Foucault que con Marx. La French Theory, la deconstrucción, la corrección política y demás sífilis mentales de los campus americanos no son “marxismo”, sino neoliberalismo cultural. La primera condición para actuar sobre la realidad es la de llamar a las cosas por su nombre.

Sin embargo, se insiste en vincular a Marx con fenómenos que ni por asomo habrían sido tolerados en ningún país oficialmente “marxista”. ¿Por qué persiste este equívoco?

Sin duda la propia obra de Marx se presta a la confusión, desde el momento en que se presenta como un proyecto universal para la “emancipación” humana. En esa vena utópica han parasitado todas las corrientes de extrema izquierda occidentales –trotskistas, anarquistas, libertarios– para orientarla en un sentido cada vez más individualista. Con un resultado final: la promoción del hedonismo de la sociedad de consumo y la apología de la agenda neoliberal. No tiene nada de extraño que la amalgama emancipación-globalización-movilidad de las personas sea hoy uno de los fetiches del discurso político de Enmanuel Macron.[10]

Otro factor concurrente en este equívoco ha sido la Escuela de Frankfurt, cuyos pensadores principales –originariamente marxistas– realizaron una lectura “humanista” de Marx que tendría gran incidencia en el nacimiento del liberalismo libertario durante los años 1960.

Finalmente, un elemento no desdeñable es la persistencia del “comunismo de salón”, esa mezcla de falsa conciencia e hipocresía progre tan habitual en el circo mediático y sus cortesanos-payasos (aquí entrarían la “izquierda divagante” y la “izquierda extravagante” de las que hablaba Gustavo Bueno).[11]

Pero por mucho que se empeñen los comunistas de salón, nada tienen que ver el neofeminismo, el antirracismo, el multiculturalismo, el antiespecismo, la agitación LGTBIQ y los “Social Justice Warriors” (SJW) con Karl Marx, y sí tienen mucho que ver con los centros simbólicos y financieros de Wall Street, Hollywood y Silicon Valley. Al contrario, es precisamente la obra de Marx (o, mejor dicho, los elementos tradicionalistas y comunitaristas que se encuentran en la obra de Marx) la que –como señala Carlos Javier Blanco– “podría haber servido de muro de contención y resistencia (Katehon)” frente a ese “neoliberalismo incontrolable” y ese “individualismo feroz y laminador”[12]

El llamado “marxismo cultural” es, junto a la precariedad laboral, la destrucción de la familia y la multiculturalidad impuesta, un vector concurrente en un mismo proceso de fragilización de las clases subalternas. El resultado final es la sustitución de la clase trabajadora organizada por un conglomerado pintoresco que no es más que “la manifestación del colapso cultural de una época” (Constanzo Preve).[13]

¿Marx tradicionalista?

¿Un Marx tradicionalista? Presentar a estas alturas a Marx como un filósofo “reaccionario” sería tan ridículo como imposible. No se trata de “apropiarse” de Marx ni de hacerle decir lo que nunca dijo. De lo que se trata más bien es de admitir que, si lo que caracteriza a un clásico es su capacidad para inspirar múltiples lecturas, eso debe aplicarse también a Marx, y para eso habrá que despojarlo antes de la cáscara podrida del “marxismo”.

Tampoco se trata de descubrir al “verdadero Marx”; porque no está nada claro que exista un “verdadero Marx”, sobre todo teniendo en cuenta que dejó una obra inacabada. Pero, sepultados en la historia los regímenes del “socialismo real”, se hace urgente reivindicar ese enfoque “marxiano” que incrusta la comprensión de los fenómenos sociales y culturales en una indagación rigurosa sobre el desarrollo de las fuerzas productivas y las condiciones materiales de la existencia. Esta capacidad de amarrar el análisis abstracto a las realidades más groseras y prosaicas es, sin duda, lo más fascinante de su obra, y es lo que la convierte en un referente insoslayable para todo aquél que intente seriamente aclarar su propia visión del mundo.[14]

