El pasado fin de semana fui al cine a ver “Ágora”, la polémica película de Alejandro Amenábar que ha dado a conocer al gran público la figura de Hipatia, ilustre filósofa y sabia alejandrina, así como su execrable muerte. Cinematográficamente, el film —sin ser ninguna cumbre del séptimo arte— me ha gustado más de lo que esperaba; pero, como en Ágora se mezcla lo histórico y lo ficticio sin deslindar claramente estos dos ámbitos, y como Amenábar pretende que el espectador piense que los hechos transcurrieron precisamente como él nos los narra, resulta útil aclarar algunas ideas básicas sobre lo que el espectador puede ver en el film.
Es lo que intento en las siguientes consideraciones, que presento en una serie de epígrafes diferenciados.
1- LA DESTRUCCIÓN DEL SERAPEUM.- El Serapeum era el templo de Serapis, una deidad sincrética de las que tanto abundaron en la época helenística y en el Bajo Imperio. Y, efectivamente, el patriarca Teófilo de Alejandría, aplicando la política establecida por Teodosio I unos años antes, dirigió la demolición del Serapeum en el año 391; pero los historiadores de la época no dicen nada de que, con ocasión la misma, se produjera ningún derramamiento de sangre ni la destrucción de ninguna biblioteca, cuya misma existencia no está verificada: puede que la hubiera, pero no consta de manera indudable. De manera que el episodio que, en la película, nos muestra cómo una turba enfurecida y fanática de cristianos entran en una exquisita biblioteca que alberga tesoros de sabiduría y la saquean constituye una licencia de Amenábar.
2- EL SAQUEO DE LA BIBLIOTECA DE ALEJANDRÍA.- Aunque el tema de la mítica Biblioteca de Alejandría no aparece directamente en el film, el espectador sale con la impresión de que “también ésta fue destruida por los cristianos”. Ahora bien: no es así en absoluto. La Biblioteca de Alejandría fue objeto de diversos saqueos, muy anteriores a la época en la que se sitúa Ágora. Por otra parte, ni siquiera los historiadores anticristianos afirman que los cristianos, a lo largo del siglo IV, se dedicaran ni habitual ni esporádicamente a, cual auténticos talibanes avant la lettre, ir quemando las maravillosas bibliotecas paganas.
3- HIPATIA Y KEPLER.-Amenábar nos muestra a una Hipatia genial que anticipa el descubrimiento fundamental de Kepler: que la Tierra y los demás planetas se mueven alrededor del sol en órbitas elípticas, acabando así con el dogma metafísico de las órbitas circulares. Al parecer, muchos espectadores poco informados, movidos por la simpatía que les inspira la figura de Hipatia y deseando mitificarla, tienden a creer que, efectivamente, Hipatia se adelantó a Kepler. Sin embargo, no existe ninguna base documental para tal suposición, que es, de principio a fin, fruto de la imaginación de Amenábar.
4- LOS PARABOLANOS, ¿MITO O REALIDAD? Ágora nos muestra a unos personajes llamados “parabolanos”, monjes torvos y fanáticos al servicio del obispo Cirilo, y que igual servían para asistir a los enfermos y hacer obras de caridad que para organizar un motín o un tumulto o para cometer un asesinato. Es cierto que existieron estos monjes, dedicados al transporte y cuidado de los enfermos, especialmente de los apestados; y también es cierto que, no temiendo a la muerte —con la que estaban en continuo contacto, por el riesgo de contagio—, tampoco temían, llegado el caso, participar en las luchas que, de tiempo en tiempo, se producían en una Alejandría convulsa, con frecuentes enfrentamientos entre cristianos, judíos y paganos. Sin embargo, ningún historiador nos los presenta como una especie de guardia pretoriana o fuerza de choque a disposición de Cirilo, tal y como nos lo presenta Amenábar; y, por otra parte, de nuevo ningún historiador de la época afirma que fueran precisamente ellos, los parabolanos, quienes asesinaron a Hipatia. Una vez más, Amenábar juega con los datos históricos a su conveniencia, creando en su imaginación una tenebrosa orden de “monjes terroristas” para manipular emocionalmente al espectador y grabar a fuego en su conciencia la idea del fanatismo cristiano.
