Por qué la comunicación no basta

Compartir en:

En un artículo publicado hace unos meses en El Mundo, Arcadi Espada realizaba una alabanza de la intercomunicación de las ideas que simboliza Internet.

Internet sería, pues, el símbolo de la comunicación moderna, garantía de progreso y libertad, de una popperiana “sociedad abierta” frente a cualquier tentativa retrógrada de construir una nueva sociedad cerrada y neo-fundamentalista. Así pues, la comunicación a todos los niveles, per se, nos impulsaría hacia un futuro luminoso y nos salvaguardaría del peligro representado por nuestros antiguos fantasmas.
 
Coincide al respecto Arcadi Espada con la postura de muchas otras figuras públicas actuales. La intercomunicación mundial, en efecto, parece un bien en sí mismo; tal vez, incluso el máximo bien. Entre nosotros, bien que desde diferentes perspectivas, Manuel Castells, Eduardo Punset, Vargas Llosa o Fernando Savater defienden una idea parecida. La comunicación e interdependencia entre individuos, pueblos y continentes constituye una argamasa salutífera. Viajes, turismo, convenios internacionales, organismos supranacionales de cooperación, relaciones comerciales, lazos económicos de todo tipo. ¿Acaso le conviene a China que Estados Unidos se hunda, o viceversa? Prestamista y deudor están unidos por sólidos vínculos, sobre todo si el deudor es el primer comprador del prestamista. El ejemplo sería extensible a otros muchos ámbitos.
 
Es claro que el mundo necesita un cemento, un pegamento, un principio cohesionador, y la comunicación se presenta hoy como el mejor candidato, casi como el único posible. ¿Acaso no vivimos en la era de la comunicación? La comunicación, al engendrar una interdependencia recíproca, representa —piensan muchos— la máxima garantía de paz. Y, sin embargo, resulta instructivo recordar que esto mismo se decía ya en el siglo XIX, cuando no fueron pocos los pensadores que pusieron sus mayores esperanzas en los ferrocarriles, las líneas de telégrafo o la simbólica apertura del Canal de Suez como piedra filosofal de un nuevo amanecer para la humanidad. Frente a un pasado de aislamiento y conflicto, de desconfianza mutua resuelta en guerras de conquista, el inminente siglo XX se imaginaba como el paraíso de la comunicación entre los pueblos, en el que al fin sería posible la “paz perpetua” con la que soñaba Kant. Es más: a principios del siglo XX, no eran pocos los que señalaban que, dado el alto grado de interdependencia económica y financiera ya entonces alcanzado, dada la subsiguiente comunidad de intereses —unida a un supuesto, y también elevado, nivel de cultura y civilización—, resultaba inimaginable una gran guerra entre las naciones europeas. Con terrible sarcasmo, la realidad histórica no tardaría en desmentir tal ilusión.
 
Menos ingenuos que nosotros, los antiguos sabían que la comunicación no es nada si no se acompaña de una especie de “unión simbólica”. Por eso pensaban que, para unir a dos pueblos, era necesario que compartieran el culto a un mismo dios, o la referencia a unos mismos santuarios (he ahí, por ejemplo, el caso de las anfictionías griegas, precursoras de la unificación de la Hélade, o el del culto sincrético, greco-egipcio, de Serapis en el Serapeum de Alejandría). También se concedía una importancia capital a las uniones dinásticas: a través del matrimonio político se vinculaban no sólo dos casas reales, sino también los reinos respectivos. Existía asimismo, por supuesto, el elemento de la comunicación comercial, de la que el Mare Nostrum, el Mediterráneo de fenicios y venecianos, constituye un símbolo milenario; pero no se creía, como hoy, que la comunicación por sí misma fuese capaz de proporcionar a los hombres lo que es posible construir sobre un plano más profundo de significación.
 
He aquí la situación actual: un grado increíble de viajes internacionales —nuestra tupida red mundial de aeropuertos es al respecto el mejor símbolo—, una intercomunicación continua por medio de la televisión, prensa, Internet, etc., una interdependencia económica, financiera y comercial antes nunca vista. Ingresados al fin en una sociedad internacional cosmopolita, integrada a nivel planetario hasta sus últimos rincones, diríase que tenemos lo necesario para asegurar una sólida paz mundial: el conocimiento mutuo, la comunidad de intereses y los lazos de todo tipo constituirían la garantía de la misma, una vez que ya no confiamos para lograrla en la simple voluntad de los hombres.
 
Ahora bien, lo que sucede realmente es que esa comunicación masiva y omnipresente de nuestra época es tan capaz de aliviar tensiones como de, por otra parte, crearlas. Entregada únicamente a su dinámica interna, la comunicación puede desembocar en una guerra de todos contra todos. La comunicación entre el Islam y Occidente se vive hoy como un soterrado intento de invasión mutua: Occidente invade al Islam con la televisión e Internet, el Islam invade a Occidente con su más pujante demografía y con su audacia para ocupar el espacio público. A la vez, China invade económicamente el mundo mientras nosotros, los occidentales, invadimos China con nuestros iconos, con un estilo de vida y con un concepto de libertad que manifiesta hoy, sobre los pueblos no occidentales —y ante todo sobre su generación más joven—, un poder casi hipnótico. De manera que la situación de increíble comunicación, interdependencia e interconexión planetaria de nuestros días parece capaz de generar, en vez de la proximidad comunitaria de la “aldea global” de McLuhan, un grado creciente de conflicto y de caos. Símbolos de tal estado de cosas: una ONU hipócrita e inoperante, unos Juegos Olímpicos comercializados y sin alma, Facebook como escaparate del exhibicionismo contemporáneo.
 