¿Significa todo esto abonarse a una visión filosófica “materialista”? Para empezar, el autor de El Capital no es más materialista de lo que ya lo son el capitalismo y sus profetas neoliberales. Pero además esta etiqueta de “materialismo” es injusta, porque no tiene en cuenta que la obra de Marx se presenta precisamente como una “crítica de la economía política”, y lo hace así porque lo que pretende es liberar al hombre de la hegemonía de lo económico; o dicho en términos marxianos, liberarlo del “fetichismo de la mercancía”. Por eso podemos afirmar –siguiendo a Constanzo Preve– que Marx es un filósofo idealista clásico, un “continuador egregio de la tradición aristotélica-hegeliana, que acomoda su defensa de la comunidad ante las pretensiones disgregadoras, individualistas, anticivilizatorias del capitalismo en estado creciente de industrialización”.[15] Es en ese sentido que podemos considerarlo también como un pensador tradicionalista, en cuanto conecta con la tradición comunitaria de la filosofía europea que se opone a la novedad del individualismo moderno atomizado (Hobbes, Locke, Hume, Adam Smith et alii).[16]

Un Marx idealista, comunitarista, tradicionalista… Éste es “nuestro” Marx. ¿Qué dirán de ello los “marxistas” de estricta observancia?

No podemos ocuparnos aquí del “marxismo”, ni siquiera de la forma más comprimida posible. No podemos ocuparnos en unas líneas de este corpus construido tras la muerte de Marx por Engels, Kautsky, Plejanov, Lenin y otros. No podemos detenernos en su visión economicista de la sociedad, en su visión determinista de la historia, en su concepción mecanicista de la dialéctica, en el materialismo histórico, en el materialismo dialéctico, en el positivismo, en el cientifismo, en el papel salvífico del “proletariado”, en el comunismo como fase final de la historia y en los demás dogmas de cartón piedra. No podemos ocuparnos de esa pseudorreligión con “final feliz” mesiánico asegurado (y con catástrofe social, económica y política también asegurada). Bástenos con concluir afirmando, –junto a Constanzo Preve– que el pensamiento de Karl Marx no forma parte del “marxismo” y que la gran mayoría de los que se creen marxistas son en realidad “engelsianos”.[17]

Dicho todo lo anterior, frente a los penosos intentos del sistema por presentarnos un Marx pasteurizado –un Marx adelantado de la globalización o un proto-hipster moralista precursor de “Occupy Wall Street”–, a los marxistas “vieja escuela” los encontramos más simpáticos.[18]

Contornos de la lucha de clases

“La lucha de clases es un mito del pasado”, eso afirman las narrativas oficiales. “Lo que toca hoy es hablar de las luchas feministas, postcoloniales, ecologistas, LGTBIQ”, eso es lo que afirma la izquierda posmoderna. Hablemos de la “sociedad civil”, hablemos de los “ciudadanos”, hablemos de la “gente”. No hablemos de “los trabajadores”, no hablemos del “pueblo” (hablar del pueblo es populista, fascista…).  

Pero la lucha de clases existe y en eso Marx tenía razón. Son los dominadores los que la están ganando, mientras los dominados pierden el tiempo en contradicciones artificiales u obsoletas. La lucha de clases existe y no hay más que seguir sus metamorfosis. ¿Dónde podemos encontrarla?

La lucha de clases se encuentra hoy en las mil y una prerrogativas que los de arriba organizan en perjuicio de los de abajo. Hay lucha de clases en la precarización del trabajo, en las burbujas especulativas, en las deslocalizaciones, en las fortunas que crecen más rápido que la economía general, en la evasión de impuestos, en las desigualdades que no permean en el bienestar general, en la secesión de los ricos respecto a sus países de procedencia. Hay lucha de clases en los desahucios por los fondos buitre, en la privatización de beneficios y en la socialización de pérdidas, en la gentrificación de las ciudades, en la flexiseguridad y en las “reformas”. Pero no sólo ahí se encuentra la lucha de clases. También se encuentra en otros aspectos.

Cuando las patronales importan mano de obra barata de otros países, ahí hay lucha de clases.

Cuando se impone el multiculturalismo a las clases populares autóctonas, ahí hay lucha de clases.

Cuando las ayudas a los foráneos se hacen en detrimento de los autóctonos (que son siempre los más humildes) ahí hay lucha de clases. 

Cuando los financieros internacionales apoyan a la migración ilegal (y las ONGs hacen un negocio de ello), ahí hay lucha de clases.

Cuando una casta burocrática impone un Pacto Global de Migraciones sin consultar ni a los parlamentos ni a los pueblos, ahí hay lucha de clases.

