Hace unos días, les puse a mis alumnos de Bachillerato La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956), esa excelente película de la edad de oro de la ciencia ficción en la que unos extraños seres -unas “vainas” llegadas del espacio exterior- se apoderaban de los cuerpos de los habitantes del pequeño pueblo de Santa Mira y suplantaban su personalidad. Al terminar, abrimos un debate y propuse a mis estudiantes que establecieran alguna conexión entre la película y lo que ocurre en la sociedad de nuestros días. Y, entre todos, llegamos a la conclusión de que esa deshumanización de la que tanto se habla cuando se critica nuestro mundo tiene mucho que ver con la que aparece en la película.
Porque vamos a ver: las vainas extraterrestres del film no asesinaban realmente a los seres humanos, no eran bárbaros criminales, sino que se limitaban a utilizar sus cuerpos, permitiendo que sus anteriores “ocupantes” siguieran viviendo dentro de esta nueva situación, con sus recuerdos, personalidad etc. Sólo había cambiado un pequeño detalle: como dice Wilma, uno de los personajes de la película, a los nuevos seres humanos que surgen como resultado de esta invasión extraterrestre sui generis les falta la emoción, el sentimiento. Es decir, lo que nos hace genuinamente humanos, ese brillo de los ojos, esa luz en la mirada, esa alegría en la sonrisa, a través de los cuales se manifiesta exteriormente la misteriosa presencia de nuestro espíritu.
Las vainas extraterrestres de aspecto humano no se proponían destruir la civilización terrícola: seguiría habiendo sociedad, economía, política, transporte, ciencia, comunicaciones etc… pero sin emoción, sin “chispa”. Ahora bien: ¿no es esto precisamente lo que, cada vez más, está sucediendo en la sociedad de nuestros días? No es que los occidentales hayamos perdido realmente esa escondida “chispa” que nos hace humanos, pero se encuentra apagada, sin energía, en horas bajas. Nos falta alegría, ilusión, ganas de vivir. En la época actual, ¿cuántas personas se despiertan por la mañana con el alma llena de luz, exultantes ante ese regalo que es un nuevo día por vivir? Más bien, ¿no pensamos muchas veces “he aquí un día más por el que arrastrarse, una hoja más del calendario en la que tenemos que cumplir, en espera de que llegue ese breve y tenue respiro que es el fin de semana? ¿No estamos perdiendo la luz de nuestros ojos, como sucedía a las vainas pseudo-humanas de La invasión de los ladrones de cuerpos? Y, ¿no estará ahí precisamente la razón última de que en nuestro mundo, efectivamente, “todo parezca estar yendo a peor”?
Por supuesto, no todos aceptarán esta última tesis. Ya sabemos: se invoca esa conocida falacia según la cual “cualquier tiempo pasado fue mejor”, fundada en una errónea idealización del pasado. Y, sin embargo, me parece que es una verdad objetiva que, en muchos sentidos, efectivamente nuestra sociedad está yendo a peor. No, no es un simple espejismo. Comparemos la televisión de hoy con la de hace treinta o cuarenta años. O
Sí, efectivamente: estoy convencido de que, en muchos sentidos, “todo está yendo a peor”. Y, sin despreciar las explicaciones específicas que esta tendencia pueda encontrar en cada campo social y cultural concreto, creo que la raíz del problema se encuentra reflejada en la historia que nos contaba en 1956 Don Siegel: estamos dejando que la luz de nuestro espíritu languidezca, que nuestros ojos miren con un brillo apagado y mortecino, que nuestra alma se acostumbre a un tipo de cultura y de sociedad donde la ilusión se está convertiendo en un bien cada vez más escaso.
Éste es –creo– nuestro mayor problema: que nuestro espíritu arde hoy con menos fuerza que antaño. Y, si no iluminamos el mundo desde nuestro interior, ¿cómo extrañarnos después