El hecho, bien conocido, es convenientemente ocultado por los historiadores progresistas: durante décadas, existió entre el general Franco y Salvador Dalí una relación de franca simpatía y aun de admiración mutua. ¿Cómo interpretar un dato tan “históricamente incorrecto”? ¿El dictador sagaz que se apoya en la imagen del artista de renombre para legitimarse en el escenario internacional? ¿La excentricidad del artista con patente de corsopara sostener posturas políticas estrafalarias? En cualquier caso, una relación molesta para los clichés tan queridos por los historiadores al uso.
Como se sabe, Salvador Dalí fue uno de los intelectuales españoles que, desde un principio, apoyaron a Franco en la Guerra Civil. En 1948, al volver a España, se establece en Port Lligat, a poca distancia de Cadaqués, y desde entonces manifestará de manera reiterada y pública su profundo respeto por la figura de Franco, para escándalo e indignación de todos los bienpensantes europeos.. Las relaciones entre Dalí y Franco siempre fueron extraordinariamente cordiales: sin ir más lejos, recordemos que, en 1964, el gobierno de Franco concedía a Dalí la Gran Cruz de Isabel la Católica, y que en 1972 Dalí donaba su obra al Estado español. No olvidemos tampoco, en fin, que desde la década de 1920 la pintura fue una de las grandes pasiones de Franco. Ni tampoco los encendidos elogios de Dalí hacia Franco, a quien llegó a calificar como “un santo, un místico, un ser extraordinario”.
Esta relación de admiración y afecto recíprocos duró hasta la muerte del general Franco. La penosa enfermedad final de éste sorprendió a Dalí en Nueva York, y los íntimos del pintor informaron de que, tras conocer la noticia de su muerte el 20 de noviembre de 1975, pidió que lo dejaran solo y lloró.
Historiadores como Javier Tussell, Paul Preston, Juan Pablo Fusi o Santos Juliá han intentado restar transcendencia a la admiración entre Franco y Dalí: para ellos, sencillamente es un dato inaceptable, inconveniente, que rompe los esquemas del historiador progresista. ¿Como pudo el genio español del surrealismo, el artista mundialmente admirado, el mayor mito artístico del siglo XX junto a Picasso, admirar a un dictador brutal y sanguinario? Bien es cierto que siempre ha existido una veta de intelectuales aristocráticos de derechas que abominaban del comunismo, enaltecieron como héroes a dictadores y se inscribieron en una línea política de extrema derecha: ahí están –cada uno con sus matices– los casos de Borges, Jünger y Celine. De manera que Dalí –a ojos de tales historiadores de izquierdas– sería un caso más dentro de un fenómeno llamativo, molesto, pero al que no conviene prestar demasiada atención.
Sin embargo, la realidad no es tan simple. Que dos de las mayores figuras de la intelectualidad española del siglo XX –Ortega y Gasset en filosofía y Dalí en el campo del arte– mantuvieran tan buenas relaciones con el Estado franquista es un hecho que, precisamente porque desafía los esquemas preestablecidos, merece del historiador honrado un examen profundo y libre de prejuicios. En el caso de Dalí, la coincidencia de opuestos entre caos onírico-surrealista y sujeción de la sinrazón de las imágenes inconscientes al orden de una razón paradójica (el célebre “método paranoico-crítico”) esconde una reveladora conexión con las posiciones políticas de Dalí y con su preferencia metafísica por la monarquía como forma de gobierno. Como se sabe, Dalí, que celebró la instauración del régimen monárquico por parte de Franco –en la Ley de Sucesión de 1947–, se autodefinía como “anarco-monárquico”, como monárquico legitimista para el cual “la monarquía es la única forma de gobierno que está de acuerdo con los últimos descubrimientos de la Biología”. En efecto, la Biología moderna, redescubriendo a Aristóteles, ha subrayado el carácter orgánico, sistémico y jerarquizado de todo organismo vivo, en el que las partes siempre se hallan subordinadas al orden del conjunto y al bien del todo. La monarquía simboliza, por su parte, una imagen orgánica de la Nación, enraizada en la Historia y articulada en torno al árbol dinástico y al tronco frondoso de la Familia Real. La monarquía, guardiana de la tradición –pensaba Dalí–, es, además, especialmente adecuada para gobernar al pueblo español, tan tendente al enfrentamiento cainita. Otra cosa será que los reyes de España no siempre hayan estado a la altura del símbolo que representan.
