Digámoslo sin rodeos y ya desde el principio: mientras la Unión Europea no tenga capital, mientras mantenga su sede burocrática en Bruselas y su parlamento en Estrasburgo, Europa seguirá siendo una mera entelequia. Y, puestos a elegir una ciudad europea como capital, el que esto escribe propone proclamar como tal a París.
En París se encuentra, en efecto, el alma histórica y cultural de Europa. Más que en Roma, Berlín o Londres -las otras tres opciones posibles-. En general, Francia constituye el gran país central de Europa. Alemania es demasiado germánica. Gran Bretaña, demasiado anglosajona. Italia, demasiado mediterránea y meridional. Francia, situada en el corazón de Europa occidental, con costas tanto en el Atlántico como en el Mediterráneo, resume ejemplarmente, además, los múltiples y azarosos avatares del alma europea. La Francia de Chartres y de Nôtre-Dame. La Francia también de Voltaire y de Comte. La de Sartre y la de León Bloy. La que, hija de Descartes, sigue siendo bisnieta de Clodoveo. La Francia eterna que no casualmente tiene en el gallo a su animal totémico. El gallo, ave solar, es un animal de Leo. Leo -el rey- es el signo astrológico de Francia. Francia, hoy de importancia decreciente en lo económico, sigue manteniendo una extraordinaria conciencia de sí misma en cuanto a su papel histórico, en cuanto a su posición simbólica dentro de Europa. Y, dentro de Francia, un París que, al menos en lo cultural -el Louvre, la Sorbona-, se sigue considerando a sí mismo centro del mundo.
Sin embargo, son muchas las cosas que tendrían que cambiar para que París pudiese convertirse realmente en la capital de Europa. Para empezar, tendríamos que aprender a no percibirlo primordialmente como una ciudad francesa. Eso, que para nosotros es tan difícil, era, en cambio, fácil para los medievales. Mucho más internacional y europea que la nuestra, la Europa medieval conoció una conciencia unitaria como Cristiandad que en el presente nos es completamente extraña. No existe a día de hoy ningún sentimiento patriótico europeo, ninguna conciencia europea de auténtica comunidad. Y no existe porque no nos encontramos unidos en torno a nada, alrededor de ninguna gran convicción común. Es por eso por lo que elegimos a Bruselas y Estrasburgo -lugares simbólicamente irrelevantes- como sede de nuestras instituciones. Porque no somos lo bastante valientes como para trasladarlas a París y dar, así, la gran campanada.
¿Se imagina el lector qué noticia tan sensacional? “Europa declara París como su capital oficial”. Admirado, intrigado, casi fascinado, todo el mundo miraría entonces hacia nosotros: los americanos, los rusos, los chinos, los hindúes, los brasileños. Porque, si los europeos fuesen capaces de transcender los límites del Estado-nación y elegir París como su nueva capital, es que habrían tenido que realizar una labor histórico-filosófico-espiritual del máximo alcance. Y, si hubiesen hecho esto, entonces es que habrían encontrado el santo grial del universo político de nuestro tiempo: volver a creer realmente en algo. Reencontrarse con la metafísica, con el espíritu, con el misterio de una historia milenaria. Y, entonces, a partir de allí, empezar a recomponer el caótico rompecabezas de nuestro mundo.
“Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”, cuentan que dijo Arquímedes en cierta ocasión. Nosotros podríamos parafrasearlo, pidiendo ahora, en vez de un punto para el juego de la palanca, una ciudad. Una ciudad simbólica que actuase como centro, como capital, como eje de todo un continente. Proponemos como candidata a París. O tal vez -es una segunda opción- el eje París-Viena. Para demostrar nuestro arrojo, nuestro impulso revolucionario. Porque, en efecto, declarar a París capital de Europa significaría una auténtica revolución.
“La imaginación al poder”, gritaban los hijos del 68. Pues bien: hagámosles caso y elijamos París como capital de Europa. Y, por supuesto,una vez hecho lo anterior, atrévamonos a jugar y sigamos siendo igual de revolucionarios -¡lo necesitamos tanto hoy!- en todo lo demás.