Primero Disneylandia en París, ahora Las Vegas probablemente en Madrid. La cultura fast food estadounidense prosigue, al parecer imparable, su conquista de la vieja Europa. En Viena, los cafés Starbucks, fabricados en serie y extendidos hoy por todas las grandes metrópolis del mundo, triunfan sobre los míticos cafés vieneses, tan amados por el gran Stefan Zweig. Verdaderamente, los signos de un inminente apocalipsis se multiplican y precipitan ante nuestros espantados ojos.
Desde una vieja Europa desmadejada y que hace tiempo que no cree en sí misma, diversas voces se alzan para execrar esta nueva claudicación ante la plutocracia americana del más craso entertainment ¿Es qué ya no nos queda dignidad? 18.000 millones de euros, o los que terminen siendo, son mucho dinero, desde luego; pero, ¿acaso no existe nada más que el dinero? Hoteles gigantescos, casinos, ruletas enloquecidas, ludópatas compulsivos, neones nonstop, prostitución galopante, por doquier una tramoya carente de todo sentido, sustancia y verdad: vacío, vulgaridad, una vuelta de tuerca más al nihilismo imperante. Además, rendición incondicional a las exigencias impuestas por el magnate Sheldon Adelson y su grupo inversor, que reclama de las autoridades españolas una legislación ad hoc, tailor made, hecha a medida milimétrica de sus necesidades. ¿Cabe mayor humillación, mayor obsequioso servilismo de una Europa decrépita frente al gran Mammón del dinero americano?
Y, sin embargo, seguramente se impone también otro tipo de análisis. Desde una óptica filosófica y cultural, la crítica al vacuo efectismo de Las Vegas –espejismo sin espíritu y sin consistencia– resulta difícilmente rebatible. Los eventuales males que puede traer aparejados si finalmente se instala en Madrid, los efectos colaterales indeseables, el dudoso saldo de costes/beneficios a largo plazo, también merecen una seria consideración, que Esperanza Aguirre obvia en beneficio de su pragmático optimismo liberal. Ahora bien: lo que tal vez no se entiende es que, en este tema de Las Vegas madrileña o Eurovegas, conviene distinguir entre dos aspectos bien distintos: el del negocio del juego y el de la ciudad-atmósfera o ciudad-símbolo. Si no procedemos a tal distinción, corremos el riesgo de efectuar un juicio erróneo sobre el verdadero significado de una posible Las Vegas madrileña.
Vamos a ver: el que esto escribe no siente simpatía alguna por el ambiente de los casinos, por esa orgía del dinero que encuentra su mejor emblema en una mesa de ruleta atestada de jugadores y mirones y en la que, al final, la banca siempre gana. Sin embargo, otra cosa he de decir respecto a Las Vegas como “ciudad falsificada”, como reunión ecléctica de los más variados elementos arquitectónicos. A mi modo de ver, los críticos de Las Vegas pasan por alto que la perdurable fascinación de su iconología no procede tanto de los casinos en sí mismos como de la sensación de irrealidad que en ella envuelve al visitante. Tal sensación es constantemente buscada por nuestros contemporáneos, y las ciudades actuales responden cada vez más a esta expectativa. No pienso sólo, por ejemplo, en el American Park Dream de Shangai, ni tampoco en las copias de calles neoyorquinas existentes en los shopping centers del extrarradio de la propia Nueva York: los ejemplos son mucho más numerosos y variados. Y es que el hombre de nuestro tiempo busca elevarse mediante el expediente de lo ficticio por encima de la realidad banal que lo rodea. Más que casi ninguna otra cosa, anda en pos de atmósferas que lo transporten a “otro mundo”.
La conversión de las ciudades actuales en una especie de parques temáticos constituye un significativo fenómeno cultural de nuestra época. Antaño, para ser atractivas, a las ciudades les bastaba con presentarse con su contenido tradicional, igual que a un restaurante le bastaba con ofrecer una buena carta. Hoy, ni al restaurante ni a la ciudad les es suficiente eso: deben seducir, ante todo, con una cierta atmósfera. La proliferación de los hoteles temáticos se encuentra en la misma línea de significado. Hoteles, cafeterías, restaurantes, librerías, museos, ciudades: en todos ellos es hoy esencial el diseño, la envoltura temática, la seducción atmosférica, incluso la inserción del cliente en una narrativa, en una historia. Todo ha de responder hoy a la exigencia de una fantasía, de una ilusión. Lo real asfixia; lo ficticio seduce. Las Vegas fue, en su día, una adelantada a su tiempo, pues introduce al visitante en “otro mundo”, como lo hacen también, en otro sentido, los grandes centros de Ikea: el paseo por Ikea es en sí mismo una experiencia, independiente de que se compre o no. En una época en la que hemos olvidado las grandes narraciones que dan sentido al mundo, se espera de las ciudades que nos envuelvan, que se conviertan en multicolores microcosmos: hoteles, locales de todo tipo, restaurantes cool , cafeterías, cines, librerías, tiendas de aspecto sofisticado. En la librería, importa cada vez más lo adjetivo y menos lo sustantivo: tal vez lleguemos a comprar finalmente el libro, pero antes queremos vivir la librería en sí misma como una experiencia. Sentarnos en ella a tomar un exquisito café, dejarnos arrullar por el hilo musical, disfrutar de su cuidada atmósfera, perdernos entre sus laberínticos anaqueles. Modelos implícitos para nuestras ciudades: el mercadillo medieval, la Estambul icónica, el Broadway neoyorquino, la Gran Vía madrileña, el Guggenheim de Nueva York y de Bilbao, Heidelberg como arquetipo de la ciudad tradicional de estilo germano-suizo, la ciudad marroquí –Tánger, Marrakech–, el Singapur de los rascacielos y de los santuarios budistas. Se persigue una cierta masa crítica de elementos seductores, una saturación de estímulos que provoque la anhelada sensación de irrealidad. Pese a toda la vulgaridad que se le critica –y con razón–, Las Vegas fue precursora en su día de algo que, al parecer, nuestros contemporáneos necesitan con desesperación.
