Hace unos días, Dominique Venner se suicidó de un disparo ante el altar mayor de la catedral de Nôtre- Dame. Los grandes medios de comunicación sólo han prestado al hecho una atención muy marginal: "Se ha suicidado un escritor e historiador de la extrema derecha francesa". En las últimas fechas, dentro de los círculos políticos e intelectuales de la Nueva Derecha europea, se ha saludado a Venner como a un "samurai de Occidente". La referencia a Mishima, obligada, no requiere glosa explicativa alguna.
Hace unos días, Dominique Venner se suicidó de un disparo ante el altar mayor de la catedral de Nôtre- Dame. Los grandes medios de comunicación sólo han prestado al hecho una atención muy marginal: "Se ha suicidado un escritor e historiador de la extrema derecha francesa". En las últimas fechas, dentro de los círculos políticos e intelectuales de la Nueva Derecha europea, se ha saludado a Venner como a un "samurai de Occidente". La referencia a Mishima, obligada, no requiere glosa explicativa alguna.
Venner ha justificado su acto refiriéndose a la perentoria necesidad de despertar, de sacudir las conciencias en una Europa hoy adormecida. Anestesiados como están, los europeos precisan hoy de grandes gestos simbólicos que les ayuden a salir del pesado sopor en el que vegetan. Venner, representante del más noble neopaganismo europeo contemporáneo, ha sentido como pocos que la Europa de nuestro tiempo haya perdido su identidad. En su instante fundacional –nos explica Venner– estuvo Homero; después, toda la riquísima gama de aportaciones culturales que llega hasta principios del siglo XX, antes de que, con la Guerra de 1914, se destruyera en nuestro continente la conciencia de ese multiforme patrimonio común. En cuanto a hoy..., ¿qué nos queda hoy? La languidez, el cinismo, la indiferencia, el desmayo, la pasividad de asistir a nuestro declive y no hacer nada. En esta tesitura, Dominique Venner ha decidido llevar a cabo un acto sacrificial que pretende ser también parte de una nueva fundación: la de un renovado orden de cosas, la del tan deseado por muchos despertar de una Europa que hoy parece haber renunciado a su secular vocación de grandeza.
Es cierto que la Europa de nuestros días, tan poco apta para apreciar los delicados matices del espíritu, necesita actos de gran resonancia que la zarandeen, que la despierten. Puede discutirse si tal tipo de actos debe moverse en la dirección en la que apunta el suicidio neopagano de Venner, que éste ha concebido expresamente como un acto de sacrificio; en cambio, no parecen discutibles ni la dignidad interior ni la intachable honestidad intelectual de su protagonista. Ahora bien: ¿es realmente este tipo de acciones lo que actualmente más necesitamos?
Los actos que de algún modo giran en torno a la muerte impresionan a los hombres de una manera especialísima. Sin duda, un suicidio, pero también los asesinatos, y en particular los actos terroristas. El acto terrorista se aprovecha de la potente semántica que siempre transmite la muerte para cargarse de significación. En cuanto al suicidio que se lleva a cabo no por desesperación, sino como un acto de libertad interior e incluso de grandeza, impresiona poderosamente al "último hombre" del que hablaba Nietzsche, incapaz de toda grandeza y de todo auténtico sacrificio. Quien no tiene miedo a morir es que ha descubierto algo más valioso que la mera conservación de la vida. ¿De verdad existe algo por encima de la vida? Una Europa desprovista de ideales se encoge escépticamente de hombros ante tal pregunta, que hoy ya casi ni se plantea.
Sí, sin duda: precisamos de gestos, de actos simbólicos; pero no tienen por qué ser semejantes al ejecutado por Dominique Venner –cuya figura, repito, respeto profundamente–. Y es que existe otro lenguaje, otra semántica, de eficacia tal vez no inmediata ni fulgurante, pero que va surtiendo efectos de largo alcance a lo largo del tiempo que sigue a su realización. Pasando revista a los últimos tiempos, pensemos, por ejemplo, en la renuncia al papado de Benedicto XVI, que tanto ha impresionado, y de modo muy favorable, a numerosos intelectuales no creyentes. Pensemos también en la vigorosa movilización de una parte muy apreciable de la sociedad civil francesa contra la ley del matrimonio homosexual, o en el tan comentado anticonvencionalismo del Papa Francisco, que, por ejemplo, a día de hoy sigue sin ocupar los apartamentos papales de la Basílica de San Pedro y hospedándose en la Residencia de Santa Marta.