5- SINESIO DE CIRENE.- Es uno de los jóvenes discípulos de Hipatia al principio del film, y se nos informa de que “es cristiano”. Es —podríamos decir— el cristiano dialogante y bueno de la película, que mantiene hasta el final una buena relación con su antigua maestra. Sin embargo, Amenábar se ocupa de hacer ver que no es un personaje tan positivo como parecía: pues, años después, y a pesar de los crímenes y desmanes de Cirilo, lo abraza como “colega” —ambos son obispos— y es partidario de que Hipatia, traicionando a su conciencia, se bautice para evitarse problemas. Es decir: que, en Ágora, no hay absolutamente ningún personaje cristiano que nos sea mostrado con rasgos realmente positivos. Unos son crueles y fanáticos, y otros —como Sinesio—, pragmáticos y desprovistos de grandeza moral. Y por cierto: Amenábar nos oculta que Sinesio de Cirene fue no sólo un alumno más de Hipatia, o incluso un alumno querido, sino su discípulo preferido, con el que siempre estuvo unida por mutuos lazos del más sincero afecto. Por lo visto, esto le ha parecido al director de Ágora poco interesante a los efectos ideológicos que su película indudablemente persigue.
6- CIRILO E HIPATIA.- Aquí llega, sin duda, una de las mayores manipulaciones de la historia cometidas por Amenábar en Ágora. En uno de los momentos clave de la película, Cirilo de Alejandría, oficiando misa en la catedral ante el pueblo y los notables de la ciudad, dirige un ataque directo contra la figura de Hipatia, poniéndola —por así decir— “en el punto de mira”. De manera que el espectador sale del cine con la idea de que Cirilo, por envidia, por celos o por puro fanatismo religioso, fue el desencadenante de la animadversión pública contra Hipatia que desembocó en su horrible asesinato. Sin embargo, y aunque es cierto que existe una larga tradición de autores que culpan a Cirilo de la muerte de Hipatia, no es menos cierto que tales autores no se basan en testimonios fidedignos, sino simplemente en las conjeturas de Damascio, último director de la Academia de Atenas, que, un siglo después de los hechos, fue el primero en lanzar la hipótesis de un Cirilo que, celoso del prestigio de la filósofa, mueve desde la sombra los hilos para que ésta muera. Esto es: Damascio inventa la historia y, después, la repiten todos los autores anticristianos que se han ocupado de Hipatia, con Voltaire y Gibbon a la cabeza. Ya decía Goebbels aquello de que una mentira, si se repite el número suficiente de veces, termina no pudiendo ser distinguida de la verdad.
7- LA CAUSA DE LA MUERTE DE HIPATIA.- Ágora hace creer al espectador que Hipatia murió por motivos religiosos, atacada por Cirilo —una especie de inquisidor adelantado a su tiempo— como “bruja”: aunque el film no muestra que Cirilo ordene directamente a los parabolanos que maten a la filósofa, se ve bien claro cómo les deja manos libres para que venguen la muerte del monje Amonio como estimen más conveniente; y, dado que, antes, ha señalado a Hipatia como peligrosa enemiga de la fe, la concatenación de acontecimientos resultaba fácil de prever. Sin embargo, es muy poco verosímil —dicen los historiadores más circunspectos, con Sócrates Escolástico a la cabeza— que Cirilo instigara un asesinato que sólo podía redundar —como así sucedió— en ignominia y oprobio para la Iglesia. La causa de la muerte de Hipatia está en el enfrentamiento de Orestes —gobernador de la ciudad— con Cirilo --obispo—: un enfrentamiento que no nace, como hace creer Amenábar, de la negativa de Orestes a aceptar las calumnias que Cirilo dirige públicamente contra Hipatia, sino que viene de mucho tiempo antes y nada tiene que ver, pues, con la figura de la gran filósofa alejandrina. Simplemente, Hipatia se vio envuelta en un conflicto que provocó, como uno de sus episodios más lamentables, que una muchedumbre de exaltados —”el populacho”, como indican los historiadores— la identificara como la consejera de Orestes que, según ellos, enconaba el enfrentamiento entre ambas autoridades e impedía la reconciliación de éste con Cirilo: de manera que decidieron convertirse en jueces y verdugos y tomarse la justicia por su mano.