Cuando las elites que predican la “diversidad” viven en barrios segregados y con seguridad privatizada, ahí hay lucha de clases.  

Cuando se permite la proliferación del lumpen, la delincuencia y las okupaciones en los barrios populares, ahí hay lucha de clases.

Cuando se solicita la abolición de las fronteras, se atenta contra la cohesión social y ahí hay lucha de clases.

Cuando se rechaza en referéndum la adopción de un Tratado europeo (Tratado de la Constitución europea) y las élites lo reintroducen por la puerta de atrás (Tratado de Lisboa) ahí hay lucha de clases.

Cuando un pueblo vota su salida de la Unión Europea y una elite política, económica y mediática boicotea el resultado, ahí hay lucha de clases.

Cuando la élite hace votar a un pueblo dos veces sobre el mismo tema para que “corrija” su voto, ahí hay lucha de clases.

Cuando la élite se niega a hacer referéndums sobre las cuestiones más esenciales, ahí hay lucha de clases.

Cuando las burguesías locales fomentan secesionismos para eximirse de la solidaridad con las regiones más débiles –como está sucediendo en una de las más viejas naciones de Europa–, ahí hay lucha de clases.

Cuando se crean impuestos para las clases medias y trabajadoras que serán inocuos para las multinacionales y las grandes fortunas, ahí hay lucha de clases.

Cuando se practica la denigración cultural de franjas enteras de la población (medios rurales, poblaciones autóctonas, votantes “populistas”), ahí hay lucha de clases.

Cuando se presentan propuestas para limitar la democracia porque “los problemas son demasiado complejos y la gente demasiado ignorante”, ahí hay lucha de clases.

Cuando los medios de comunicación ocultan los problemas, tergiversan y mienten para “no alimentar el populismo”, ahí hay lucha de clases.    

Cuando se destruye a la familia, se ataca la cohesión entre las clases trabajadoras y ahí hay lucha de clases.

Cuando se destruye la autoridad de los profesores y se arruina la educación de los alumnos, ahí hay lucha de clases.

Cuando se imponen ingenierías sociales alumbradas en universidades elitistas norteamericanas, ahí hay lucha de clases.

Cuando las universidades masificadas se convierten en fábricas de precariado, ahí hay lucha de clases.

Cuando la lucha contra el cambio climático recae sobre los más pobres (impuestos al diésel, a las autovías, al consumo de carne) ahí hay lucha de clases.

Cuando el suicidio es la segunda causa de muerte entre los agricultores detrás del cáncer (datos de la Mutualidad Social Agrícola en Francia), ahí hay lucha de clases.

Cuando desde el poder mediático se impone la corrección política y se aliena el lenguaje de la gente corriente, ahí hay lucha de clases.

Cuando se deconstruye un país y se aliena la identidad de sus habitantes, ahí hay lucha de clases.       

Cuando se denigra a una civilización y se aliena la identidad de sus pueblos, ahí hay lucha de clases.

Cuando una oligarquía transnacional globalizada se impone sobre las naciones y los pueblos, ahí hay lucha de clases. 

Apología (razonada) del resentimiento

El resentimiento es una pulsión elemental que cuenta con justificada mala fama. Al situarse en la escala más baja de los sentimientos humanos – no muy lejos de la envidia–, el resentido sublima su desazón en forma de elevados ideales y nobles proclamaciones. En ese sentido el resentimiento es, como bien lo vio Nietzsche, un formidable motor de la historia.

Pero quizá no siempre se otorgue al resentimiento la justicia que se le debe. Por ejemplo, cuando se lo asocia de forma peyorativa a la idea de lucha de clases. La lucha de clases sería una cuestión de resentimiento, ergo de envidia. ¿Hay que condenar por eso la lucha de clases?

Quizá haya otra forma de ver la cuestión. Quizá el resentimiento no esté siempre asociado a sentimientos mezquinos. Proponemos otra definición: el resentimiento es la indignación acumulada por las ofensas recibidas. En este sentido, el resentido no es el vehículo activo de una “pasión triste” (como la envidia), sino que es el sujeto pasivo de agresiones exteriores. Los casos a los que nos hemos referido arriba entran en esta segunda categoría.

