Cuando les hablo a los alumnos del instituto sobre mi adolescencia, entre otras cosas les cuento que por aquel entonces el que hoy es su de Filosofía era un apasionado de los ovnis. Devoraba los libros - profesor aún los conservo- que sobre el tema publicaba la editorial Plaza y Janés en su colección “Realismo fantástico”. Los ovnis eran para mí el paradigma del enigma absoluto. Podíamos vivir en un mundo racionalista, dominado por el cientifismo, desprovisto de poesía, de aliento épico y de encanto; pero, al menos, mientras subsistiese el misterio ufológico, no todo estaría perdido.
Más o menos así pensaba yo por aquella época. Luego, claro, uno evoluciona y descubre otros muchos mundos misteriosos que nada tienen que ver con el fenómeno ovni. Uno puede descubrir, sobre todo -y así me sucedió a mí- el misterio supremo del mundo y de la Historia: la gran aventura del cristianismo, el hecho grandioso, propuesto al corazón de cada hombre -”¿Tú crees que esto es verdad, que ha podido suceder?”- de la encarnación del Hijo de Dios. La historia de la salvación, el inmenso arco temporal que va del principio de la Creación, con el fiat lux del Dios del Génesis, hasta el final de los tiempos que nos describe el Apocalipsis, con la lucha contra el Anticristo y la llegada de la Jerusalén Celeste. Al lado de este misterio, el de los ovnis se convierte en una fruslería, en una insignificante bagatela.
Los años pasan, uno lee libros, tiene experiencias, la vida le va aportando enseñanzas inesperadas. Uno hace tiempo que ha abandonado tal vez los enigmas que lo sedujeron en su adolescencia, ahora considerados como entretenimientos para mentes inmaduras. Y, sin embargo, personalmente a mí los ovnis me siguen interesando. No del mismo modo que cuando tenía quince años, claro: ahora los veo más bien insertados en esta segunda historia, insuperablemente asombrosa, a la que me he referido. ¿Es posible, entonces -se preguntará el lector- relacionar los ovnis con el misterio del cristianismo y de la historia como espacio de salvación, entre el principio de los tiempos y el apocalipsis de su final? Así lo hacen, por ejemplo, muchos grupos protestantes norteamericanos, que interpretan los ovnis como entidades en último término relacionadas con el mundo demoníaco, y que estarían destinadas a jugar un papel clave en una gigantesca operación de distracción, para alejar a los hombres de Cristo y hacerlos caer en las redes de las ciencias ocultas. Otros, en cambio, intuyen la posibilidad de que entre los ovnis haya también presencias angélicas, enviadas por Dios a los hombres. Yo, por mi parte, tengo una visión distinta de las cosas.
Desde luego, es una pura hipótesis, una mera interpretación personal mía; pero el caso es que creo que el fenómeno ovni de algún modo debe encontrarse insertado en los planes de Dios y estar permitido -no sé si decir “querido”- por Él con vistas a cierto propósito. Porque me pregunto: ¿sería metafísicamente mejor un mundo donde no existieran los ovnis? ¿Cumplen los ovnis alguna función psicológica, o incluso “espiritual”, respecto a nosotros? Y creo que sí, que en efecto lo hacen: independientemente de la clásica teoría que los concibe como naves tripuladas por seres extraterrestres, el caso es que la aparición típica del ovni como objeto no identificado que surca nuestros cielos y es detectado por los radares puede incluirse en una muy concreta categoría cultural.
En efecto, el ovni constituye -en tiempos de una secularización masiva-,una manifestación de lo sagrado, una hierofanía. Con el ovni nos situamos ante lo que Rudolf Otto llamó en su día lo ganz andere, lo totalmente distinto, lo que no pertenece de ningún modo al ámbito habitual de los objetos mundanos. Los hombres del Antiguo Testamento reconocían la presencia de Yahvé o de sus ángeles: por ejemplo, Jacob ante la célebre escalera que vio en el lugar que luego se llamaría Betel, y que muchos siglos después el visionario William Blake representaría como una espiral de luz por la que ascendían y descendían los ángeles de Dios. Nosotros, que estamos exiliados de esa atmósfera espiritual en la que los hombres aún eran sensibles a la presencia de lo sagrado, recuperamos de alguna manera ese sentimiento, ese estremecimiento ante el mysterium tremendum et fascinans, cuando nos situamos ante la imagen -real o cinematográfica- del ovni. Evolucionando sobre el cielo, acercándose a la tierra y proyectando sobre ella un potente haz de luz, apareciendo sobre el mar y desapareciendo de nuevo como tragado por él, el ovni se convierte en un signo, en una ventana a “otro mundo”. Un otro mundo en el que los hombres siempre han necesitado creer. Entre otras cosas, porque, sin él, el nuestro se convierte en una cárcel, incluso en un infierno.
Este es el sentido en el que a mí personalmente los ovnis me interesan: como signos de frontera, como realidades intermedias entre dos mundos. Igual que pueden serlo el cielo estrellado, la Estrella Polar, el árbol centenario que contemplo dando un paseo por el campo, la primera luz de la mañana del sol que despunta sobre el horizonte. Signos todos ellos de una dimensión transcendente. Ventanas a otro mundo. Como las luces en el cielo -esos ovnis siempre esquivos, huidizos, elusivos- que siempre han intrigado tanto a los hombres.
¿Quíén sabe? ¿No podrían ser los ovnis una manifestación de la misericordia divina? En un tiempo en que los hombres han dejado de mirar al cielo, de sentirlo como el lugar de las revelaciones metafísicas primordiales, ¿no pueden constituir los ovnis una especie de ayuda para que volvamos a mirar hacia arriba, por encima del pedestre nivel de una civilización que vive mirando hacia abajo, a ras de tierra? Aunque, por supuesto, habría que abordar el problema de los “encuentros en la tercera fase”, de los aterrizajes, de los supuestamente abducidos. No lo hago en las presentes reflexiones:quede claro que, en en el presente artículo, me estoy refiriendo exclusivamente a la fenomenlogía clásica del avistamiento de un ovni que aparece de repente en nuestros cielos.
Podríamos vivir, por supuesto, en un mundo sin ovnis, en un mundo en el que nunca se hubiera hablado de la existencia de tales objetos volantes no identificados. De hecho, ya los hombres de otras épocas vivieron en ese mundo, en la medida en que ellos, que también veían ovnis, no los interpretaban como nosotros, sino que los insertaban en una visión mágica, simbólica y religiosa del mundo: eran entonces un elemento más de ese mundo, y no especialmente significativo. Entre nosotros, el status particularísimo del ovni en el imaginario de nuestra época se debe justamente a que vivimos dentro de una cultura vacía de todos esos signos mágico-simbólicos que tanto abundaron en siglos pretéritos.
¿Cumplen, entonces, hoy en día los ovnis cierta función necesaria para nosotros? ¿Son queridos por Dios de algún modo? ¿Están destinados a desempeñar cierto papel para que recuperemos, aunque sea por esta extraña vía, la conexión perdida con las realidades hierofánicas, con las hierofanías celestes que tan esenciales han sido siempre en la historia de la humanidad? Sólo es una hipótesis, por supuesto. Y la someto, como no puede ser de otro modo, al juicio del lector.