¿Neutrinos más rápidos que la luz?

Hoy nuestro amigo Antonio Martínez, habitual y genial fustigador de las miserias de nuestro tiempo, cambia de registro para enfatizar la cara más sonriente de la modernidad. Hace bien. En realidad, ni siquiera cambia de registro: solamente acentúa de modo distinto el mismo registro de siempre: la doble cara de un tiempo, sórdido si miramos la realidad concretamente plasmada en él; radiante si pensamos en los inmensos logros ya realizados y en las extraordinarias posibilidades de las que están preñados.

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Hace apenas unas semanas, los científicos del laboratorio italiano del Gran Sasso hacían público lo que puede ser el detonante de la próxima gran revolución dentro de la Física moderna: los neutrinos, la partícula elemental más pequeña e inasible, parecen viajar a mayor velocidad que la luz. Si este resultado se confirma, habría que revisar profundamente la teoría de la relatividad de Einstein, el Galileo del siglo XX. Es fácil entender el revuelo que ha levantado en el mundo científico la posibilidad de un inesperado cambio de paradigma.

 Sin embargo, no es el aspecto físico y técnico del sensacional descubrimiento realizado en el Gran Sasso lo que aquí nos interesa. Nos importa, más bien, su significación simbólica y cultural. ¿Por qué la noticia de los neutrinos superlumínicos ha saltado a las primeras páginas de los periódicos, habitualmente tan desinteresadas de todo lo relativo a la ciencia?
 
Por un lado, por cuestionar la teoría de la relatividad, uno de los dogmas científicos más sagrados de nuestro tiempo; pero, sobre todo, porque intuimos que, si los neutrinos son realmente más rápidos que la luz y los viajes en el tiempo —al pasado, no al futuro— dejan de ser una licencia exclusiva de la imaginación literaria y cinematográfica, entonces es que el mundo podría convertirse en algo radicalmente distinto de lo que hoy es.
 
En vez de esta sociedad gris y vacía que padecemos, dominada por la lógica económica, el imperativo productivo-consumista y la tiranía de los mercados, soñamos con otro mundo presidido por principios metafísicos totalmente ajenos al ethos mecanicista que aún nos atenaza. La naturaleza nos lanza de algún modo ese mensaje: “Si yo guardo aún tantas sorpresas, es sobre todo para enseñaros que vosotros debéis hacer del mundo un lugar igualmente sorprendente, donde no quepan ni la repetición alienante ni el tedio ni la rutina”.
 
Ahora bien: si interpretamos el descubrimiento de los rapídisimos neutrinos en este sentido —simbólico y cultural—, como signo de una posible revolución del espíritu, hemos de notar enseguida que nuestra época no ha andado precisamente falta de anteriores revoluciones que mostraban una naturaleza análoga. Remontándonos mucho en el tiempo, tenemos, en primer lugar, la revolución copernicana, que con Galileo y sus continuadores destruyó el magno edificio de la cosmología ptolemaica. Y remontándonos bastante menos, deberíamos recordar, a principios del siglo XX, la revolución que supuso descubrir que el átomo no constituía una esfera maciza, sino un pequeño universo repleto de partículas que se fueron revelando cada vez más enigmáticas. No nos hacemos cargo hoy de la emoción que, en el mundo cultural europeo, produjo tanto esta noticia como la contemporánea teoría einsteniana de la relatividad, en virtud de la cual el tiempo dejaba de entenderse como una magnitud absoluta, ya que, en función de la velocidad a la que se desplazara el observador de referencia, podía transcurrir también él a velocidades diferentes. Si el tiempo, que en nuestros relojes aparece como un mecanismo de ritmo inalterable, podía acelerarse o aminorar su marcha de esa manera, ¿qué otras muchas sorpresas no nos aguardarían aún en ese inagotable reservorio de realidades, ideas y misterios que es el mundo?
 
Luego, además, llegaron otras muchas revoluciones, todas ellas sensacionales a su modo. Pensemos, por ejemplo, en el shock que supuso descubrir, en la década de 1920, que no existía sólo una galaxia —nuestra Vía Láctea—, sino miles de millones de ellas. O en la revolución del Big Bang, a partir de las teorías de George Lemâitre, que acababa con la idea tradicional de un universo estático. O en la revolución surrealista en el campo del arte. O en la revolución indeterminista del principio de incertidumbre de Heisenberg, que rompía la férrea lógica determinista del demonio de Laplace y anticipaba la fascinación contemporánea por el llamado “efecto mariposa”. O en la revolución del inconsciente freudiano, que, dando la razón a los románticos del XIX, impugnaba la ramplonería de la mente como “yo sin trastienda” en la psicología cartesiana. O en la posterior de la psicología profunda de Jung, hereje para Freud. O, en fin, en tantas y tantas otras.
 