Los grandes conflictos políticos –las sublevaciones, las guerras de independencia y las revoluciones– están alimentados por el resentimiento, en cuanto son estallidos de indignación acumulada. Pero la indignación por sí sola no es suficiente para cambiar las cosas. La indignación es un sentimiento reactivo, moralista, que denuncia los comportamientos pero no los principios, que denuncia los efectos pero no las causas. Para que la indignación y el resentimiento puedan convertirse en revolución necesitan antes o después cristalizar en una teoría, necesitan llegar a ser una práctica política. Solo así podrán conseguir que las cosas cambien. En nuestros días, el “populismo” es esa práctica, y en algunos casos lleva camino de convertirse en esa teoría. Por eso la geografía del populismo –el análisis de la distribución del voto de los “deplorables”–  es un retrato bastante fidedigno del estado de la lucha de clases en occidente.

¿Cómo evolucionará esa lucha en los años venideros? ¿Se alcanzará un fatídico punto de ebullición? Cualquier conjetura es arriesgada. Pero lo que podemos aventurar que estamos cerrando el gran ciclo de la modernidad. En los albores de esa modernidad –entre la Revolución francesa (1789) y la Comuna de París (1871)– las clases subalternas alzaron la bandera de la Nación frente a una aristocracia imbuida de fervor cosmopolita. Hoy las cosas han vuelto al punto de partida. Las clases subalternas retoman el combate por la Nación mientras la nueva aristocracia empuja la causa globalista.

Decíamos al principio de este texto que las clases altas ya no reprimen al pueblo con cañones ni con fusiles –como en la Comuna de París en 1871–, sino que emplean métodos más sutiles y posmodernos. Pero cuando observamos la furia represiva desencadenada contra los Chalecos Amarillos en Francia, cuando vemos los muertos, los miles de heridos y la utilización sistemática del lumpen para dinamitar el movimiento desde dentro, comprendemos también que hay cosas que nunca cambian.

En el momento más álgido de esas protestas – el 8 de diciembre 2018 – un helicóptero aguardaba en el techo del Palacio del Eliseo, preparado para escapar con Enmanuel Macron. Algunos pensaron entonces en la noche de Varennes. Pero la historia no se repite nunca del mismo modo.

Y sin embargo…

[1] William I. Robinson, A Theory of Global Capitalism: Production, Class and State in a Transnational World, Johns Hopkins University Press 2004. Citado en Peter Phillips, Megacapitalistas. La élite que domina el dinero y el mundo. Rocaeditorial 2019. Edición Kindle. La ONG aludida es Oxfam International.

[2] Tal vez esto es lo que Rosa Luxembourg tenía en mente cuando acuñó aquello de “socialismo o barbarie”.

[3] Constanzo Preve, De la Comuna a la Comunidad, Ediciones Fides 2019, p. 112.

[4] Rodrigo Agulló, “El Progresismo, enfermedad terminal del izquierdismo”, en Disidencia Perfecta. La “Nueva derecha” y la batalla de las ideas. Áltera, 2011, pp. 419-464.
https://elmanifiesto.com/sociedad/5533/el-progresismo-enfermedad-terminal-del-izquierdismo-i.html

[5] Constanzo Preve, De la Comuna a la Comunidad, Ediciones Fides 2019, p. 151.

[6] Constanzo Preve, De la Comuna a la Comunidad, Ediciones Fides 2019, pp. 145-151.

[7] Constanzo Preve, « La postmodernité philosophique expliquée aux enfants et aux grandes personnes ». En Nouvelle Histoire Alternative de la Philosophie. Le chemin ontologico-social de la philosophie.  Perspectives Libres 2017, pp. 582-583.
http://rebellion-sre.fr/postmodernite-philosophique-expliquee-aux-enfants-aux-grandes-personnes/

[8] Señala el pensador marxista David Harvey que nos encontramos en el tránsito del “modelo fálico de la modernidad” al “modelo andrógino de la posmodernidad”, y ello es así porque “el modelo andrógino exalta la centralidad simbólica del gay masculino o femenino, situado mediáticamente como la figura sexual central y más significativa de la sociedad contemporánea. En un mundo donde la naturalidad ha sido sustituida por la artificialidad integral de la producción capitalista, es perfectamente consecuente que el “género” (gender) se elija, o que ya no se nazca hombre o mujer, sino que se “elija” ser hombre o mujer”. Constanzo Preve, « La postmodernité philosophique expliquée aux enfants et aux grandes personnes », en Nouvelle Histoire Alternative de la Philosophie, pp. 582-583. 