Sin embargo, la masonería mundial, los Illuminati de número tanto como los de simple corazón, la élite del poder simbolizada hoy en nuestro imaginario por el antaño casi desconocido, pero hoy famoso Club Bilderberg, siguen considerando la creciente comunicación planetaria como un objetivo irrenunciable. Se impone llevar la comunicación al paroxismo. Internet como elemento incorporado a la totalidad del tiempo personal a través del teléfono móvil, el Gran Hermano simbolizado por las cámaras de videovigilancia callejeras y las monstruosas bases de datos gubernamentales, así como la futura desaparición del dinero físico en beneficio del célebre chip subcutáneo señalado por muchos como la apocalíptica “marca de la bestia”, constituyen elementos distintos de un mismo proceso. Nos intercomunicaremos cada vez más, sí; pero como esa intercomunicación que desprecia los factores genuinamente espirituales generará —por ello— conflictos de intensidad creciente, se impondrá la necesidad de una dictadura mundial que asegure poder contenerlos. Cuando el orden no se produce naturalmente desde abajo, hay que introducirlo artificialmente desde arriba, y entonces es -claro- sólo un sucedáneo de orden, un orden aparente. En realidad, llevamos décadas ensayando este sistema de ingeniería social, inspirado en la tecnocracia de la década de 1950 y en el conductismo de Skinner, y que a nivel político se halla encarnado por la figura de Zbigniew Brzezinski, reputado politólogo norteamericano, teórico del Nuevo Orden Mundial. Convertidos los hombres en átomos sociales que se mueven al azar, en hombres unidimensionales a lo Marcuse, se necesita una mente filantrópica, un nuevo tipo de déspota ilustradoque nos gobierne a todos desde arriba. El mito transhumanista converge aquí con el Mundo feliz de Huxley y el Fahrenheit 451 de Bradbury. En efecto, si nos desligamos del mundo del espíritu, necesitamos —Tolkien dixitun anillo que nos gobierne a todos.  
 
La careta de Guy Fawkes, el pseudo-héroe Julian Assange, pueden parecer hoy a muchos el símbolo de la libertad que quieren robarnos, la bandera bajo la que en la hora presente nos debemos enrolar. Y, sin embargo, contra el mito de la comunicación como panacea para todos nuestros males —el Congreso anual de telefonía móvil en Barcelona como signo supremo de la papanatería contemporánea—, hay que ir mucho más allá de la mitología adolescente de V de Vendetta. La falsa comunicación, la comunicación mercurial de las mentes, produce caos; la comunicación profunda y personal es la única fuente de auténtico orden. En la época de los 5.000 amigos en Facebook, de los tuits epidérmicos y banales, se necesita más que nunca, a nivel individual y colectivo, del tipo de comunicación que nos presentaba Hermann Hesse en El juego de los abalorios a través de las figuras de Joseph Knecht y el Pater Iacobus. Frente a la Unión Europea de las tediosas intervenciones en el Parlamento de Estrasburgo —símbolo actual de un triste vacío europeo—, la Europa que proyectaron Schuman, Adenauer, Monnet y De Gasperi. Nosotros lo hemos fiado todo a la desastrosa argamasa de la unión monetaria, como si la moneda común fuese suficiente para unificarnos. Más sabios que los miopes líderes de hoy, los Padres de la Unión Europea pensaban en 1950 que la interdependencia económica -como primera piedra, la Comunidad del Carbón y del Acero- no funciona por sí misma, sino que debe estar insertada en un proyecto de unión espiritual y cultural de amplio aliento.
 
En Europa, laboratorio espiritual del mundo, es donde hoy se juega el futuro de la humanidad: mucho más que en la Rusia del petróleo y del gas o en la China y la India del 10% de crecimiento anual del PIB. Lo que pase en los próximos meses entre Irán e Israel, y las consecuencias del efecto dominó mundial que produciría un conflicto entre ambos países, está misteriosamente unido a lo que suceda en el corazón de una Europa que parece declinante, pero que, pese a todo, espiritualmente sigue siendo el lugar más decisivo del mundo, el lugar de las máximas contradicciones, y por ello también de las máximas oportunidades y esperanzas. Nos lo recuerda Dominique Venner: en el verano de 1914, incluso tras el atentando de Sarajevo, no estaba fatalmente escrita la inevitabilidad de la guerra: todo dependía de la calidad espiritual de unos líderes políticos y militares que reflejaban, por representación, la de sus respectivos pueblos.[1] En aquel entonces, Europa no estuvo a la altura de su destino; hoy no parece en disposición de enmendar esa falta.
 
La Europa posmoderna descrita por Lipovetsky, paraíso del consumo y de la mera comunicación, tiene que convertirse en la Europa soñada políticamente por Robert Schuman y espiritualmente por Hermann Hesse. He ahí nuestro desafío, he ahí, tal vez, la última esperanza del mundo.


[1] Dominique Venner, Europa y su destino, Áltera, Madrid, 2010.

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar