Cuando Manuel Fraga Iribarne, ministro de Información y Turismo, dijo por los años sesenta aquello de que Spain is different, no sólo estaba creando un slogan que haría fortuna. España es, efectivamente, diferente de los demás países de Europa. Lo atestigua el hecho mismo de que haya surgido, sobre todo en suelo británico, la raza curiosísima de los hispanistas: estudiosos apasionados por el enigma de España, y todos de acuerdo con aquella idea de Sánchez Albornoz según la cual, en efecto, “España es un enigma histórico”.
No lo son en el mismo sentido, ni con intensidad en modo alguno comparable, el resto de los países europeos. España es, a todas luces, un caso aparte: tierra de extremos y de contrastes, de sentimientos desbordados y, con frecuencia, de una obcecación cerril, en nuestra patria las tensiones suelen alcanzar un paroxismo desconocido en otros lugares. Nuestra propia Guerra Civil es un ejemplo de ello. De hecho, un hilo sutil une a los dos países que se ubican en los extremos occidental y oriental de Europa: por un lado, Rusia, donde triunfó la Revolución comunista; por otro lado, España, donde estuvo a punto de triunfar. Rusia y España: países de místicos y de anarquistas, de santos y de exaltados. Los rusos comprenden muy bien el alma de España y admiran profundamente la figura de don Quijote. Lo que ya es más dudoso es que los propios españoles se comprendan a sí mismos.
Entre otras cosas, porque no están interesados en comprenderse. No quieren comprender que fue ante todo el furor ideológico de las izquierdas lo que condujo a la ruina de la República y desencadenó la Guerra Civil. No quieren reconocer la grandeza histórica de Franco, acto de honradez intelectual perfectamente compatible con la convicción de que, llegado cierto punto de su existencia, el régimen franquista ya había cumplido su misión y debía desaparecer en beneficio de una monarquía democrática instaurada bajo el signo del sentido común. No quieren reconocer, en fin, que, desde 1975, España, tras haber cometido el asesinato freudiano del Padre Franco, ha entrado en una etapa de inmadurez adolescente, cuyo máximo símbolo es el irracional e inviable Estado de las Autonomías.
La España adolescente hizo como que se reconciliaba durante la Transición, cuando la pervivencia de amplias fuerzas adictas al franquismo, y todavía pujantes, aconsejaba a la izquierda una prudente moderación táctica, en espera de tiempos más propicios. Y esos tiempos efectivamente llegaron: el acceso de Zapatero al poder en 2004, con su infausta Ley de la Memoria Histórica, constituyó un signo de los tiempos. Zapatero, el político adolescente por antonomasia, significa la apoteosis de esa inmadurez colectiva que ha caracterizado a la España de la Constitución del 78. Una España que ha vivido durante décadas fuera de la realidad, y a la que ahora la realidad, bajo la forma de crisis económica, le ha lanzado un gancho directo al mentón que la ha dejado noqueada sobre la lona.
Ya no queda más tiempo, se nos han acabado todas las prórrogas. La votación ganada por Zapatero la semana pasada en el Congreso puede haberlo salvado transitoriamente; pero su significado simbólico va mucho más allá de eso. Ese significado no consiste sólo en el acta de defunción política de Zapatero, desde ahora un cadáver andante que, sin embargo, se agarrará a lo que haga falta para llegar a las elecciones de 2012, a ver si su baraka y el paso del tiempo lo sacan una vez más del apuro. Lo que realmente marca esa decisiva votación es una frontera que tenemos que atrevernos a cruzar. A este lado de ella se encuentra la España adolescente de los últimos treinta años, la de una clase política irresponsable que nos ha conducido hasta un callejón sin salida, y la de una población cada vez más conformista y anestesiada. Al otro lado se abre la era de una nueva España que se decida de una vez por todas a madurar. A acceder a esa edad adulta que ha esquivado hasta ahora con tanto éxito. A tomar en los más distintos ámbitos –política, economía, cultura, universidad, educación- las decisiones inaplazables que llevamos tanto tiempo aplazando.
Está sonando hoy para España la hora de la verdad. El tsunami de la Historia se aproxima a nuestras soleadas costas. Podemos cerrar los ojos e insistir en no hacer nada, o en hacer menos de lo necesario. O podemos también realizar un durísimo examen de conciencia y un profundo acto de contrición colectivo. Y estemos seguros de que sólo esto último nos salvará.