La masacre perpetrada en Oslo por Anders Behring Breivik ha llevado al primer plano del debate internacional (como sucedió tras el 11-S con Huntington y su tesis sobre el enfrentamiento entre Occidente y el Islam) la cuestión de la identidad europea.El problema se puede plantear en términos extremadamente simples: ¿tiene Europa un alma, una esencia, una personalidad definida, un “yo”, o constituye sólo una inaprehensible fantasmagoría, cohesionada por una desmayada referencia a conceptos políticamente correctos como los derechos humanos, la democracia y la tolerancia?
El carácter evidentemente “blando” de estos conceptos —derechos humanos, democracia, tolerancia— se opone al perfil “duro” de la identidad musulmana y desemboca, como casi inevitable consecuencia, en la ideología multiculturalista ampliamente compartida por la izquierda europea actual y rechazada de plano por la derecha identitaria a la que se adscribe Breivik, admirador declarado de Geert Wilders, gran fustigador del Islam en Holanda. Como es lógico, la izquierda aprovechará los horribles crímenes de Anders Breivik para demonizar en bloque todo el movimiento identitario europeo, identificado ahora como fanatismo ultraderechista tan peligroso como el fundamentalismo islamista de los imanes radicales. Sin embargo, al proceder así estará negándose, una vez más, a abordar el debate que se esconde no ya tras los delirantes actos de un psicópata, sino tras la actual crisis del euro y el fallido proyecto de Constitución Europea, fracasado hace unos pocos años: ¿es Europa algo más que un vacío al que se trata de dotar de un sucedáneo de consistencia mediante expedientes economicistas y acuerdos políticos de urgencia con los que se intentan ocultar que, en el fondo, no sabemos quiénes somos?.
No nos equivoquemos: nuestro problema no es un individuo como Breivik, como tampoco lo era hasta su muerte Osama Bin Laden: nuestro verdadero problema somos nosotros mismos. Traslademos este principio al ámbito europeo: el mayor enemigo de Europa es... Europa misma. La Europa que no sabe quién es, la que ignora de dónde viene y a dónde va. La que utiliza billetes de euro “masónicos”: fríos, abstractos, arquitectónicos, sin monumentos, sin rostros, sin “calor”, sin referencias nítidas a la cultura ni a la historia. La Europa que no cree en sí misma. La Europa que no advierte que la crisis griega y el problema de la deuda son, en último término, consecuencia de una visión nihilista del mundo en la que los bancos estimulan el endeudamiento público y privado porque ya no sabemos hacer otra cosa que consumir y organizamos toda nuestra vida alrededor del tótem del consumo. La triste Europa progresista que se ha embobado ante un documento tan vacuo como el panfleto de Hessel y que sólo sabe ofrecer a los jóvenes noruegos reunidos en la isla de Utoya un puré de ideas sin alma, sin nervio —derechos humanos, democracia, tolerancia; multiculturalismo, igualitarismo, hedonismo—, como las que marcan el crepúsculo de cualquier civilización declinante.
Ante esta situación, un desequilibrado como Anders Breivik ha elegido la peor opción, la más equivocada: aquella según la cual los europeos necesitan un nuevo doctor Mabuse, que, igual que en las películas de Fritz Lang, multiplique los crímenes y atentados terroristas de todo tipo como método para extender el caos y forzar, mediante la violencia, una “toma de conciencia” colectiva. ¿Acaso no vivimos en la sociedad del espectáculo, que, inepta para los matices del espíritu, sólo entiende ya el craso lenguaje de lo espectacular? Pues —ha considerado Breivik— cometamos una acción espectacular que, por medio del horror, sacuda unas mentes anestesiadas.
Tal es, en definitiva, la justificación aducida por un psicópata que parece adoptar el lema de los últimos grados de la masonería: Ordo ab chao. No “orden en el caos”, sino “orden a partir del caos”, es decir: intensificar el caos en la convicción de que una masa crítica de caos conduce a un punto de inflexión a partir del cual se inicia, por una especie de dinámica inmanente al ser del mundo, una recuperación del orden perdido. Se trata, en realidad, del principio eterno de la gnosis: el mundo tal como lo conocemos debe ser destruido para que pueda regenerarse. Por tanto... celebremos todos los enfrentamientos, todas las violencias; estimulémoslas incluso. Sigamos la senda del terrorismo gnóstico de Stavroguine en Los demonios de Dostoievski. Penetremos en el santuario invertido de la conciencia luciferina. La Humanidad no merece existir; o, en todo caso, merece hacerlo sólo como esclava.
Contra el Ordo ab chao defendido por Osama Bin Laden o por Anders Breivik sólo cabe un posible antídoto: la divisa de los defensores del espíritu, que repite por doquier Ordo ab ordine. El orden a partir del orden, al orden por el orden. Lo que destruye sólo destruye; sólo construye lo que construye. ¿Queremos crear una nueva sociedad? Pues, entonces, exploremos el maravilloso y misterioso hemisferio del orden, auténtica terra incognita de la que apenas tiene noticia nuestra actual civilización.
Ordo ab ordine, pues: entre otras razones, para que Europa se encuentre a sí misma y exorcizemos los demonios que anidan en los posibles Anders Breivik de mañana.