A raíz del caso de Najwa, la chica musulmana que cursaba 4º de la ESO en un instituto de Pozuelo de Alarcón, estas últimas semanas se ha vuelto a hablar mucho del tema del hijab o pañuelo islámico en las escuelas de nuestro país. Al respecto, existen básicamente dos posturas: por un lado, la que sostiene que ese pañuelo es un signo de sumisión incompatible con la dignidad de la mujer y con los valores del mundo occidental; y, por otro, la que, en nombre de la libertad religiosa y de la tolerancia, opina que una alumna musulmana tiene todo el derecho del mundo a ir al instituto con el pañuelo cubriéndole la cabeza.
En mi opinión, ambas posturas tienen parte de razón; pero no me identifico plenamente con ninguna de ellas. Para empezar, fijémonos en lo siguiente: si decimos que el hijab es incompatible con la libertad y con la igualdad entre hombre y mujer, ¿por qué prohibírselo a las chicas musulmanas sólo mientras están dentro del instituto? Si de verdad lo consideramos tan ofensivo para la dignidad de la mujer, lo lógico sería intentar que todas las musulmanas, adolescentes y adultas, no lo llevasen en público mientras estén en nuestro país (ya que en su casa o en la mezquita no podemos impedir que hagan lo que quieran, o aquello en lo que sus maridos insistan). Ahora bien: como exigir eso parece que sería demasiado, levantaría airadas protestas y desembocaría en un conflicto abierto con las comunidades islámicas en el que ningún gobierno desea entrar, nos conformamos con tratar de establecer ciertas limitaciones en el espacio simbólico de la escuela.
En realidad, el hecho de insistir principalmente en el tema de las chicas musulmanas dentro de los institutos revela que la verdadera razón del rechazo al pañuelo es muy distinta de la que se suele alegar. Porque el hijab en una adolescente significa exhibir públicamente la aceptación de una tradición religiosa, y la cultura occidental contemporánea se basa en una idea de la libertad que reduce la religión a una cuestión estrictamente privada y, en la práctica, tiende a hacerla invisible. Por eso se piensa que, si se hace desaparecer el velo islámico al menos de las aulas, de algún modo la visión laica del mundo queda salvaguardada. Y, además, se espera en secreto que, si conseguimos que las adolescentes musulmanas no lleven el pañuelo en el instituto, poco a poco irán acostumbrándose a no llevarlo tampoco fuera de allí, y sus mismos padres, así como el imán de la correspondiente mezquita, tendrán cada vez más difícil intentar imponer esta norma, en los casos en que tal coerción realmente existe.
Al final, toda cultura consiste en un gran sistema de signos coherentes, en un “paradigma”, que no puede tolerar en su seno –o lo hace de manera muy limitada- la entrada de signos disonantes, procedentes de otro ámbito religioso o cultural: porque tales nuevos signos se consideran inasumibles, rompen la lógica interna de la cultura en cuestión y crean un estado de malestar y estrés psicológico en los individuos que viven dentro de esa sociedad. Aquí reside el verdadero problema que subyace a la polémica del velo islámico en las escuelas: no en el supuesto peligro de una real y efectiva islamización futura de las sociedades europeas, sino en la necesidad que toda cultura experimenta de mantener un grado suficiente de coherencia dentro del sistema de signos que ella, en último análisis, es.
Se entenderá mejor lo que decimos si ponemos algunos ejemplos. Como se sabe, en los últimos años diversos gobiernos autonómicos de izquierdas han amenazado –o más que amenazado- con retirar las subvenciones a los colegios concertados que imparten educación diferenciada (es decir, con aulas compuestas exclusivamente por chicas o por chicos). Se aduce en defensa de esta actitud hostil que la enseñanza mixta constituye una conquista irrenunciable, y que la segregación educativa por sexos pretende reintroducir de algún modo una visión tradicionalista y retrógrada del rol de la mujer. Sin embargo, lo que sucede en realidad es que el ala progresista de nuestra sociedad intenta mantener en su sistema de signos la coherencia interna de la que antes hablábamos.
