Existen noticias que, como cumpliendo un rito, retornan a periódicos y telediarios todos los años por las mismas fechas. Así sucede, cada junio, a principios de la temporada estival, con el consabido aviso de dermatólogos contra los rayos ultravioleta y sobre la necesidad de utilizar cremas protectoras. Y así sucede también, cada última semana de junio, con las fiestas y ceremonias neopaganas que se celebran, al amanecer del día 21 o 22 –solsticio de verano- en torno al cromlech de Stonehenge, el más célebre monumento megalítico del mundo.
Existe, sin duda, un aura fascinante de misterio alrededor de los trilitos concéntricos de Stonehenge: las enormes piedras milenarias, la soledad silenciosa de la inmensa planicie que las rodea. La enigmática relación entre la disposición de los megalitos y la posición del Sol y de la Luna en determinadas fechas del año. Los occidentales de nuestros días –sobre todo los europeos anglosajones, tan proclives al mundo céltico y al universo neolítico-, desencantados de las religiones tradicionales, vuelven sus ojos al mundo precristiano de Stonehenge. Y, cada 21 de junio al amanecer, algunos de ellos, al parecer ya ingresados en la Era de Acuario, se visten con largas túnicas druídicas y entonan junto al cromlech de Stonehenge cantos evocadores y melancólicos.
En un Occidente que ha perdido el sentido de lo sagrado, contemplar los primeros rayos del alba en Stonehenge supone un regreso momentáneo al sentimiento del mundo que experimentaba el homo religiosus tradicional. Un hombre que siempre procuraba estar cerca de un “centro o eje del mundo” (una montaña sagrada, un árbol totémico, un megalito). Un hombre, además, que todavía no había roto la vinculación mística con la Naturaleza ni la relación entre el Cielo y la Tierra. El hombre occidental actual, alienado respecto a su entorno cósmico, recupera por un momento el estremecimiento metafísico originario ante las imponentes moles de Stonehenge.
Ciertamente, existe un algo de ridículo y tramoyesco en los disfraces neodruídicos de los pseudo-sacerdotes neopaganos, y en las cincuentonas británicas de estilo New Age que buscan en Stonehenge restablecer el vínculo con la Diosa Madre neolítica, tan fascinante para el feminismo místico contemporáneo. Aunque hay también, como decimos, un indudable elemento positivo en las ceremonias solsticiales de Stonehenge: el redescubrimiento del sentimiento cósmico de lo sagrado. Ahora bien: pretender refugiarse en esta especie de misticismo neopanteísta constituiría un síntoma de inmadurez. Existe, sí, una dimensión sagrada en el Sol y la Luna, así como en la noche estrellada y en el espacio cósmico en su conjunto; pero el desafío crucial que se le plantea al alma humana no se encuentra allí. Las grandes preguntas que nos interrogan sobre el sentido del mundo no pueden ser contestadas invocando ingenuamente el misterio de Stonehenge.
Por la misma razón, y como señalaba Jung, las religiones orientales no pueden dar cuenta del complejo drama espiritual que experimenta Occidente. El mundo occidental constituye hoy el resultado de una compleja confluencia de factores histórico-espirituales (fundamentalmente, cultura grecorromana, cristianismo e Ilustración, con el añadido del pathos germánico que está en la raíz del Romanticismo), y sólo en un matizado diálogo entre ellos será posible resolver las grandes aporías metafísicas de nuestro tiempo. Pretender reducir el problema a la necesidad de regresar a Stonehenge equivale a simplificarlo de una manera inaceptable. Aunque, en algún sentido, sí que haya que efectuar un cierto retorno -tal vez de la mano de Heidegger- a esa manifestación del ser originario del mundo que el hombre de nuestro tiempo intuye en el cromlech de Stonehenge. .
Stonehenge: ya un manido icono, una imagen desgastada por la repetición fotográfica, por el manoseo publicitario, por la profanación visual. Y, sin embargo, también un mensaje en cifra sobre el grial metafísico que, para escapar de su locura, necesita encontrar nuestro mundo.