Sí, en tantas, y de muy diferente naturaleza. Sin ánimo alguno de exhaustividad, pensemos en la revolución New Age que soñó con retornar a Asia para volver a Shangri-La, en la revolución de Mayo del 68, en la revolución espacial que culminó en 1969 con la llegada del módulo Eagle a la Luna, en la revolución de la ciencia-ficción que nació con H. G. Wells a finales del siglo XIX y culmina en el 2001 de Kubrik; o bien, en fin, en la revolución ufológica de la década de 1970, simbolizada en su momento por los best sellers de Von Däniken, o en la reciente revolución de Internet, trasunto electrónico del mágico Aleph de Borges, compendio y cifra del universo. No se entiende bien la conmoción causada hace pocas semanas por la muerte de Steve Jobs si no se le sitúa en este ámbito de los visionarios y de los profetas. No porque realmente “haya cambiado nuestro mundo” —no lo ha hecho: usamos instrumentos más sofisticados, pero los occidentales seguimos aquejados del mismo marasmo que hace décadas— como por el valor simbólico de sus invenciones. La última de ellas, el célebre Ipad. Una pantalla de cristal líquido que nos ofrece, a una sutil indicación de nuestro dedo, la inagotable variedad del mundo.
 
Sucesivas revoluciones, como vemos; la última, tal vez, la que parece iniciarse con el vertiginoso viaje de un haz de neutrinos desde el CERN de Ginebra hasta las cavernas del Gran Sasso. Más allá de las diferencias aparentes, el significado es siempre el mismo: contra una sociedad y una cultura mecanicistas, repetitivas, aburridas, escépticas, nihilistas, depresivas, entregadas a un hedonismo vacuo y al espejismo de ídolos sin cuento; contra una posmodernidad condenada —Vattimo dixit— al “eterno retorno de lo mismo”, contra el viejo nihil novum sub solem del Eclesiastés, contra el mundo como kafkiana cárcel burocrática, la posibilidad de un mundo nuevo, joven, otra vez —¡gracias a Dios!— sugestivo e infinitamente emocionante.
 
Y, sin embargo..., sin embargo, al final todo parece seguir igual. Todas estas revoluciones, y otras más que no hemos mencionado, tocan por un momento nuestra cultura, pero no consiguen transformarla. La inercia es demasiado fuerte. Falta el fulcro que pedía Arquímedes para mover el mundo. Seguimos en el mundo del hiperconsumo que analiza Lipovetsky, en el capitalismo de ficción del que habla entre nosotros Vicente Verdú. El individualismo a ultranza, la ruina de las tradiciones, la telaraña bancaria internacional, la hipocresía e ineptitud de los gobiernos, la crisis antropológica que nos muestran desde hace décadas las películas de Woody Allen. Ésa es la atmósfera en la que nos movemos. Los neutrinos del Gran Sasso, como antes los estandartes de tantas otras revoluciones, nos susurran que otro mundo es posible. Pero ese mundo —tal vez muy lejano, tal vez muy cercano— nunca acaba de llegar.
 
No nos faltan, sin embargo, signos de esperanza. De entre los más queridos para el que escribe las presentes líneas, quiero recordar ahora al menos los siguientes: la pintura y la arquitectura del austríaco Hundertwasser, la obra de Gaudí, la música celeste de Hildegarda von Bingen —esa “sibila del Rin”—, la teología cósmica y cristocéntrica —ese “punto Omega”— de Teilhard de Chardin, la filosofía y la vida de Edith Stein, la Tierra Media de Tolkien, los diariosde Jünger; también, seguramente, la legendaria Agartha, el Monte Análogo de Daumal, los jardines del Vaticano, los monasterios colgantes de Meteora, el Cabo Norte, las auroras boreales y el sol de medianoche. Sí, sí: otro mundo es, en efecto, posible. Está —contra las apariencias— al alcance de nuestra mano. Sólo tenemos que entender bien a Nietzsche —es decir, mejor de lo que lo hizo él mismo— y empezar a jugar y a bailar. 
 
Stephane Hessel, pseudo-profeta de un tiempo gastado, inesperado restaurador —de gloria efímera, sin duda— de ideas romas e inservibles, nos invita a leer a Edgar Morin en busca de ese “otro mundo” con el que tantos soñamos. Pero no caigamos en trampas tan pueriles. Otro mundo, otro futuro es posible, sin duda. Y nuestro particular “Ábrete, sésamo”, la clave de entrada para mover la piedra que nos separa de la cueva del tesoro, no se encuentra donde nos aseguran los sofistas de nuestro tiempo —¿cómo puede un ciego guiar a otro ciego?—. Se halla —¿cómo podría ser de otro modo?— en ese Noli foras ire que nos aconsejaba San Agustín. In interiore homine habitat veritas, proseguía. Sí, en efecto: en el hombre interior que, buceando en el piélago de su alma, descubre allí el sol secreto y el universo silencioso que pueden cambiar la faz del mundo.

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