8- ¿CÓMO MURIÓ HIPATIA?- No murió apedreada a manos de los parabolanos, como muestra el film; y, por supuesto, también es pura literatura la compasiva asfixia con que le causa la muerte Davo, su antiguo siervo, para evitarle un sufrimiento atroz. En una reciente entrevista televisiva, Amenábar explicaba que se decidió por el apedreamiento “para acercar la muerte de Hipatia a cosas que suceden hoy ‘en muchas culturas’ (sic)”. Es decir: el director de Ágora, que no tiene empacho en manipular las cosas como le conviene para subrayar el fanatismo cristiano, se cuida muy mucho —es costumbre de los progresistas— de mencionar las palabras “musulmán” e “islam” a la hora de aludir a las lapidaciones de mujeres que se cometen en países como Nigeria o Irán. Y es que aquí ya nos vamos conociendo todos.
9- ¿POR QUÉ HABÍA EN ALEJANDRÍA TANTOS CRISTIANOS?- O mejor: ¿por qué, a pesar de las persecuciones, se había extendido tan increíblemente el cristianismo dentro del Imperio Romano? Muy sencillo: porque era una religión diferente de las demás, y que tocaba el corazón de los hombres como no conseguía hacerlo ninguna otra. Los esclavos veían en ella una promesa de redención, y un número apreciable de personas cultas y de talante intelectual, la única forma de superar las insuficiencias de la filosofía, e incluso de las religiones mistéricas, en el decisivo tema de la felicidad humana. El caso es que, de la multitud de religiones que pululaban en el Bajo Imperio, al cristianismo le cupo una suerte histórica excepcional. Se extendió entre todas las clases sociales y aun dentro del mismo aparato del Estado, a pesar de que ser cristiano significó durante siglos, en el mejor de los casos, convertirse en un ciudadano de segunda categoría, y en el peor, pagar la fe con la propia vida. El cristianismo no necesitó la protección del Estado para propagarse como la pólvora; y, cuando la tuvo —con Teodosio, que lo convierte en religión oficial del Imperio a partir del 380—, en muchos sentidos más bien lo perjudicó que lo benefició.
10- LA INTOLERANCIA RELIGIOSA Y LA PERSECUCIÓN DE LOS PAGANOS.-Primero, los cristianos habían sido cruelmente perseguidos (algo sobre lo que, por cierto, Amenábar pasa de puntillas); después, desde Teodosio, parecen haberse convertido en perseguidores: destruyen templos, cometen todo tipo de tropelías y parecen hacerse culpables de la intolerancia que antes se había cometido contra ellos. Ciertamente, una actitud lamentable desde el punto de vista moderno, pero que hay que situar en el contexto de la mentalidad antigua. En general, los pueblos de la Antigüedad no conocieron el concepto de “tolerancia religiosa”: conquistar una ciudad significaba arrasar sus templos y levantar en su lugar otros propios, dedicados a los dioses del pueblo conquistador. El pragmatismo romano, que respetaba los dioses de los pueblos vencidos, no desmiente este principio: se consentía esos cultos siempre que se acatara la religión política suprema del culto al Imperio y al Emperador.
En realidad, el tema de la intolerancia —y de la consiguiente violencia religiosa— es el gran tema de Ágora: Amenábar sostiene que los “talibanes cristianos” son, en el siglo IV como ahora, intrínsecamente intolerantes, de manera que, llegado el caso, no dudan en imponer su fe y suprimir por la fuerza, o por la coacción, toda disidencia y toda heterodoxia. Ahora bien: si Amenábar realmente quiere hacer una película sobre este tema que se enfrente con la más rabiosa actualidad, ¿por qué no rueda un film sobre la intolerancia religiosa en Arabia Saudí o en Irán? Por supuesto, sabemos que nunca, nunca lo hará.