Algo parecido sucede con otros muchos fenómenos y conductas sociales. Así, y siguiendo con los ejemplos, en las sociedades occidentales existe hoy una prohibición –o, al menos, una desaprobación- informal y tácita respecto a que una madre amamante a su hijo en un lugar público, y no digamos ya si el niño tiene más de un año; una prohibición contra la que luchan los movimientos a favor de la lactancia materna, por cierto cada vez más pujantes. Una vez más, se trata de defender la coherencia de los signos: el sacar la teta en público puede estar bien para las gitanas, pero –por estética y por coherencia ideológica- no para una moderna mujer occidental: no vayamos a permitir que esa mujer se meta demasiado en el papel de madre, olvide que en lo que tiene que pensar ante todo es en realizarse profesionalmente y, dando el pecho en la calle, contribuya a que se recupere la vigencia social de una visión del mundo que creíamos definitivamente superada.
Pues bien: es en esta órbita de ideas donde debemos situar la polémica sobre el velo islámico; al menos si realmente deseamos entender el problema. Existen límites –no siempre claros- en cuanto a lo que, por pura coherencia interna, una cultura puede aceptar de otras. Así, seguramente ninguna sociedad europea actual puede asimilar que haya mujeres musulmanas que lleven el burka por la calle, ni tampoco el niqab, que deja ver sólo los ojos: esto ya pasa de castaño oscuro, aquí la disonancia de los signos alcanza un grado inasumible. Lo mismo sucede con los matrimonios concertados de adolescentes de apenas catorce años (algún caso así ha habido ya en el Reino Unido). Sin embargo, en cuanto a otros signos, la cuestión se vuelve más dudosa: ¿una abogada con pañuelo islámico defendiedo a un cliente en la Audiencia Nacional? Hace unos meses, el juez Gómez Bermúdez no lo permitió. ¿Una profesora con hijab impartiendo clase en un colegio público o en un instituto español? Cuando esta situación se dé, generará, sin duda, una encendida polémica. Porque no siempre es fácil decidir hasta dónde se puede llegar, y también hasta dónde, en cambio, ya no.
Se trata de un tema inevitablemente polémico, de compleja solución y que seguirá levantando ampollas en el futuro. Por mi parte, y ya que creo que sobre todo en las cuestiones difíciles y delicadas es necesario mojarse, opino lo siguiente: que, en nombre de la libertad tal como yo personalmente la entiendo, defiendo el derecho de las alumnas musulmanas a llevar el hijab en las aulas; pero, con la misma energía, defiendo también el derecho que debe corresponder a cualquier centro educativo para decidir que en él no se puede lucir el pañuelo islámico, o que en sus aulas sí haya –¡o no haya!- crucifijos, o que se celebre una misa en su salón de actos el día de Santo Tomás. Porque así debería ser la sociedad en la que me gustaría vivir dentro de veinte años: una sociedad construida sobre un concepto de libertad más amplio y auténtico que el muy engañoso que, desde las filas del progresismo de izquierdas, hoy se nos ha conseguido imponer. Una libertad en la que cupieran tanto los anarquistas de derechas como los anarquistas de izquierdas, así como también los partidarios del tradicionalismo más ortodoxo. Una sociedad en la que pudieran coexistir fraternalmente universidades neotomistas junto con universidades “nietzscheanas”. Una sociedad libre, feliz y desencorsetada en la que tuvieran cabida los más diversos caminos antropológicos y las más distintas aventuras del espíritu.
Es verdad que también yo, al mirar a mis alumnas musulmanas sentadas en clase con el hijab, me he dicho a veces para mis adentros que seguramente preferiría verlas sin velo. Sin embargo, no es éste nuestro mayor problema. Lo que de verdad necesitamos es crear una nueva cultura, más auténtica y más libre, en la que, haya adolescentes con velo en la cabeza –musulmanas o no-, no las haya o, en fin, haya ambas cosas, se comprenda que, al menos desde la perspectiva cristiana –que es la mía-, la fe religiosa nunca puede ser enemiga, sino todo lo contrario, de la auténtica libertad.