A principios del siglo XIX, el capitán John Cleves Symmes defendió apasionadamente la teoría de la Tierra Hueca: según él, existía un mundo subterráneo en el interior de nuestro planeta, con montañas, bosques y lagos e iluminado por un minúsculo sol. Llegó a proponer al Congreso de los Estados Unidos realizar una expedición para intentar encontrar la entrada, que debía encontrarse en el Polo Norte. La aventura no llegó a emprenderse; pero la teoría del capitán Symmes hizo fortuna, al menos en la mente de un puñado de escritores enamorados de los sueños imposibles.
Edgar Allan Poe, Julio Verne, Bulwer-Lytton, Edgar Rice Borroughs, H. P. Lovecraft, Robert E. Howard, Arthur Machen: de un modo u otro, todos ellos rindieron homenaje literario a la peregrina pero fascinante teoría de Symmes. Incluso en las primeras décadas del siglo XX, con un conocimiento todavía muy imperfecto de la geografía y geología terrestres, que aún dejaba lugar para los exploradores románticos y para los visionarios, hubo quienes se tomaron en serio las hipótesis de Symmes y trataron de acceder a ese misterioso mundo intraterrestre.Y, como se sabe, los nazis, siempre tan dados al mito y al ocultismo, mostraron un notable interés por este tipo de teorías. De hecho, la Sociedad Thule –principal grupo esotérico alemán de la época– sostenía una hipótesis muy próxima a la de Symmes, si bien la relacionaba con el mito de Agartha y Shambala, legendario reino subterráneo situado en el Asia Central y que debía estar habitado por una raza de “seres superiores”.
¿Qué queda hoy, a principios del siglo XXI, de la teoría de la Tierra Hueca? En principio, habría que decir que muy poco. Por supuesto, los guenonianos siguen considerando con respeto la noción de Agartha, en lo que tiene de símbolo objetivamente verdadero según una metafísica tradicional, como centro iniciático heredero de la tradición primordial e hiperbórea; y en cuanto a la hipótesis de la Tierra Hueca en sí misma, ya parece limitada a ciertos círculos ufológicos que sostienen que los ovnis no son de origen extraterrestre, sino intraterrestre: existiría, pues, un mundo subterráneo desconocido para nosotros, y del que procederían los platillos volantes que surcan nuestros cielos. Ahora bien: aparte de tales tesis, bastante folklóricas, la Tierra Hueca ya parece pertenecer exclusivamente a la historia de la cultura popular, a los anales de las creencias estrambóticas. Y, sin embargo, creo que esta teoría, convenientemente interpretada, esconde un extraordinario interés para la civilización de nuestros días.
En efecto: porque, en clave filosófica, el mito de la Tierra Hueca nos recuerda que, bajo la superficie de la realidad más inmediata, bajo la actualidad de los meros hechos y de las grandes fuerzas que parecen mover el mundo (fundamentalmente sociales, políticas y económicas), existe un universo secreto al que se accede, o al menos al que nos aproximamos, cada vez que realizamos un acto que nos sustrae a la vertiginosa corriente de nuestro tiempo. En este sentido, existe multitud de entradas al mundo interior con el que soñaba el capitán Symmes Symmes, y todas ellas estarían “en el Polo Norte” si entendemos éste como territorio simbólico del silencio y de la transcendencia. Es decir: cada vez que impugnamos el dogma fundamental de nuestra cultura (que sólo existe el plano visible y empírico de lo real, que no existe un “dentro” de las cosas ni del hombre, sino sólo el “fuera” de su superficie y de lo que podemos observar con los recursos de la ciencia); cada vez que hacemos esto, digo, ingresamos en el territorio de la Tierra Hueca y entramos en contacto con una nueva lógica para organizar tanto el mundo como nuestra propia vida.
En la medida en que la crisis que atraviesa hoy la sociedad occidental constituye el resultado de acumular millones y millones de pequeños actos cotidianos, y también grandes decisiones colectivas, configurados los unos y las otras por la lógica miope y epidérmica que sólo tiene en cuenta la simple superficie de las cosas, nunca se ponderará lo bastante la necesidad de acceder a la lógica del “dentro” que enlaza con la teoría de la Tierra Hueca interpretada desde el ángulo filosófico que aquí propongo; la necesidad también, en consecuencia, de realizar actos que se aparten de la lógica superficial y cada vez más deshumanizada que aplica nuestro mundo.
Los ejemplos de tales actos rebeldes, subversivos y revolucionarios como ningunos otros son casi infinitos: desde releer a Platón hasta llevarnos en la mochila, como lectura de verano, el diccionario de símbolos de Juan Eduardo Cirlot, pasando por decidir reunirnos semanalmente con un grupo de amigos para hablar sobre literatura y filosofía; o por rezar todos los días, y con total seriedad, en favor de las ánimas del Purgatorio –si somos creyentes–; o por organizar flash mobs dotadas de un sentido poético profundo; o por –aplicando la sabiduría vital de tantos monasterios de Oriente y Occidente- introducir un nuevo principio de orden en nuestra existencia cotidiana –diaria, semanal–, como sabemos siempre tendente a la entropía y al caos. Cada vez que hacemos cosas parecidas a éstas (como, por ejemplo…, estudiar a fondo la historia de la teoría de la Tierra Hueca y sus plasmaciones literarias), nos empezamos a inscribir en una esfera ontológica interior, más profunda y más verdadera, que combate con una eficacia de la que tal vez no somos conscientes la raíz remota de muchos de los males que aquejan hoy a nuestro mundo.
Sí, el capitán Symmes tenía razón: existe la Tierra Hueca… dentro de nosotros, junto a nosotros, esperando a que –como aquel Alí Babá- digamos las palabras mágicas que abren la puerta de la gruta donde se esconde un inmenso tesoro. Esas palabras son pocas y sencillas, pero transcendentales: interioridad, espíritu, valentía, orden, libertad, verdad, belleza, amor. Y también, desde luego, imaginación (nunca me ha parecido mal aquel eslogan del 68: “La imaginación al poder”). Imaginación para plasmar estas grandes palabras en una exuberante miríada de aventuras espirituales sugestivas.
En el fondo, todos estamos deseando entrar en esa Tierra Hueca de la que habla el mito y sentirnos envueltos por la luz de ese misterioso sol interior. Porque nuestro corazón está hecho a la medida de esa dicha y, por mucho que a veces intente engañarse, experimenta cualquier otra cosa como un amargo exilio.