Como se sabe, fue el arquitecto y teórico de la arquitectura Robert Venturi quien nos dijo ya en 1972 que debíamos “aprender de Las Vegas”. Venturi, gran admirador del Barroco, protestaba contra una arquitectura moderna sin alma y que, en su idolatría de las puras líneas geométricas, caía en el abismo de la deshumanización. Barroco, manierismo, rococó, también pop art: estilos y movimientos artísticos tal vez criticables desde cierto punto de vista, pero en los que percibimos una exuberancia que es signo de la vitalidad que hoy tanto nos falta. Contra el credo funcionalista, contra el célebre dictum de Van der Rohe –“menos es más”–, Venturi propone Las Vegas como ejemplo de una profusión de elementos que, confusa y caótica como es, sin embargo contiene, al menos en germen, un elixir que nuestra época precisa casi como ninguna otra cosa.
Entendamos, pues, bien el problema: Las Vegas de Nevada, la eventual Eurovegas madrileña, son execrables, obviamente, por su rendición a la vacuidad nihilista, por su ausencia de nobleza, de elevación, de espíritu: se contraponen, digamos, a la grandeza del Partenón o de la Catedral de Chartres, a la Plaza de San Marcos en Venecia. Bien, de acuerdo; pero, a la vez, Las Vegas esconde una secreta analogía con un amplio y heterogéneo conjunto de realidades en las que late la vida dionisíaca –Nietzsche dixit–, en las que borbota con una fuerza exuberante: el Gran Bazar de Estambul, la Bagdad de Las mil y una noches, las plazas y mercados de abastos, la Plaza Central de Marrakech, la erudición de Borges o de Umberto Eco, las Etimologías de San Isidoro, la cornucopia o cuerno de la abundancia, los bazares árabes y chinos, el Museo Egipcio de Berlín, el cine de Steven Spielberg, la cueva de Alí Babá, el pop art de Andy Warhol, las Cámaras o Gabinetes de Maravillas, las enciclopedias medievales, la obra de Gaudí, los museos de monstruos, las novelas góticas, los cuentos de los hermanos Grimm, el mito de Montecarlo, etc. etc. De modo que repetimos: desde cierta perspectiva, Las Vegas es tan vulgar e infantilizante como nuestros actuales centros comerciales y como los cruceros llenos de turistas a los que se entretiene desde el amanecer hasta medianoche con continuas “actividades lúdicas” dirigidas por jóvenes y sonrientes monitores de tiempo libre (por supuesto, personalmente preferiría mil veces viajar en el sobrio camarote de un carguero, con una buena provisión de libros y tiempo y silencio para la metafísica de los cielos límpidos y del horizonte infinito). Sí, claro, todo esto es así; pero, desde otro punto de vista, Las Vegas, espuria y sucedánea como es, esconde a la vez la clave de cierta línea de acción que es fundamental para nuestro futuro. Justamente del mismo y paradójico modo que los franquiciados y al cabo falsos restaurantes turcos, japoneses, indios, franceses, argentinos, mexicanos o italianos que hoy pueblan nuestras ciudades, y de todos los cafés irlandeses en los que nadie cantará nunca como lo hacían los lugareños de Innisfree en la inmortal El hombre tranquilo de John Ford.
¿A favor o en contra de Las Vegas, finalmente, con su desconcertante mezcla de canales venecianos, pagodas chinas, Big Ben y Torre Eiffel? En contra de la vacuidad cultural y de la idolatría dineraria; pero a favor de su irrealidad atmosférica, de su profusión caleidoscópica, pasta negra y prima materia de la metamorfosis alquímica que nuestra civilización se encuentra en laborioso trance de realizar.