En la época de Youtube, en que un vídeo de un minuto puede llevarte a la celebridad universal, la imagen, el gesto, el acto simbólico alcanzan su maximum teórico de potencial repercusión. Las activistas de Femen en top-less contra Putin explotan a fondo la devastadora eficacia de la imagen reproducida hasta el infinito en Internet. Lo importante, al parecer, es el acto que consiga atraer hacia sí la máxima atención posible: de ahí la exigencia de espectacularidad, que alcanzó su máxima expresión en los atentados del 11 de septiembre de 2001, y que también observó de modo ejemplar Anders Breivik en la matanza de la isla de Utoya.
Europa está anestesiada y hay que despertarla: en esto coincidimos plenamente con Dominique Venner. Y, como los actos delicados la dejan indiferente, ¿habrá que decantarse, entonces, por la siempre eficaz espectacularidad? Ahora bien: si pensamos así, ¿no estaremos traicionando entonces lo mismo que pretendemos defender? El “acto espectacular” es justamente lo que idolatra la cultura posmoderna de la imagen, que demanda tal tipo de acciones no para despertar, sino para desperezarse entre bostezo y bostezo. ¿No le pedimos escenografías iconoclastas y escandalosas a Calixto Bieito o a la Fura dels Baus para animar el declinante universo de la ópera? ¿No esperamos ya de los escritores que sean físicamente atractivos, mediáticos, ocurrentes y divertidos en los talk shows? ¿No nos hemos vendido a la nueva religión de la espectacularidad porque lo que no es espectacular nos parece desmadejado, fantasmagórico, vacío?
Necesitamos actos, necesitamos gestos, necesitamos una nueva semántica, llena de vida y de potencia; pero, mucho más que actos espectaculares de cualquier tipo, lo que hace falta hoy son actos significativos y auténticos. Pensemos, por ejemplo, en la enorme repercusión mundial que alcanzó hace unos meses el salto estratosférico de Felix Baumgartner: no por su espectacularidad en sí –que la tenía–, sino, diría yo, que por su posible significación poética, fuese ésta voluntaria y consciente o todo lo contrario. Recordemos también, por ejemplo, el mito de Reinhold Messner, alpinista-filósofo de nuestro tiempo, o, en el campo de la tauromaquia, la extraordinaria figura de José Tomás.
Es cierto que, al final, la verdadera belleza, aunque no busca la muerte, suele no andar muy lejos de ésta, porque no hay belleza en la que no exista algún tipo de exposición –literal o simbólica– al riesgo, al sacrificio, a la disposición a entregar la vida en aras de valores espirituales de orden superior.. El suicidio heroico de Dominique Venner puede ayudar a despertar a algunos, tal vez a muchos; pero la gama de actos simbólicos pertinentes a este respecto es muy amplia, y en ellos lo esencial no consiste en ninguna efectista y aparatosa espectacularidad. Los antiguos decían: rem tene, verba sequentur, "domina el asunto y las palabras vendrán por sí solas". Parafraseándoles, podríamos decir: "Vive, ama y piensa profundamente, y lo demás se te dará por añadidura". Un hombre en el que arde el verdadero fuego del espíritu encontrará la manera de que ese fuego irradie de una manera efectiva hasta los demás.
“Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”, cuentan que dijo una vez Arquímedes. Ahora bien, por definición ese punto de apoyo deberá estar fuera del mundo, más allá de todas las determinaciones cósmicas, en los misteriosos territorios fronterizos con el trasmundo y con la eternidad.
Ojalá Dominique Venner, europeo heroico, nos esté esperando ya allí, sereno y en paz.