Según parece, “Coca-Cola” es la palabra más conocida del planeta Tierra en la actualidad: se estima que la conoce casi un 95 % de la población mundial. Vayamos a Pakistán, a Bolivia, a Indonesia o al África profunda, la bebida más famosa del siglo XX ha llegado antes que nosotros. Prueba palpable de la eficacia exhibida con orgullo por el marketing estadounidense y el capitalismo del Tío Sam; pero indicio también, tal vez, de que bajo la superficie de la Coca-Cola se esconde mucho más de lo que aparece a primera vista.
En efecto. Es bien conocido el origen de la Coca-Cola a finales del siglo XIX como “elixir milagroso” inventado por el farmacéutico norteamericano John Pemberton, que incluyó en su composición extracto de hoja de coca para proporcionar a su tónico un cierto efecto vigorizante. Después, la suerte y el destino hicieron su trabajo: casi desde el principio, la Coca-Cola se convirtió en un mito. A la altura de 1890, los periódicos yankees, ávidos de misterios, enigmas, escándalos e historias truculentas, se preguntaban, suspicaces, cuál era el verdadero contenido de la Coca-Cola. Empezaron a circular extrañas leyendas. El fabricante insistía en que no existía ningún ingrediente inconfesable, en que no había nada que ocultar. Y, sin embargo, todavía muchas décadas después la cultura popular de Occidente sigue dándole vueltas, entre intrigada y fascinada, al tema de la composición secreta de la Coca-Cola. Un enigma que ha sobrevivido hasta nuestros días.
Entramos aquí en el abigarrado territorio de las leyendas urbanas y de las teorías conspiranoicas. ¿Cuál es el verdadero contenido de la Coca-Cola? ¿Sabía usted -claro que lo sabe: ¿quién no?- que un trozo de carne sumergido en Coca-Cola aparece completamente disuelto al día siguiente? ¿Y que la Coca-Cola sirve para desatascar cañerías? Algo secreto, corrosivo, enmascarado, se esconde bajo la apariencia inofensiva del refresco universalmente asociado al verano, a la juventud y a las playas californianas de Malibú. Existe una dimensión exotérica de la Coca-Cola; pero también otra esotérica, subterránea, de la que sólo tienen noticia un reducido grupo de iniciados. Los rumores circulan y se cuchichean en confianza. ¿Por qué no se da a conocer la fórmula secreta de la Coca-Cola, por qué está celosamente guardada en la caja de seguridad de un banco en Atlanta, por qué la multinacional más célebre del mundo basa todo su poder en un simple mito? ¿Por qué, durante la Segunda Guerra Mundial, el ejército americano consideró una prioridad de primer rango -en orden a mantener la moral de la tropa- que las cajas de Coca-Cola llegasen hasta los más remotos frentes de batalla? ¿Por qué, a principios del siglo XXI, los relatos misteriosos en torno a la Coca-Cola siguen situados en el top-ten de las leyendas urbanas de nuestro tiempo?
En realidad, la razón es muy simple: bajo su apariencia profana, la Coca-Cola es la auténtica bebida sagrada de la moderna sociedad occidental. En las culturas tradicionales, los sacerdotes y chamanes elaboraban bebidas iniciáticas para entrar en contacto con el universo de los dioses. Nosotros, sumergidos como estamos en el más pedestre horizontalismo, en una inmanencia chata, roma y desprovista por completo de sprit, hemos sabido, sin embargo, conservar al menos un sucedáneo de las antiguas bebidas sagradas. Los escépticos, los positivistas, los aguafiestas de siempre, nos dirán que la Coca-Cola no esconde ningún secreto; que sólo es una vulgar mezcla de agua, azúcar, caramelo, un poco de cafeína, ácido fosfórico, extracto de vainilla, nuez moscada y unos cuantos ingredientes más: vamos, un refresco puro y duro, profano y superficial hasta la médula. Pero el instinto mitológico nos susurra otra cosa: que, pese a todo, la Coca-Cola constituye la bebida sagrada y mítica de nuestro tiempo. ¿Por qué no da igual beber Coca-Cola que cualquier otra cosa? Porque la Coca-Cola es fresca, joven, luminosa, como lo es arquetípicamente la América -el “Nuevo Mundo”- de la que representa el máximo símbolo. Sometido al flujo de Heráclito y a la ley inexorable del tiempo, todas las cosas envejecen; pero, al beber Coca-Cola -como al conducir un Ferrari Testa Rosa-, nos sumergimos de algún modo en lo que los antiguos llamaban la Fuente de la Eterna Juventud. El mundo, desgastado y caduco, se avejenta, se anquilosa, pierde su lozanía; pero existen mitos que nos devuelven a la luminosidad apolínea del mediodía, cuando el mundo parece retornar a su juventud primigenia. Nada menos que un regreso psicológico -aunque sea de tercera categoría- a la plenitud solar de un universo edénico: eso es lo que nos ofrece la Coca-Cola, la “chispa de la vida”. ¿Acaso no hay aquí algo que reclama nuestra más completa atención?
Queda por ver si la Coca-Cola seguirá siendo también un gran mito a lo largo del siglo XXI. Desde luego, sería deseable crear otros de mayor fuste. Y, para empezar, habría que proponerse elaborar toda una nueva simbología cultural del universo de las bebidas. Bucear con Husserl en la “esencia fenomenológica” de cada bebida, y a partir de ahí explorar un nuevo universo de significados, fuente de posteriores consecuencias culturales de todo tipo. Que es, por cierto, lo que habría que hacer con los demás elementos de nuestra hoy desfalleciente cultura, huérfana precisamente de esa fuente borbotante de significaciones que es como la madre de todas las cosas que ocurren en nuestro espíritu y, luego, en nuestro mundo.
Coca-Cola, “la chispa de la vida”. Hoy seguimos teniendo algo semejante a la vida; pero nuestra vida se encuentra desprovista de tal “chispa”. La chispa del espíritu, la alegría incontenible del ser que amanece a la existencia y que querría abrazar, en un amplexo grandioso, los dos extremos del mundo. Eso, eso es, más que ninguna otra cosa, lo que hoy necesitamos.