Y bueno, aparte de esto: ¿realmente somos hoy tan “tolerantes” y, liberales y modernos, admitimos sin problemas la heterodoxia? ¿Qué pasa en cualquier periódico si un articulista empieza a escribir columnas de opinión que se salen de la línea editorial e ideológica del periódico? Todos los sabemos: tras una llamada al orden, y si el díscolo no se reforma, se le invita a salir del diario y buscarse otro más afín a sus ideas. Sin embargo, y si somos realmente “tolerantes”, lo lógico sería admitir cordialmente al disidente, como una prueba de que el periódico es “abierto y plural”. Pero no es esto lo que sucede: si el director de un periódico recibe un artículo o un reportaje que diverge de su línea ideológica, muy probablemente no lo publicará. ¿Por qué? Porque el periódico tiene un marco ideológico que sólo admite la disidencia hasta cierto punto; más allá, se produce el despido o la censura encubierta. En nombre de los principios y de la coherencia.
¿Qué decir, por otra parte, del tema de la “memoria histórica”? En nombre de la tolerancia y de la reconciliación nacional, ¿qué problema habría en que, por aquí y por allá —por ejemplo—, hubiera por España alguna que otra estatua de Franco que, total, tampoco le hace ya daño a nadie? Y, sin embargo, los “progresistas” no pueden soportar que, en el ámbito público, en una calle o una plaza, haya que contemplar algo que les resulta profundamente odioso: ¿no pretendía Rosa Regás retirar la estatua de Menéndez Pelayo en la Biblioteca Nacional? Pues, del mismo modo, los cristianos del siglo IV no podían soportar la presencia de templos paganos que les recordaban las terribles persecuciones de Diocleciano y, por otra parte, interpretaban como indignantes símbolos de idolatría. Nosotros, en unas circunstancias históricas y desde una mentalidad completamente distintas, interpretamos las cosas de otro modo: desearíamos la pacífica convivencia de todos los templos y religiones, como símbolo de una más que deseable libertad. Sin embargo, repito que los antiguos, que creían en sus dioses de una manera que nosotros apenas podemos concebir, veían las cosas de otra manera.Y a propósito: también las veía de esa otra manera Juliano el Apóstata, que, durante los pocos años que duró su reinado, evolucionó desde un laudable liberalismo inicial (libertad de culto y de religión, reconstrucción de los templos paganos derruidos) hacia posiciones cada vez más duras e intransigentes, que perseguían como objetivo último la restauración de una versión sui generis del paganismo y la erradicación total de la fe cristiana. Una pretensión vana, a buen seguro: como decía Mommsen refiriéndose a este empeño de Juliano, es imposible retrasar el reloj de la historia.
Y por cierto: puestos a hablar de intolerancia fanática y de destrucción de templos, ¿por qué irse hasta la lejana Alejandría del siglo IV? ¿Por qué Amenábar no cuenta alguna historia sobre la destrucción, saqueo e incendio de iglesias y conventos en los años de la República o durante la Guerra Civil, o sobre el fusilamiento indiscriminado de sacerdotes, religiosos y seminaristas? Por supuesto, ya sabemos que esto nunca ocurrirá.
Alejandro Amenábar -por quien personalmente, pese a su ideología y su falta de honradez en Ágora, siento una sincera simpatía- hace decir a Hipatia, ante la locura sanguinaria que lanza en Alejandría a unos contra otros, que “es mucho más lo que nos une que lo que nos separa”. Es decir: que hay que buscar el entendimiento, el diálogo y la concordia, en vez de atizar el enfrentamiento y el odio ideológico. Ahora bien: ¿pone él realmente en práctica estos principios en Ágora? Pablo Motos lo explicó claramente hace unas fechas en El hormiguero: “Sale uno del cine pensando en lo hijo de putas que eran los cristianos”. Y, como es evidente -lo reconoce el propio Amenábar- que Ágora no es una simple película histórica, sino que tiene una intención ideológica directamente conectada con la actualidad, repito: ¿intenta Amenábar fomentar el entendimiento entre creyentes y no creyentes de hoy, o más bien -y encima a base de mentiras y medias verdades- ensanchar el abismo que los separa y, en último término, atizar la violencia que dice repudiar?
Ahí dejo la pregunta. Yo la he contestado a mi modo, y tan honradamente como he podido. Ahora lo toca hacerlo al lector.