¿Hay demasiada gente sobre la Tierra?

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Somos demasiados y la superpoblación mundial amenaza el futuro del hombre sobre nuestro planeta: esto es lo que piensa Paul Ehrlich, especialista estadounidense en demografía que en 2009 recibió el Premio Margalef de Ecología, concedido por la Generalitat de Cataluña. Según Ehrlich, la Tierra podía soportar los 2.000 millones de habitantes de 1930, pero no los cerca de 7.000 millones de la actualidad. De manera que no es extraño que alabe sin apenas reservas la política china del hijo único.

No se trata, desde luego, de una tesis nueva: ya en 1968, el propio Ehrlich publicaba su ensayo The population bomb, en el que sostenía, como sigue haciendo hoy, que “tener más de dos hijos es egoísta e irresponsable”. En su opinión, sólo existe un camino razonable para nuestra especie: la limitación drástica del número de nacimientos, dentro de una óptica estrictamente malthusiana. Quienes critican a Ehrlich argumentan que no se trata tanto de reducir o limitar la población como de cambiar el derrochador estilo de vida característico de Occidente, y que hoy se está extendiendo al resto del planeta: una forma de vivir –de consumir: ya son entre nosotros tristes sinónimos– que amenaza con agotar los recursos naturales; sin embargo, Ehrlich responde que hay que modificar simultáneamente y a la baja ambos factores.
 
Sin embargo, ¿tienen realmente razón quienes, como él, y desde una perspectiva ecologista radical, propugnan una política antinatalista sin concesiones? Desde la década de 1970, los programas de control de la natalidad auspiciados por la ONU, sobre todo en los países del Tercer Mundo, han aplicado esta lógica, que a muchos les parece de sentido común: a más población, mayor consumo de recursos, mayor degradación del planeta y, a medio plazo, pobreza y hambre dentro de un horizonte crítico de superpoblación, fuente de todo tipo de tensiones y conflictos darwinianos (la actual lucha soterrada entre China, Rusia, India y Estados Unidos por los recursos naturales del Asia Central es un buen ejemplo de ello). Ahora bien: por otra parte, nos encontramos con la paradoja de que, en los países occidentales, el envejecimiento de la población, junto con las bajas tasas de natalidad, amenazan el futuro del crecimiento económico: en todo país pujante y que crece, aumenta la población a la vez que se amplia la decisiva clase media y se produce una elevación de todos los índices de desarrollo. De manera que, acompañado –claro está– por otros factores esenciales (educación, sanidad, infraestructuras, facilidades para la iniciativa privada, estabilidad social y política etc.), el crecimiento demográfico constituye a la vez una consecuencia y una causa del progreso general de un país.
 
Y parece lógico que lo que vale para un país lo haga para el planeta Tierra en su conjunto. Haciendo abstracción de que limitar legalmente el número de hijos sólo es posible dentro de un sistema político fuertemente autoritario, incompatible con las bases filosóficas de las sociedades de Occidente, el caso es que regresar a los 2.000 millones de habitantes de 1930, como propone Ehrlich, además de irrealizable en la práctica, sería contraproducente. Una reducción demográfica de esas proporciones sólo podría significar un retorno general a las condiciones generales de vida de 1930: el sistema social es un todo holístico y orgánico en el que, si se modifica enérgicamente un factor, todos los demás quedan al momento afectados. De hecho, la reducción a 2.000 millones sólo sería posible como consecuencia de una pandemia que diezmara radicalmente la población mundial, o bien de una guerra nuclear de proporciones masivas: la cual –es evidente– no sólo reduciría la población, sino que resultaría devastadora desde el punto de vista civilizacional y económico, extendiendo la pobreza, el hambre y la enfermedad por toda la Tierra –una Tierra ya no superpoblada, eso sí. No parece que Ehrlich propugne soluciones tan extremas, aunque simpatizan con ellas algunos de los defensores más fanáticos del ecologismo radical: desde su punto de vista, el ser humano es un virus incontrolado que amenaza la supervivencia de Gaia, y lo más digno que podría hacer es autosuprimirse y desaparecer.
 
Parece claro, en fin, que quienes comparten las posturas de Paul Ehrlich cometen un fatal error de perspectiva: la población no es el problema. Cuando una sociedad crece armónicamente, el incremento de la población se produce en paralelo a una elevación del nivel de conocimiento y de la consiguiente eficiencia en la explotación de los recursos. Digamos que, con un nivel de conocimiento y de organización social A, un territorio de 100.000 kilómetros cuadrados puede sostener a un millón de personas, dentro de un determinado nivel de vida; pero, con un nivel B, más elevado y que redunda en una mayor eficiencia general (desde luego, en cuanto a la explotación de los recursos, pero no sólo respecto a eso: pensemos, por ejemplo, en la evitación y resolución de conflictos, esencial para la estabilidad y el progreso de una sociedad), ese mismo territorio se torna suficiente para tres millones; y con un nuevo y aún más elevado nivel C, podría sustentar pongamos que a seis millones de personas. Por supuesto, lo realmente catastrófico y explosivo es tener seis millones con un nivel A.
 
Conclusión: el problema no es la población –un esencial factor de crecimiento, no lo olvidemos–, sino el nivel de eficiencia general de una sociedad. A mayor eficiencia, mayor posibilidad de asumir nuevos incrementos demográficos. Y tal es el verdadero desafío de nuestro mundo en la hora actual: actuar desde una visión planetaria y, lejos de políticas como la china del hijo único –que está creando ya graves disfunciones–, comprender que sólo el nivel general de eficiencia, la creación de una sociedad rica, compleja y efervescente en conocimiento y en “producción de bien” en todas las dimensiones de la realidad puede resolver los múltiples problemas que actualmente nos aquejan.
 
Ni que decir tiene que el aumento del nivel general de eficiencia significa hoy, en último término, la creación de un nuevo tipo de cultura: contra la entrópica, desquiciada y antieficiente de nuestro tiempo, una cultura de la belleza, el bien y la complejidad. Una cultura que se sacuda los tópicos y mentiras que nos atenazan y que sólo puede desarrollarse dentro de un amplio clima de libertad: libertad de pensamiento, desde luego; también libertad religiosa, política, cultural y social; y, desde luego, libertad demográfica, para que algunos no tengan ningún hijo, otros tengan dos o tres, y otros decidan tener seis o siete, lo cual no tiene por qué ser una rémora para el ulterior desarrollo de un país, sino que hay que verlo, más bien, como una de las condiciones para que se mantenga su desarrollo.
 
¿Hay demasiada gente sobre la Tierra? No: lo que hay es demasiada estupidez, demasiado egoísmo, demasiada irracionalidad, demasiada indiferencia a la felicidad profunda del ser humano, demasiada falta de imaginación y de humanidad. Paul Ehrlich, premio Margalef, se equivoca: lo que está pidiendo a gritos el mundo de hoy no es una drástica reducción demográfica, sino un nuevo y más luminoso tipo de sociedad y de cultura.

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