En realidad, Dalí admiró política y humanamente a Franco por motivos muy próximos a esta preferencia suya por la forma monárquica. Definía a Franco como “el colmo de la calma” y afirmaba que, como gallego, poseía un carácter muy conveniente para gobernar el anarquismo del pueblo español. Sin embargo, no se trata aquí sólo de una especial aptitud psicológica, de ese proverbial silencio de Franco, de su flema, reserva y circunspección galaicos, tan convenientes para el estadista obligado a tomar de continuo graves decisiones. Dalí, simultáneamente ultramoderno y ultraconservador a su personalísima manera, comprendía que Franco, mucho más que en ámbito del puro fascismo, se situaba en la tradición espiritual de Felipe II: un Felipe II que construyó el monasterio católico-hermético del Escorial y que, muy significativamente, admiraba a El Bosco muchas de cuyas obras poseía– del mismo modo que Franco lo hacía con Dalí. Felipe II, gran rey que hubo de afrontar unas circunstancias trágicas, comprendía bien la vocación universal y el destino meta-histórico de España. También hizo lo propio Franco, por mucha mofa –tan sarcástica como superficial– que se haya hecho del tópico de la “reserva espiritual de Occidente” y de otras nociones análogas, tan queridas durante décadas para los intelectuales del Régimen.
Ahora que los progresistas españoles, amparados en la Ley de Memoria Histórica, andan hablando, cada vez más abiertamente, de un próximo desmantelamiento del Valle de los Caídos (aunque el probable resultado de las elecciones del 20 de noviembre deja en suspenso el futuro de este tema), conviene recordar que Franco, constructor del Valle –y semejante también en esto a Felipe II, constructor del Escorial–, no debe ser un monigote al que demonizar, para placer y regodeo de un progresismo español tan envalentonado hoy –cuando ya nada hay que temer– contra los últimos símbolos franquistas como cobarde fue contra esos mismos símbolos en los tiempos en que una actitud como esa suya actual habría supuesto un verdadero peligro. Dalí, despreciando olímpicamente las convenciones del progresismo de salón, supo comprender la grandeza histórica de Franco. Si el izquierdismo español entendiese que sólo se vence de verdad a aquello a lo que se critica con justicia, sí, pero cuyos aspectos positivos también se tiene la valentía de reconocer y asumir, entonces sabría que, para pasar página definitivamente en el libro de la convulsa Historia de España, no valen las mentiras ni los atajos, sino sólo la honradez del clásico suum cuique tribuere, del “dar a cada uno lo suyo” –y también, así, a Francisco Franco–, en el polémico ámbito de la Historia como en todos los demás.
Reconozcamos así, en fin –como hizo Dalí–, lo que le debemos a Franco. Reconozcamos los valores del régimen franquista, estudiemos a fondo su neotomismo político; y, a continuación, si queremos, declarémonos republicanos, o anarquistas, o liberal-conservadores. Pero hagámoslos no desde la ingenuidad adolescente del que, una vez más, mata freudianamente al padre (aquí, a Franco, tótem paterno para la España adolescente de nuestros días) y sueña con una imposible revolución a lo 68. Hagámoslo, por el contrario, con la madurez del adulto que, habiendo leído, vivido y pensado mucho, sabe que en el mundo las cosas casi nunca son lo que parecen y que, entre el blanco y el negro, existen infinitos matices de gris. Sólo desde esta madurez política podremos afrontar con éxito los desafíos que se plantean hoy a España, a Europa y al mundo.
Franco y Dalí, Dalí y Franco: no una extravagante simpatía que ocultar o deformar, sino una compleja relación llena de fascinantes recovecos y que contiene tal vez más de una clave decisiva para nuestro propio futuro.