[9] Los polemistas e intelectuales americanos de la galaxia “Alt Right” son quizá los que más han contribuido a popularizar la expresión “marxismo cultural” durante los últimos años.

[10] Sobre el uso de la “emancipación” en el lenguaje político macroniano: Pierre-André Taguieff, L´Emancipation Promise. Les Éditions du Cerf 2019, pp. 59-70.

Desde los años 1960 ha sido habitual en la literatura marxista hacer una distinción entre el “joven Marx” –de carácter humanista y utópico– y el Marx maduro y “científico” de El Capital. Ese supuesto “joven Marx” ha sido el que más influencia ha tenido entre los marxistas occidentales, los comunistas “consejistas”, los estudiantes de 1968, la teología de la liberación y el progresismo en general.

[11] Gustavo Bueno, El Mito de la Izquierda. Ediciones B, 2003.

[12] Refiriéndose a esas ideologías postmodernistas, escribe Carlos Javier Blanco Martín: “Estos fenómenos se incardinan en una suerte de ingeniería social que mina poco a poco los bastiones de resistencia popular, incluyendo la propia institución familiar y las bases antropológicas de la misma: la pareja heterosexual monógama, la función reproductora de la pareja y de la familia, la estabilidad conyugal, vecinal y comarcal de las comunidades, su relativa homogeneidad etnocultural, etcétera”. “Un Preve para España”, introducción al libro de Constanzo Preve: De la Comuna a la Comunidad. Ediciones Fides 2019, p. 20.

[13] Constanzo Preve, De la Comuna a la Comunidad, Ediciones Fides 2019, p. 117.

[14] Como señala Diego Fusaro, “no es posible volver a Marx, precisamente porque no existe ningún “verdadero Marx” unitario y coherente, sin embargo, es posible (…) volver a empezar con él y su “edificio en construcción”, porque de él nacen muchos Holzwege – senderos perdidos – para utilizar la terminología de Heidegger”. Diego Fusaro, Todavía Marx- El espectro que retorna. El Viejo Topo 2016, p. 108. 

[15]Carlos Javier Blanco Martín, Obra citada, p. 13.

[16]Constanzo Preve: De la Comuna a la Comunidad. Ediciones Fides 2019, p. 186.

La visión del hombre como un ser social y la de la sociedad como algo más que el mero agregado de individuos: eso es lo que aleja a Marx del liberalismo y lo que lo aproxima a la filosofía tradicionalista europea. Dice Marx en los Grundrisse: “la sociedad no consiste en individuos, sino que expresa la suma de relaciones y condiciones en las que los individuos se encuentran recíprocamente situados”. Estas relaciones establecen una determinada racionalidad a la que los individuos se tienen que atener, si quieren mantenerse dentro de ellas. Michael Heinrich, Crítica de la Economía Política. Una Introducción a El Capital de Marx. Guillermo Escolar 2018, p. 80.

[17] Sobre la distinción entre “el marxismo” y la obra de Marx: Constanzo Preve, Histoire Critique du Marxisme. Armand Colin 2011; De la Comuna a la Comunidad, Ediciones Fides 2019; Felipe Martínez Marzoa, La Filosofía de El Capital. Abada Editores 2018; Michael Heinrich, Crítica de la Economía Política. Una introducción a El Capital de Marx. Guillermo Escolar 2018; Denis Colin: Introduction à la pensée de Marx, Seuil 2018; Comprendre Marx, Armand Colin 2009; Le Cauchemar de Marx, Le capitalisme est-il une histoire sans fin?, Max Milo 2009; Diego Fusaro, Todavía Marx. El espectro que retorna, El Viejo Topo 2016; Anselm Jappe, Les Aventures de la Marchandise. Pour une Critique de la Valeur. La Decouverte 2003. La corriente de crítica social conocida como “crítica del valor” (grupo “Krisis”: Robert Kurz, Anselm Jappe) ha desarrollado la interesante distinción entre un “Marx esotérico” – centrado en la crítica del valor y la mercancía– y un “Marx exotérico” del que derivaría el marxismo tradicional.

[18] Ensayo de Jacques Attali: Karl Marx o el Espíritu del Mundo. Film The Young Marx, Raoul Peck, 2018.

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