Cuando desaparecen la comunidad y el espíritu, la sociedad se convierte en...

Sociedad Corporal Limitada

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Viendo el telediario se entera uno de cosas interesantes, de vez en cuando. Por ejemplo: las discotecas, pubs, abrevaderos nocturnos y demás ligódromos españoles, desde el dos de enero de 2011 ya no huelen a tabaco: ahora huelen a chotuno.

Por lo visto, el desaparecido perfume del tabaco era tan intenso y embotaba tanto el sentido del olfato que, hasta hace dos semanas, los asiduos de este tipo de locales no se habían dado cuenta de que al mozo guaperas que baila divino en medio de la pista le cantan los alerones, y que la delicada chica que sonríe melosa, cobijada entre sus amigas para protegerse del mosconeo varonil, en vez de pinreles tiene dos bocatas de roquefort. Insólito y poderoso resurgir éste: la evidencia del propio cuerpo más allá de la representación obligatoria en los rituales de cortejo. Suele decirse que la vista engaña, pero a los efectos que se mencionan no tiene relevancia tal fenómeno de distorsión cognitiva, pues todos y todas suelen apetecer yacencia con quien mejor aspecto físico presenta. Pero nadie está dispuesto a emparejarse con quien huela a curtiduría. Asumámoslo: lo que no engaña es el olfato.
La indiscreción de los olores, por así decirlo, nos despoja de la presunción de propiedad de nuestro cuerpo para convertirlo en un núcleo expelente de feromonas, emanaciones sudoríferas y otros exudados que pasan de inmediato al acervo colectivo de la realidad aprendida, procesada y catalogada por los demás. En el tumulto, desvinculados del otro y aparentemente ajenos al propio yo por la fuerza centrífuga del extasío en la manada, somos una imagen y también un olor. Y eso estaría bien (o medio bien, no viene al caso dar vueltas a algo tan natural), si no fuese porque concierne repetidamente a lo único que somos. Lo que nos quedaba, el cuerpo y su exposición ante la mirada ajena, tampoco es en verdad territorio exclusivo del yo. El olor se nos anticipa.
Que no tenemos alma, es algo que vienen intentando demostrar científicos y filósofos desde hace unos cuantos siglos, con bastante éxito de audiencia por cierto. Que no tenemos espíritu es un axioma que se da por supuesto merced a la simple pertenencia a la sociedad de mercado, donde cualquier definición de lo humano distinta de una breve aventura química que nace, crece, trabaja, se reproduce como mano de obra y muere, no tiene ningún sentido.
Que no tenemos corazón es una verdad sustancial a nuestra circunstancia de seres planificados para ociar y agotar cualquier tiempo y aptitud en emociones primarias. No amamos. Sólo deseamos y únicamente aspiramos a poseer aquello que se desea; entre otros motivos porque amar exige previamente el aprecio de la virtud extraña a nuestra geografía epidérmica, y eso es mucho esfuerzo para los ciudadanos adiestrados en la puerilidad originaria del ser.
El último descubrimiento es que tampoco somos dueños de una estructura de carne y hueso que merezca especial consideración. Ya lo venían avisando, desde hace mucho, las oleadas de culto al cuerpo, a la salud, al bienestar físico… las cuales obsesiones han causado más infelicidad entre la ciudadanía que cualquiera de los malestares supuestamente combatidos. Toda circunstancia corporal no deseada tiene su solución en el mercado, desde la radicalidad de la cirugía plástica al gimnasio, del aborto como método anticonceptivo (lo menciono sólo en ese sentido, en los demás aspectos de la cuestión no entro), a la elección del sexo, color de ojos y número de hijos a tener en una camada, gracias a los milagros de la inseminación artificial y los avances en biogenética; la talla de sujetador, la textura de la piel, los kilos de grasa en el abdomen que estamos dispuestos a aceptar, discriminar las arrugas que nos hacen más interesantes de las que nos vuelven viejos…: todo está al alcance de esa voluntad dislocada, en pos de una recompensa en forma de representación corpórea que algunos pueden pagar al contado y otros a plazos. Nunca antes la ciencia y la técnica tuvieron tantos medios para liberarnos de nuestro cuerpo y sus ataduras, y nunca fuimos tan esclavos de ese setenta y cinco por ciento de agua y aquel veinticinco por ciento de sales minerales, glúcidos, lípidos y prótidos de los que estamos hechos.

Faltaba ya, para remate de desdichas, enterarnos de que el cuerpo se antecede a sí mismo en olores sutiles, agilísimos y reveladores de nuestra condición y méritos para aspirar a la benevolencia del prójimo. “La cara es el espejo del alma”, decía la antigua sentencia. Como alma ya no tenemos (se argumentó hace unas líneas), el asunto queda por resolver de otra manera: el olor es el destilado inequívoco de nuestra miseria. Sin alma, sin espíritu, sin corazón y sin cuerpo, el ser humano contemporáneo ya puede abandonarse a la futilidad de su esencia: “Dichoso el árbol que es apenas sensitivo, y más la piedra dura porque esa ya no siente”. Lo dijo Rubén Darío, inmenso poeta que una de dos: estaba deprimido cuando escribió los citados versos o aquel día se había levantado profético.

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