En directo en el Londres devastado de este verano

Confiad en el del turbante

Tres jóvenes españoles han vivido muy en directo, en el Londres atacado por las turbas, lo que ahí estaba pasando. Tan en directo lo han vivido... que han estado a punto de no contarlo. Perseguidos por un grupo de fascinerosos, fueron sin embargo salvados, en el último momento, por unaespecie de intervencion providencial. José Vicente Pascual, que no estaba presente, pero que ha recibido la información de muy primera mano, relata, valora y comenta lo ocurrido.

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La escena es fácil de imaginar, aunque no tan sencillo meterse en la piel de quienes la protagonizan. Tres jóvenes turistas españoles regresan de un día de caminata por el centro de Londres. Toman el metro en dirección al barrio de las afueras donde se encuentra su hotel y reciben la ingrata sorpresa de que la policía ha cortado la línea dos estaciones antes de llegar a su destino. Toca volver a caminar.

Salen al exterior y comienza una breve aventura. Breve y peligrosa.
 
Resuenan las sirenas de la policía, las ambulancias, los bomberos. Un siniestro olor a quemado impregna el ambiente. Las calles están vacías. Los pocos transeúntes con los que se encuentran se apresuran de esquina en esquina, como furtivos en su propio barrio. Pronto descubren nuestros andarines que esos vecinos asustados, empavorecidos, que corren para ponerse a salvo en sus domicilios, escapan de lo que ellos todavía no han contemplado: la barbarie.
 
Acaba de golpe la presunción de habitar en un mundo civilizado. Comienza la selva y pronto aparecerán los salvajes.
 
A lo lejos, en la semipenumbra del atardecer, el fulgor de las llamas parece convocar a todos esos coches de policía, ambulancias y bomberos que pasan de largo, sobre el agudo lamento de las sirenas enloquecidas.
 
De súbito, al doblar una esquina, los jóvenes turistas españoles se encuentran de frente con una turba furiosa de exaltados saqueadores. Son jóvenes como ellos, aunque no llevan mochila de turista. Ocultan sus rostros con las capuchas de las sudaderas, gafas de sol y pañuelos. Van armados con ladrillos, bates de béisbol de madera y aluminio, ladrillos, cadenas antirrobo para motos y palos de golf robados en alguna tienda de deportes ya arrasada (quizás la misma que ahora arde unas manzanas más adelante). Los jóvenes turistas españoles corren por una calle transversal. Algunos vándalos comienzan a perseguirlos mientras que otros, la mayoría, se entretienen en lanzar ladrillazos a los escaparates de los comercios y las ventanas de las casas. Entre risas y gritos van formando un corro ante el domicilio de alguien a quien, sin duda, conocen (quizás un comerciante del barrio, o un profesor del instituto en el que se supone que estudian aquellos gamberros); y esperan la llegada de los técnicos en terrorismo urbano, los portadores de los cócteles molotov.
Mientras, nuestros aterrados turistas huyen a todo correr, sin rumbo fijo y con un solo propósito: librarse de los diez o doce energúmenos que siguen persiguiéndolos para robarles y apalearles (no por este orden necesariamente). Pero hoy no es el día de su completa mala suerte. De pronto, de un portal, salen cuatro vecinos de aspecto “impresionante” (así me los han descrito, y la misma palabra utilizo). Impresionantes, cuatro hindúes sijs, con sus turbantes y barbas reglamentarias, se plantan en medio de la calle. Exhiben unos muy artísticos, labrados bastones de gruesa caña índica, que sin duda, en sus manos, son temibles armas. Los bárbaros desisten de la persecución y dan media vuelta. Pudiendo cebarse con víctimas fáciles, indefensas, para qué arriesgarse con aquellos “impresionantes” hindúes.
 
Los sijs preguntan a los jóvenes turistas adónde se dirigen. Dos de ellos los acompañan hasta la misma puerta del hotel y los dejan, sanos y salvos, tras recomendarles que no abandonen el recinto ni se les ocurra salir a la calle hasta que la policía haya controlado la situación.
 
Los jóvenes turistas españoles, tranquilizados después de todos estos incidentes, se deshacen en palabras de gratitud y poco más tarde, entre ellos, comentando los afanes de ese día, deciden que de la gente con turbante hindú puede uno fiarse en caso de necesidad.
 
 
¿Quién es el responsable?
 
Al día siguiente, el primer ministro Cameron, refiriéndose a los disturbios de Londres, los cuales ya se habían cobrado sus primeras víctimas mortales, afirmó que “una parte de la sociedad británica está enferma”. Por supuesto que sí. Los primeros enfermos, ellos: la casta de políticos, financieros y dueños de las grandes corporaciones mediáticas que ejercen su silenciosa dictadura en Occidente, sin más patria que el poder y el dinero, sin más “valores” que el poder y el dinero, sin más “responsabilidad” que el urgente compromiso hacia el poder y el dinero. Enfermos de miseria moral, de indigencia espiritual; devastados por la podredumbre del poder y el dinero. Ellos, no otros, no otra gente (enferma, sana, medio enferma o medio sana), han contagiado por ósmosis su roñosa prevalencia ética al resto de la sociedad, la cual ha degenerado espectacularmente a su imagen y semejanza. Aunque, claro está, no todos los ciudadanos pertenecen a esa comandita exclusiva del capital especulativo, la política y los mass media. Cada cual se aplica como puede, y si no pueden conseguir su sueño de poder y dinero, se arriesgan al canibalismo, el linchamiento y el expolio.
 
Ellos, no otros; ellos que ahora lamentan lo sucedido, la “imagen” ofrecida por la otrora civilizada Gran Bretaña, esos vídeos de jóvenes ingleses, caribeños y norteafricanos comportándose “como negros” (no lo digo yo, sino el venerable David Starkey), en el paroxismo de la violencia, el pillaje y el vandalismo, son merecido, ejemplar fruto del sistema educativo demagógico, perversamente ineficaz y refinadamente embrutecedor que por demasiadas décadas impera en las escuelas del viejo continente. El paradigma del nuevo/joven ciudadano en el centro comercial llamado Europa es un individuo democráticamente irresponsable, educado para exigirlo todo “a la sociedad” y no exigirse nada a sí mismo, quejicoso y pendenciero. Un tipo aborrecible de persona que igual puede actuar como ghandiano perroflauta que como ágil saqueador y, si las circunstancias lo favorecen, implacable homicida. No saben lo que reivindican, porque no piden nada concreto. Saben lo que quieren: todo. Si nadie les abre la puerta, ellos se encargan de echarla abajo.
 
Una parte de la sociedad británica (y europea), está enferma. Cierto. Y no parece sencillo comenzar a sanarla. De todas formas, los Cameron de este mundo, cuando comprueben desolados que todo se desmorona a su alrededor, siempre tendrán una última esperanza: que unos tipos barbudos, con turbante, les salven el culo. Serán lo que quede de nuestra civilización cuando Europa haya terminado de suicidarse.

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