Lo celta se ha convertido en una marca bien reconocida dentro del universo cultural contemporáneo. Popularizado sobre todo a través de la llamada “música celta”, su mundo —las seis naciones celtas originales más otros territorios que se han ido incorporando al concepto— goza hoy de un indudable prestigio. Y seguramente es oportuno preguntarse por la razón profunda, por el porqué último de una fascinación que durante las últimas décadas no ha hecho sino crecer.
Bretaña, Cornualles, Escocia, Gales, Irlanda, la Isla de Man; también ahora, Galicia y Asturias, el Quebec canadiense, incluso zonas de León y Portugal. Existen grupos musicales de inspiración celta hasta en Suiza y los Países Bajos. El universo celta manifiesta un magnético poder de atracción. Pensamos en la danza celta, en el mundo del rugby y en el mítico Torneo de las Cinco Naciones, en la atmósfera de los pubs irlandeses, en las Highlands escocesas, en los acantilados de las agrestes costas atlánticas. Alegría y melancolía mezcladas en una combinación extraña y atrayente. Música de gaitas y de violín, cruces celtas, trískeles grabados sobre megalitos milenarios. Todo un mundo que vive de cara al mar y al infinito. Un mundo evocador y romántico que sintoniza con un aspecto muy significativo del alma de Occidente.
Sentirse celta equivale a identificarse con todo este complejo sentimental, de resonancias evidentemente nacionalistas y que nos remite a la “Europa de las regiones”. De hecho, el mundo celta constituye uno de los símbolos más claros en el actual auge del nacionalismo y el regionalismo. Se repudia el mundo de los Estados nacionales, producto de un racionalismo político moderno desprovisto de alma y cada vez más agotado. Frente a él, se levanta hoy el universo de las naciones intrahistóricas, de las regiones que, conscientes de su identidad y su pujanza, reclaman un papel más activo en la construcción de un futuro europeo cuyo rumbo aún se encuentra por determinar. Todo esto es desde hace tiempo bien conocido. Y, sin embargo, tengo la impresión de que no se entiende bien lo que significa este “universo de las regiones” del que el mundo celta constituye hoy el ejemplo más acabado.
En efecto. No se trata de rechazar la creciente integración mundial a nivel planetario, ni la existencia de los Estados-nación; tampoco de sacralizar a las pequeñas naciones, convertidas en objetos de fanático culto por unos nacionalismos ombliguistas, miopes y de vía estrecha. De lo que realmente se trata es de entender que el futuro del mundo deberá construirse mediante la imbricación y armonización de estos tres planos de lo real: el universal, donde aparecen las cuestiones metafísicas y religiosas, y que corresponde al sentimiento de una unidad planetaria; el estatal, que se encontraría en el plano de lo racional tal como este concepto ha sido entendido en la modernidad; y, finalmente, el de lo psíquico y simbólico, el mundo romántico de las leyendas, el folklore y la memoria de los hombres y de los pueblos. Esta división tripartita traduce con exactitud, por cierto, tres elementos clave de la casa junguiana: la buhardilla, la sala de estar y, finalmente, ese cálido mundo de silencio nutricio que representan la chimenea y la cocina.
El mundo celta pertenece a este último ámbito de sentimientos y experiencias. Quien se identifica con el alma celta efectúa, al hacerlo, una determinada elección: la opción por el pasado, por la cultura popular, por la fraternidad comunitaria entre los hombres. Cantar juntos, beber cerveza, encender la pipa, escuchar las historias que cuentan los abuelos, tallar con la navaja figurillas de madera. Existe, en efecto, todo un mundo psicológico y cultural hoy casi olvidado y que ha aportado a través de los siglos un alimento muy relevante al humus de nuestra alma histórica colectiva. Un mundo que no es sólo celta, pero del que lo celta constituye hoy el símbolo más reconocido y ejemplar.
Si entendemos bien las cosas, podemos afirmar que el mundo celta debe formar parte de nuestro futuro, como representación de ese tercer plano ontológico al que líneas atrás nos hemos referido. De hecho, muchos de nuestros problemas proceden de un desequilibrio, de una falta de armonía entre esos tres pilares que dan estabilidad al alma humana y, por ende, al mundo.
Sentirse celta: amar las gaitas, los violines y los tambores, amar el sonido rítmico de las olas, amar los paseos silenciosos junto al mar. Porque allí, entre las jarras de cerveza y las oquedades de las rocas, se esconde una parte decisiva de nuestra alma y de nuestro destino.